Sobre el campesinado en México y en la Península de Yucatán
Por Carlos Suárez
El campesinado es un sector diverso, tanto por su composición como por sus orígenes y su devenir histórico. A grandes rasgos, podría caracterizarse como aquel sector cuya actividad principal recae en la producción de alimentos, principalmente de origen vegetal; es decir, nos referimos al sector cuya vida depende principalmente del cultivo y la cosecha de alimentos vegetales (agricultura).
En general, su origen histórico ocurre como resultado de la división social del trabajo, que lleva a una creciente especialización productiva por parte de distintos grupos sociales. No en todas las sociedades ha existido un campesinado, pues en muchas de ellas o nunca ha ocurrido tal especialización del trabajo o incluso jamás se ha practicado la agricultura (por ejemplo, pueblos nómadas que viven de la cacería, ganadería y/o recolección).
El surgimiento de la agricultura y, más aún, de un sector especializado en ella, indica que se ha alcanzado cierto nivel de desarrollo de las fuerzas productivas y de las relaciones de producción. Por un lado, es un claro indicativo del dominio social sobre los ciclos de reproducción vegetal y, por otro lado, se abre la posibilidad de la acumulación de riqueza bajo la forma de alimentos.
La existencia de un campesinado indica que no todo miembro de la sociedad se dedica a la producción de alimentos, a pesar de que todo miembro de la sociedad requiere del consumo de los mismos. Esto implica la existencia de mecanismos de circulación que incluyen el intercambio mercantil y también el tributo.
En sociedades como las ciudades-Estado mesoamericanas y andinas, desde tiempos anteriores a la conquista española, existía por un lado el cobro de tributo por parte de una minoría gobernante hacia la gran mayoría de la población, que se dedicaba a la agricultura. Y por otro lado, existían mercados donde los agricultores intercambiaban los frutos de su cosecha con otros productores (artesanos, pescadores, etc.) ya sea por medio del trueque o mediante la compra-venta permitida por equivalentes universales como el cacao.
Conviene recordar el tema de la propiedad. La propiedad colectiva de la tierra ha estado vinculada históricamente al campesinado, lo cual ha respondido principalmente a las necesidades impuestas por los métodos de producción del momento.
La historia económica de la humanidad da cuenta de una creciente escisión entre los productores y los medios de producción. A lo largo de la historia humana puede estudiarse ese proceso de separación. Hablamos del surgimiento y desarrollo de la propiedad privada y del Estado. Este proceso lleva a que quienes producen todos aquellos bienes necesarios para el sostenimiento de la sociedad pierdan la propiedad sobre sus medios productivos. El campo no ha estado exento de ello, incluyendo la formación de clases sociales, y en el modo de producción capitalista alcanza su expresión más desarrollada.
Inglaterra es un ejemplo clásico para mostrar este fenómeno. Durante los siglos XVI y XVII grandes masas de campesinos fueron arrancados de sus tierras por medio de la violencia y de las leyes del Estado. Al perder la propiedad sobre sus tierras, toda esa masa de campesinos despojados quedó sin ninguna propiedad productiva aparte de su propia fuerza de trabajo, “libre” para ser vendida a quien tuviera el dinero para comprarla. Toda esta masa poblacional que históricamente perdió sus tierras sería la que conformaría a la clase obrera inglesa desde finales del siglo XVIII.
En México ese proceso de despojo fue más lento y tardío. Tras la conquista, la mayoría de la población originaria fue integrada a métodos de trabajo forzado como los repartimientos o las encomiendas, en las que los conquistadores podían disponer del trabajo de la población y de sus frutos. De aquí surgirían más adelante las haciendas, tanto ganaderas como agrícolas, que se especializarían de acuerdo con la región en producción de maíz, azúcar, henequén, agave y otros productos.
Un parteaguas en el proceso de despojo fue un conjunto de leyes liberales que tuvieron su auge a mediados del siglo XIX, entre las cuales podemos ubicar la Ley Lerdo, con la que se buscó despojar tanto a la Iglesia como a los pueblos originarios de sus tierras. En la península de Yucatán también fueron promulgadas leyes para el despojo masivo de la población maya. No es casualidad que durante ésta época se haya disparado el número de haciendas y de campesinos acasillados en ellas. Gran parte de la riqueza acumulada por la burguesía durante el Porfiriato fue gracias a esos despojos.
Serían las duras condiciones de explotación por medio del peonaje en las haciendas las que empujarían al campesinado mexicano a la lucha armada contra sus explotadores a principios del siglo XX. Entre las principales demandas de las masas campesinas estaba la restitución de sus tierras. Estas demandas quedaron plasmadas en la Reforma agraria de 1917, aunque su implementación iniciaría hasta el gobierno de Lázaro Cárdenas. Cabe mencionar que las masas campesinas lideradas por Emiliano Zapata y Francisco Villa fueron cruelmente perseguidas y derrotadas por el Ejército Constitucionalista al ver la fuerza que tenían. Al finalizar la contienda armada, no fue el campesinado mexicano quien tomó el poder sino una naciente burguesía con ansias de apoderarse del Estado para favorecer su acumulación de capital. El hecho de que las demandas del campesinado fueran incluidas en la Constitución expresa la fuerza que tenía el campesinado como sector social y que obligó a la burguesía triunfante a realizar concesiones para mantenerse en el poder.
De cualquier manera, la implementación de la reforma agraria demostraría el carácter burgués de la política del Estado mexicano. Las tierras fueron repartidas de una manera desigual, destinando aquellas de mayor extensión y con mejores condiciones a propietarios privados, y quedando el campesinado con los terrenos menos favorables para el cultivo. Conforme pasaron los sexenios el proceso de restitución de tierras se frenaría y la burguesía en el poder buscaría la forma de volver a convertir las tierras repartidas en propiedad privada. Estos esfuerzos se materializarían con las reformas de 1992, que abrieron el camino a la privatización de tierras ejidales. Si bien los despojos de tierras jamás se detuvieron, a partir de ese año se han disparado en todo el país. Sobre esas tierras despojadas se han levantado fábricas, mansiones, asentamientos urbanos, complejos turísticos, centrales energéticas y grandes proyectos de infraestructura gracias a la unión indisoluble entre el Estado burgués mexicano y los grupos monopólicos. La separación de los productores de sus medios de producción continúa hoy de formas más agresivas que antes.
El campo ha sido abandonado por el Estado en cuestión de los recursos invertidos para permitir a las familias campesinas adquirir insumos, herramientas de trabajo y semillas. Las familias campesinas se enfrentan con cada vez más dificultades para producir los alimentos que les dan sustento. Es por eso que ante la imposibilidad de cultivar y/o de cosechar lo suficiente, la propia población campesina ha visto en la venta de sus tierras una manera de conseguir el dinero que necesita para continuar subsistiendo. La consecuencia ha sido, al igual que la Inglaterra del siglo XIX, la incorporación de esas masas despojadas al trabajo asalariado. El Estado, en su carácter de burgués, a quienes ha beneficiado ha sido a los grandes monopolios y a los burgueses en general. Es la gran agroindustria la que ahora se hace cargo de una parte importante de la producción agrícola en el país, empleando a jornaleros en condiciones deplorables. De la misma manera, se ha impuesto un férreo control sobre las semillas para el cultivo, que en su mayoría también son controladas por los grandes capitales. Por otra parte, los programas de apoyo al campo favorecen más bien a quienes ya tienen un capital (o sea, burgueses de variado tamaño), dotándoles de sistemas de riego, transportes, y facilitando el crecimiento de sus propiedades.
A mediados del siglo pasado, una gran parte de la población mexicana sustentaba su vida en el campo. El proceso de conformación de las clases fundamentales en el campo tenía un nivel de avance menor. Era más la población que tenía el control sobre sus tierras mediante la figura del ejido. Hoy en día, la gran mayoría de la población vive no de lo que produce en su unidad familiar o comunitaria sino de la venta de fuerza de trabajo, es decir, del trabajo asalariado. Solamente en algunos estados del país el campesinado existe aún como un sector relevante de la población (Chiapas, Veracruz, Oaxaca, Puebla, Michoacán, Estado de México). En estados como Yucatán, especialmente en los municipios más cercanos a Mérida, lo que persiste son más bien ejidatarios ya mayores que practican la milpa y el cultivo de hortalizas de traspatio en algún grado pero que no tienen realmente una producción significativa. Algunos producen hortalizas para la venta en los mercados, pero la mayoría de la población rural está conformada por trabajadores asalariados que desempeña su labor fuera de sus lugares de origen. El sector industrial y el de la construcción en Mérida están llenos de trabajadores que se mueven todas las semanas o incluso todos los días entre la capital y sus pueblos.
En la Península de Yucatán encontramos al estado de Campeche como uno de los principales productores de alimentos debido a las agroindustrias que ahí existen. Son estos grupos monopólicos a quienes el Estado, en sus tres niveles de gobierno, busca favorecer. A su beneficio responden proyectos de infraestructura como el Tren Maya, que busca aumentar la circulación mercantil para incrementar las exportaciones de estos sectores de la burguesía.
Los ataques a la población campesina, además de los despojos amparados por el gobierno, se presentan también bajo la represión, la persecución y la reducción del presupuesto a las Normales Rurales. No hay sector del estudiantado más perseguido en México que el de las normales rurales. Así lo atestiguan crímenes como el de Ayotzinapa, sin contar a todos los estudiantes normalistas que son desaparecidos, torturados, reprimidos y asesinados cotidianamente, incluso bajo el gobierno de la 4T.
Los comunistas tenemos clara la necesidad de la lucha por la defensa de los intereses del campesinado, por la mejora inmediata de sus condiciones de vida. A la Juventud Comunista, especialmente en el trabajo estudiantil, le corresponde construir la alianza con los estudiantes normalistas. Nos corresponde también la organización de la juventud que trabaja en el campo para la defensa de sus derechos laborales. Miles de jóvenes, incluso menores de edad, laboran en todo tipo de sembradíos en condiciones de miseria. También debemos desenmascarar y denunciar el carácter burgués de las políticas del Estado en el campo, que buscan favorecer a la burguesía para perjuicio de la población trabajadora.
En el ámbito rural también existe una fuerte presencia del crimen organizado. Ante las condiciones de precariedad que prevalecen en esos contextos, los cárteles inducen el consumo de drogas entre la juventud, a quienes se termina reclutando como dealers o directamente como sicarios. Tanto los cárteles como las fuerzas armadas mexicanas (Ejército, Guardia Nacional, policías) toman parte en la distribución de drogas y la ejecución de todo tipo de crímenes en las comunidades. Junto a los cárteles, las propias fuerzas armadas se encargan de reclutar y envenenar e la juventud bajo promesas de éxito y estabilidad laboral. Es por eso que históricamente el grueso de las fuerzas armadas tiene un origen rural. Nuestra lucha por la defensa de la juventud en el campo también va de la mano con el combate a la influencia del crimen organizado y del Estado.
Ante todo, los comunistas no olvidamos que el campesinado está atravesado por una situación de clase. El campesinado tampoco es homogéneo en su composición social. Es decir, en el campo no predomina una igualdad prístina sino una estratificación social compuesta esencialmente por burgueses y proletarios. Existen campesinos que son grandes propietarios (de tierras, de cenotes, de restaurantes, de hoteles, etc.) y que explotan a otras personas de la comunidad; hay campesinos que tienen tierras que trabajan junto a su familia y que les permiten un sustento; y hay también campesinos que no tienen tierra y que viven trabajando para otros campesinos o directamente para empresas. Lenin se refería de esta forma a los campesinos ricos, los campesinos medios y los campesinos pobres. A los comunistas no nos interesa trabajar con explotadores, con campesinos burgueses. A quienes nos interesa organizar es a los campesinos pobres y medios.
Tampoco está de más señalar que ejidatario no es sinónimo de campesino. Por ejidatario entendemos un usufructuario de un terreno comunal. En esas tierras puede realizarse todo tipo de actividad, aunque principalmente, agricultura, apicultura, pesca y ganadería. Al hablar de ejidatarios solamente podemos entender que se trata de personas con derechos sobre una tierra comunal, pero nada podemos inferir sobre su situación particular. Se trata, ante todo, de una categoría, que puede llevar al absurdo de englobar a grandes empresarios que de alguna manera logran adquirir esos derechos (por ejemplo, Fernando Ponce, dueño de Bepensa, que es ejidatario en Holbox).
Finalmente, cabe mencionar que las comunidades no son entes aislados unos de otros. Existe una relación de interdependencia entre el campo y la ciudad. Los comunistas aspiramos a un mundo en el que la juventud tenga todas las oportunidades para desarrollarse académica, profesional y culturalmente, sin importar si vive en el campo o la ciudad. Esto solo puede lograrse mediante la lucha organizada y conjunta entre la población trabajadora de las comunidades rurales y la de las ciudades. Es por eso que los comunistas debemos tener un trabajo activo tanto en el campo como en la ciudad y buscar la conjunción de las demandas.