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Las elecciones en México

Las elecciones en México

Héctor Maravillo

 

Miembro del CC del PCM y encargado de la

sección de formación política de la FJC.

Texto incluido en El Machete no.6.

 

Introducción

 

Para el próximo 7 de Junio del presente año están planteadas las elecciones intermedias en nuestro país; que significarían la renovación de la mitad de los gobernadores y de la Cámara de Diputados, así como alcaldes y diputados locales de algunos estados. Los 10 partidos políticos a nivel nacional, más los locales y los candidatos independientes, se aprestan para competir en estas elecciones, probar su fuerza, conservar el registro y engullir los más de 5 mil millones de pesos correspondientes.

 

Porcentaje de abstención por distrito electoral 2015 La base de la democracia se levanta contra esta, derrumbando su mito. [1]  En medio del ruido y la fiesta electoral, aparecen los rostros y las voces de los campesinos pobres y el proletariado de la educación de Guerrero, negándose a continuar con esa farsa; frente a ellos los militares, los funcionarios, los partidos y los empresarios cierran filas amenazando que por cualquier medio habrá elecciones en México. Por fin, la democracia se presenta totalmente desnuda, abiertamente como lo que es, una dictadura de clase. Las clases sociales aparecen a escena y comienza a delimitarse el campo de batalla.

 

 

La democracia burguesa y las elecciones

 

Para entender la situación política de nuestro país, y en particular, las vicisitudes respecto a su “democracia” y las elecciones, debemos empezar por entender cuál es su papel en la época actual. Partimos del hecho de que nuestra época se encuentra determinada por el imperialismo, como fase última y en descomposición del capitalismo, siendo su rasgo fundamental la sustitución de la libre competencia por el monopolio. Debido a que las relaciones políticas y jurídicas se encuentran determinadas por la estructura económica, la forma y el papel que cumpla la “democracia” en determinado periodo responderá al desarrollo de las relaciones de producción.

 

Cuando la burguesía irrumpió en la historia y conquistó el poder político, mediante una serie de revoluciones (Inglaterra, Francia y Estados Unidos) se vio en la necesidad de presentar sus intereses de clase como intereses generales de la nación, como la “voluntad del pueblo”,[2] a través del parlamentarismo, ya sea en su forma más desarrollada de república parlamentarias o representativa o como monarquía parlamentaria. A diferencia de otros modos de producción, como por ejemplo el feudalismo, donde se recurría a la ideología religiosa o la coacción política para asegurar la dominación; en el capitalismo, la necesidad de la libertad mercantil (de vender y comprar mercancías sin restricciones, incluida la fuerza de trabajo) y la “igualdad de condiciones” económicas, en el plano político se vio traducido en la igualdad jurídica de las personas. Así la dominación de la burguesía, en el plano ideológico partía por proclamar a todo miembro del pueblo, sin atender a sus diferencias (de nacimiento, de estado social, de cultura, ocupación, o religión) como coparticipe por igual de la soberanía popular, dejando que la propiedad privada actúe a su modo y haga valer su naturaleza especial (Marx, 1967: 23). Aunque en el plano político la historia ha enseñado que ninguna clase oprimida pudo implantar su dominación sin un periodo de dictadura que implique la conquista del poder político y la represión violenta a la resistencia opuesta por los explotadores (Lenin, 1973: 34).

 

Pese a la necesidad general de la burguesía de presentar a todas las personas como ciudadanos con igualdad jurídica y política, desde un inicio se mostraba su carácter de clase. Por ejemplo, las revoluciones burguesas del siglo XVIII, como la francesa, la inglesa o la estadounidense, establecieron el sufragio censitario, que implicaba que sólo una parte de la población: la que poseía determinada cantidad de propiedades o dinero, o la que contaba con determinado grado de instrucción. Por ese medio, la clase obrera se vio apartada de las elecciones hasta mediados del siglo XIX, y la población negra en Estados Unidos, los pueblos indios en Latinoamérica, y las mujeres en todo el mundo, hasta el siglo XX. Sólo a consecuencia de la movilización social, es decir, como resultado de la lucha de clases, el sufragio se volvió universal.

 

Es en este periodo de desarrollo económico del capitalismo y ascenso político de la burguesía, la clase obrera y los partidos obreros y socialdemócratas de la I y II internacional participaron en las elecciones y los parlamentos con una acción orgánica. En el primer caso para fines de agitación, y en el segundo para introducir reformas dentro de los marcos del capitalismo. El auge del movimiento obrero, dirigido por los partidos socialdemócratas de la II internacional, fue el principal impulsor de los cambios democráticos en Europa que llevaron al sufragio universal, y que ayudaron de sobremanera al sufragio femenino. En esos momentos se consolidó el parlamentarismo como la forma democrática de la dominación burguesa. En ese sentido, puede decirse que durante la época del capitalismo en asenso el parlamentarismo jugo trabajó en cierto modo por el progreso histórico.

 

Sin embargo, a finales del siglo XIX y principios del siglo XX el capitalismo llegó a su última fase, a su etapa imperialista, en la que aún nos encontramos. Esa etapa significó para el capitalismo la pérdida de su estabilidad relativa y el paso hacia la sociedad socialista, por medio de las revoluciones proletarias. En este contexto, es que la democracia burguesa llegó a su estado más desarrollado, donde paradójicamente se niega más completamente a sí misma. Al llegar a su punto más desarrollado y más puro, la democracia burguesa y el parlamentarismo burgués, erran necesaria e indefectiblemente en su objetivo de representar la soberanía popular, la “voluntad de todo el pueblo”, mostrándose una y otra vez, ante cada momento álgido de la lucha de clases, como instrumentos de coerción y opresión de una clase sobre otra. Como se explicaba en la tesis “la democracia burguesa y la dictadura del proletariado” del I Congreso de la Internacional Comunista:

“Los marxistas han dicho siempre que cuanto más desarrollada y “pura” sea la democracia, tanto más abierta, ruda e implacable será la lucha de clases, tanto más “puras” serán la opresión del capital y la dictadura de la burguesía. (…) en las repúblicas más democráticas imperan en la práctica del terror y la dictadura de la burguesía, que se manifiestan abiertamente cada vez que los explotadores creen que se tambalea el poder del capital” (Lenin, 1973: 34. Subrayado propio).

 

Pero entre más se desarrolla la democracia no sólo se vuelve más abierta la lucha de clases, sino que se perfeccionan los mecanismos por los cuales las masas, siendo iguales ante la ley, son desplazadas en la práctica de la intervención en la vida política y el disfrute de los derechos y las libertades democráticas. La democracia se convierte únicamente en el derecho delas clases oprimidas a decidir una vez cada varios años que miembros de la clase dominante han de “representar y aplastar” al pueblo en el parlamento (Lenin, 1973: 34). En el imperialismo, el parlamento y las elecciones se convierten en instrumentos de la mentira, el fraude, la violencia. La “esencia del proceso democrático” es servir de “ingeniería del consenso” basado en la “manipulación consciente e inteligente de los hábitos y opiniones establecidos de las masas”, según las palabras de Edward Bernays en 1949, padre la industria de las relaciones públicas (Chomsky).

 

En la época actual el parlamento (y su base electoral) se han convertido en instrumentos de la mentira, del fraude, de la violencia, de la destrucción, de los actos de bandolerismo. Estamos en una época donde se niega la estabilidad relativa del capitalismo (crisis) y la duración indefinida del régimen, y donde la tarea es preparar la “sublevación proletaria que debe destruir el poder burgués y establecer el nuevo poder proletario”. En estas circunstancias

“Para los comunistas, el parlamento no puede ser actualmente, en ningún caso, el teatro de una lucha por reformas y por el mejoramiento de la situación de la clase obrera, como sucedió en ciertos momentos en la época anterior. El centro de gravedad de la vida política actual está definitivamente fuera del marco del parlamento.” (Lenin, 1973: 174).

 

Por lo tanto, el Partido Comunista sólo puedo admitir la utilización en el parlamento y la participación en las elecciones de forma exclusivamente revolucionaria, “no para dedicarse a una acción orgánica sino para sabotear desde adentro la maquinaria gubernamental y el parlamento”. Las instituciones gubernamentales burguesas sólo deben utilizarse a los fines de su destrucción. (Lenin, 1973: 177). La acción parlamentaria debe consistir en usar la tribuna con fines de agitación revolucionaria; las campañas electorales no deben ir en el sentido de obtener mayor número de parlamentarios sino de movilizar a las masas bajo las consignas de la revolución proletaria.

 

La lucha por la democracia, toma así diferentes sentidos de acuerdo a la situación concreta en la que se enmarca. En la época del capitalismo y el movimiento obrero ascendente, cuando aún existían monarquías y regímenes no parlamentarios en muchos países, la lucha por las conquistas democráticas dentro del capitalismo era el primer paso del movimiento obrero. Se buscaba que la lucha de clases se desarrollara plenamente y para ello era necesario destruir todas las barreras innecesarias; como en la guerra, no se rehuía al combate, sino se buscaba salir a campo abierto para desplegar al ejército proletario plenamente. En la época del imperialismo, la situación cambia radicalmente: la república parlamentaria se convierte en el régimen predominante de todos los países capitalistas, y a través de esa forma de gobierno, se desarrolla la lucha de clases en su forma más pura. En esta situación la lucha por la democracia por el proletariado sólo puede significar una cosa: la lucha por destruir la democracia burguesía y construir un nuevo tipo de democracia, la democracia socialista. En otras palabras, la lucha por la democracia, en tiempos del imperialismo, para la clase obrera y su Partido, sólo pueden significar la toma revolucionaria del poder y la construcción de la dictadura del proletariado. Aún en el caso que la lucha de clases desembocara en regímenes no democráticos (claramente en el sentido de democracia burguesa), como el fascismo u otro tipo de dictaduras, la lucha por la democracia debe estar indisolublemente ligada a la construcción de un nuevo tipo de democracia. La socialdemocracia al plantear la cuestión únicamente como defensa a ultranza de las formas de democracia burguesa, pecan de ingenuidad unas veces y de vil traición en otras, al hacer creer a las masas que la burguesía renunciará voluntariamente al poder, sin oponer resistencia, y a estar dispuesta a someterse a la mayoría de los trabajadores, “como si no hubiese existido y no existiese ninguna maquina estatal para la opresión del trabajo por el capital en la república democrática” (Lenin, 1974: 35)

 

No basta con explicar el carácter de clase de la democracia, y el papel de la democracia burguesa en el imperialismo; hace falta mostrar esta realidad a partir del análisis de la democracia en México. No se trata de confirmar o justificar la teoría, sino de aplicarla al análisis concreto y obtener las consecuencias prácticas de ello. Como afirmaba Lenin “el principio fundamental de la dialéctica es: no hay verdad abstracta, la verdad siempre es concreta”.

 

 

EL DESARROLLO DE LA DEMOCRACIA EN MÉXICO

 

La democracia durante la hegemonía del PRI

 

La Revolución Mexicana trajo consigo un régimen político relativamente estable de más 90 años, donde pese a asonadas militares a principios del siglo XX y el desarrollo de la lucha de clases durante todo ese periodo, nunca se rompieron sus instituciones “democráticas”. A diferencia del siglo XIX en México y los golpes de Estado en Sudamérica durante el siglo XX, México se ha caracterizado por mantener una estabilidad institucional. La causa de esta “santa calma casi absoluta”, como diría Arturo Gámiz y Pablo Gómez, ha sido la transformación de México en un “país capitalista en acelerado desarrollo”, base de la hegemonía burguesa y de lo que “posiblemente es la oligarquía más poderosa de América Latina” (Cfr. Gámiz y Gómez, 1965: 14 y 17).

 

El fin de la revolución mexicana significó el triunfo del grupo de Obregón y Calles, quienes representaban “los intereses de la burguesía que planteaba entrar a la fase de concentración y centralización del capital utilizando la economía estatizada como palanca”, frente “a la División del Norte de Francisco Villa y Emiliano Zapata con el ejército Libertador del Sur, representando a los pueblos indios, campesinos, jornaleros agrícolas, peones del campo y la ciudad, ferrocarrileros y mineros” (PCM, 2014). Pero la llegada al poder del Grupo de Sonora también significa su triunfo sobre los hacendados, el clero y la burguesía pro imperialista del porfiriato. El resultado de la revolución mexicana fue la imposición del proyecto de nación de la burguesía nacional, representada por el ejército constitucionalista y sintetizado en la Constitución de 1917.

 

La situación económica posrevolucionaria, luego de una guerra civil de 10 años, era de un capitalismo débil. Pese a los esfuerzos del gobierno de Porfirio Díaz y Benito Juárez de desarrollar el capitalismo mexicano en su fase premonopolista y crear un mercado nacional unificado, a partir del intenso flujo de capitales y la construcción de vías férreas; la industrialización se encontraba desarrollada sólo en algunos enclaves, predominaba la gran propiedad terrateniente y el país se encontraba aún bastante regionalizado. Esa debilidad intrínseca del capitalismo obligó a la burguesía nacional a crear un sistema de compromisos con los grupos burgueses más cercanos al capital inglés y norteamericano y los terratenientes, para poder consolidar su dominación y asegurarse el control de toda la economía del país (Cfr. Gramsci, 1981: 228). En la superestructura política esto se expresó en la conformación del partido de la revolución vinculado al poder estatal, donde confluían los diversos grupos vencedores de la revolución y asimilaban a los caudillos locales, controlando y repartiéndose en su seno la administración del Estado. Por otro  lado, “la correlación de fuerzas al término de la revolución impuso un contenido democrático y progresista” al Partido y el Estado posrevolucionario, lo cual nunca negó “el carácter de clase del Estado mexicano” (PCM, 2014). El reflejo espiritual de esta situación fue la llamada ideolog%