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Los últimos años del PCM

Federico Piña Arce

 

La represión y la posibilidad de una nueva revolución.

Aún sonaba en las calles de la ciudad de México el vibrar de las botas militares y los gritos de guerra de los “Halcones” cuando los sectores populares comenzaron a sentir el fin del “sueño de la Revolución Mexicana”. El llamado “desarrollo estabilizador” terminaba en medio de la sangre de cientos de mexicanos y los primeros signos de la descomposición del sistema se asomaban. Eran los fines de la década de los sesenta y principios de los setenta.

El Partido Comunista Mexicano (PCM), principal e histórica organización de izquierda en ese momento, sufría el embate de la furia represora de un sistema que se habría sin descaro a los brazos del capital monopolista. Se recomponían las élites privadas fungiendo sin rubor como socias menores del nuevo poder que ya se cernía sobre el mundo, el poder de los monopolios.

Cientos de luchadores sociales, comunistas, socialistas, sin partido, estaban o bien en las cárceles de todo el país, bien en los panteones legales y los ilegales, bien remontados en la sierra o escondidos en casas de seguridad de las ya populosas ciudades del país, como Guadalajara, Monterrey, Ciudad de México, Culiacán, etc.

La plaza de Tlatelolco, primero, gran plaza de los sacrificios ancestrales y nuevos y el Jueves de Corpus, después, arrojaron a cientos, miles de jóvenes a la lucha. Desde diferentes trincheras, tanto en el campo como en la ciudad, surgían decenas de grupos y organizaciones sociales, muchas con síntomas de descomposición prematura, pero valientes y con claro horizonte labrado a base de metralla, macanas y sangre, el ideario socialista alumbraba los múltiples caminos que los jóvenes trazaban con alegría y desinterés.

Las estructuras organizativas del PCM estaban prácticamente desmanteladas. La clandestinidad, impuesta por la represión del régimen, represión con la que se justificaban las matanzas: “la intromisión del comunismo extranjero a través del Partido Comunista, que ha envenenado la mente de nuestros muchachos”, parloteaban las élites, desarticuló lo que se venía armando, si bien tibiamente, desde principios de los años sesenta.

Una nueva dirección política con cuadros provenientes de los últimos movimientos de masas: ferrocarrileros, maestros, médicos se estructuraba a caballo de una crisis social y económica, cuyas dimensiones no estaban, del todo, en el radar de las investigaciones de los analistas del partido, aunque cuadros de la UNAM (Semo y otros) iniciaban, a través de revistas y artículos, el análisis de la crisis que se avecinaba.

Como producto de la crisis del sistema, los jóvenes post 68 y 71 que tenían en los oídos y la retina los relámpagos de las luces de bengala y los kendos, despertaban a la conciencia de que sólo la lucha organizada, desde la trinchera que fuera, se abría como única posibilidad para cambiar las cosas en el país. Y sí, así de nebuloso, “cambiar las cosas” se presentaba el panorama para los jóvenes de la década de los setenta. Si bien sus hermanos mayores habían llenado las calles, plazas, jardines y escuelas con sus gritos su rebeldía, sus demandas y consignas ahora sonaban débiles ante la respuesta que sufrieron por parte del sistema, hacía falta algo más que reformas y la “profundización” de la revolución mexicana.

Al no existir una estructura de organizaciones socialistas o de izquierda, los jóvenes buscaban crear las suyas propias. Circulaba entre las mentes más destacadas de entre ellos, la idea de que el PCM no era una opción válida. Fundamentaba esta idea el hecho, vago y nunca comprobado de que la dirigencia del PCM había “negociado a espaldas de los estudiantes” con la autoridad el regreso a clases después de la masacre del 2 de octubre. Así como los años de obscuridad en los que el PCM parecía no existir, o sólo hacerlo a través de nombre y figuras (Campa, Othón Salazar, etc.)

Los jóvenes de entonces querían algo más que una organización, oficinas, vehículos, salarios, querían La REVOLUCIÓN. Y ni el PCM, con su programa anquilosado en el discurso de la continuidad de la Revolución Mexicana “hasta sus últimas consecuencias” y lucha por la liberación nacional, ni mucho menos el Partido Popular Socialista (PPS) arrodillado ante el sistema, “satélite” del Partido Revolucionario Institucional (PRI), arrastrando abyectamente la palabra “socialista” de su nombre, gritando como el más entusiasta corifeo del régimen la “intromisión extranjera en nuestro país”, tampoco las pequeñas organizaciones trotskistas, enfrentadas permanentemente entre ellas, representaban los anhelos radicalizados de la juventud de los setenta.

El surgimiento de varias organizaciones que reivindicaban la lucha armada como el verdadero camino hacia la revolución socialista, emulando las hazañas de los cubanos, pero sobre todo levantando el ícono fotográfico del Che Guevara, marcaban con sello de fuego y sangre el destino de cientos de hombres y mujeres que se preparaban para el combate final.

 

Los estudiantes:  ¿ “los nuevos sujetos de la historia”?

Durante finales de la década de los cincuenta y principios de los sesenta fueron los cuadros dirigentes de los movimientos de trabajadores quienes engrosaron las filas y dieron un nuevo contenido a la dirección del PCM. Sin embargo, es preciso tener en cuenta que estos dirigentes de masas representaban sobre todo a sectores de clase media. Los médicos y los maestros sólo se movilizaron en la capital, con contadas excepciones de algunas ciudades de provincia. Excepto el caso de los ferrocarrileros, obsérvese con atención la composición social de los movimientos de médicos y maestros, trabajadores, asalariados sí, pero con cierto estatus clasista.

Los sectores antes mencionados se movilizaron por reivindicaciones económicas, por las reformas al sistema de salud, por la libertad sindical, pero hasta ahí, siempre en los marcos del sistema. Reivindicando la “continuación” y “profundización de la “revolución social de 1910”, como decían en sus escritos y consignas. No es extraño entonces que el PCM mantuviera en su programa la consigna de llevar la revolución mexicana “hasta sus últimas consecuencias”, como se mencionó anteriormente.

Pero ahora, surgía en el escenario un nuevo sector. El movimiento estudiantil pasó a ocupar su lugar en la historia. Quienes formaron los grupos armados, las nuevas organizaciones de izquierda, los nuevos grupos socialdemócratas, provenían tanto de las movilizaciones del 68 como de las del 71. El radicalismo de los jóvenes provenía de su rebeldía ante una sociedad hipócrita, conservadora, represiva. Y encontró en las movilizaciones, primero y en la organización de grupos después, la salida a esa rebeldía.

El gobierno de Luis Echeverría, leyendo correctamente la radicalización juvenil y ante la inexistencia de mecanismos de control del sistema hacia este sector, optó por “abrir” espacios, no sin antes dar un manotazo sangriento: el “Jueves de Corpus”, es decir “el halconazo”, utilizando a grupos de jóvenes y ensayando los nuevos aparatos de control que desarrollaba el gobierno y el sistema en su conjunto.

Luis Echeverría, en la dinámica referida, comenzó a dejar en libertad a los líderes del 68, así como a los dirigentes del PCM presos antes, durante y después del movimiento. La dirección del PCM, al analizar la coyuntura y leer la radicalización de la juventud, en la que el PCM era visto con mucho recelo, por su burocratismo y ausencia de programa revolucionario, tomó dos medidas. La primera, la renovación de su Comité Central y su Buró Político (después llamada Comisión Ejecutiva), incorporando a él a cuadros del movimiento estudiantil.

La segunda, más trascendental, pero de coyuntura, fue la de estructurar un nuevo programa político. Para llevar a cabo ambas líneas de acción, la dirección del partido llamó a la realización del XVI Congreso. En él se concretó la nueva dirección, con cuadros de los tres movimientos de masas (ferrocarrileros, médicos y maestros) y añadiendo a miembros del movimiento estudiantil y sobre todo a cuadros provenientes de las Universidades, destacadamente de la UNAM.

Asimismo, durante el XVI Congreso se adoptó un nuevo programa, programa que reivindicaba la necesidad de una nueva revolución, una revolución socialista. Dejando atrás su discurso nacionalista, el PCM se ponía un ropaje a la altura de la coyuntura. Había que volverlo atractivo a los ojos de los jóvenes, en este caso no necesariamente estudiantes, pero con énfasis en ellos. El partido nos convocaba a luchar por una nueva revolución socialista y democrática… a ver, a ver, cómo ¿“socialista y democrática”?

¡Claro!, ¿qué no los estudiantes se han movilizado por conseguir derechos democráticos, como el de reunión, manifestación, prensa, la libertad sindical?, bueno, recogemos estas reivindicaciones y les damos un contendido “de clase”, las revestimos con un poco de marxismo, algo de leninismo, pero no tanto ¡eh! y ya está, tenemos un programa que habla de una nueva revolución socialista y con ello buscamos atraer a los sectores más radicalizados del movimiento estudiantil y de los jóvenes en general. Es decir, el énfasis fundamental de la estrategia del PCM se centró en dos objetivos: reconstruir al partido y hacerlo atractivo a los jóvenes radicalizados. Es importante tomar nota de esto último: radicalizados, no con conciencia de clase.

Algunas universidades (las de Sinaloa, Nuevo León, Puebla, Ciudad de México), pocas preparatorias y las dos “Preparatorias Populares” (Fresno y Tacuba) surgidas, éstas últimas, a raíz del “halconazo” de 1971, se volvieron activos laboratorios para descubrir teorías y formar cuadros para la revolución. En las prepas populares la disputa ideológica vivía su punto más álgido, pero el PCM estaba ausente en ella. En las universidades, sobre todo los maoístas, los guerrilleros, los troskos, le disputaban espacios y cuadros al PCM, y en la “populares”, los “maos”, los “guevaristas”, los troskos, incluso pequeños grupos de jóvenes del PPS dominaban, aunque la preponderancia en ellas era la línea “guevarista” la que atraía con mayor entusiasmo a los estudiantes.

Poco a poco, a pesar de la dirección nacional del PCM, se fue conociendo en las escuelas, el nuevo programa del partido. Quienes veíamos que el camino de la lucha armada aislada del movimiento obrero era un camino equivocado, buscábamos alguna forma de organización que nos permitiera llegar a los grupos de trabajadores que se aglutinaban en los corredores industriales cercanos a la capital. En las huelgas de los cordones industriales de Naucalpan, Tlalnepantla, Ecatepec, etc., convergíamos todos, grupos organizados, activistas individuales, incluso había presencia de grupos armados, que, aunque clandestinos, dejaban huellas para nosotros y obviamente para los servicios de seguridad del Estado.

Reconstruir al partido para la toma del poder

Los activistas y los miembros de las incipientes organizaciones, teníamos una vaga idea del significado de la lucha por el socialismo. A pesar de que durante el gobierno de Echeverría se dio un “boom” de libros de marxismo y socialismo, ya que en todas las librerías podíamos encontrar libros de Marx, Lenin, etc., los leíamos sin método, sin orden, sabíamos que en Cuba se había librado una revolución y que la isla caminaba hacia el comunismo.  Bueno, eso creíamos. Platicábamos acerca del poder obrero en la URSS, pero poco sabíamos del proceso que en ese momento se vivía. Aunque conocíamos la historia de la revolución rusa por las polémicas encendidas, radicales, a veces dirimidas a golpes contra los “troskos” y los “maos”, a quienes acusábamos de traición, para “fundamentar” esas acusaciones leíamos lo que había de esa historia, pero lo hacíamos más como un esfuerzo individual que colectivo.

Después de un tiempo de buscar ingresar al PCM, en 1973 logré hacer contacto y pedí de inmediato mi afiliación a él. En ese momento el partido carecía de estructura en la Ciudad, existían algunos organismos de base (células) en la UNAM, pero en el territorio no había forma de militar. El camarada con el que platiqué acerca de mi afiliación me dio media docena de “Revistas de América”, que era una publicación del PCUS (Partido Comunista de la Unión Soviética) para América Latina y me vendió un ejemplar de las tesis preparatorias para el XVI Congreso. Leí, diría devoré, las tesis y encontré lo que buscaba: el partido hablaba de una revolución, incluso violenta, una revolución socialista. Sí, me topé con las palabritas “y democrática”, pero por el momento no me importó mucho, lo importante es que el PCM hablaba de una nueva revolución, una revolución socialista.

Durante la campaña electoral de 1975-76, con Valentín Campa como candidato del PCM sin registro y apoyado por una alianza con, entre otros, la “Liga Socialista”, ¡una organización trotkista!, me incorporaron a una brigada que hacía trabajo de propaganda en las entidades cercanas a la Ciudad de México: Hidalgo, Puebla, Estado de México, Morelos. Al término de la campaña, en donde sólo el PRI presentó candidato, entré a la UNAM a la aún Escuela de Economía y regresé a la Prepa Popular de Tacuba como maestro. El clima radical prevalecía en ella, pero como producto de la campaña electoral y la participación en ella del PCM, estudiantes y maestros estaban más receptivos a nuestros mensajes.

Logré formar una célula y decidimos trabajar, solos, sin el apoyo del partido todavía, en una zona de fabricas de papel que se ubicaban en el territorio en el que vivíamos la mayoría de los miembros de la célula. Nos enteramos, así, “nos enteramos”, de que el partido se estaba organizando territorialmente en regiones llamadas “Secciones” y que nuestra célula estaría adscrita el “Seccional 5”. Nos dimos a la tarea de formar células con apoyo de algunos miembros de lo que luego supimos era la dirección del partido en la Ciudad de México, pero que se denominaba del “Valle de México”, porque abarcaba algunos municipios conurbados a la capital, como Naucalpan, Ecatepec, etc.

Pronto logramos estructurar una dirección seccional que abarcaba las delegaciones que se encuentran al sur de la ciudad (Xochimilco, Tlalpan, Contreras, Milpa Alta, Coyoacán, Álvaro Obregón y también se incorporó a la delegación de Iztapalapa, aunque está no se encuentra al sur, sino al oriente) y entramos en contacto con toda la estructura del partido en la región, así como con algunos miembros del Comité Central, e incluso de la Comisión Ejecutiva. En el Seccional 5, durante 1977 y hasta la desaparición del partido en 1981, logramos estructurar cerca de 15 células y habíamos reclutado a más de 300 miembros.

Hasta aquí cómo estaba la estructura del partido, posterior al “halconazo”, la liberación de los presos del 68, la recomposición de la dirección nacional y la celebración del XVI Congreso, en donde se aprobó la línea de una nueva revolución, ésta socialista y “democrática”. En 1977, el partido celebró su XVII Congreso, cuya composición y lugar de realización nunca nos fue informado, no cuando menos a la militancia de la sección que mencioné antes. Y ahí, “la puerca torció el rabo”. Las cosas comenzaron a cambiar, pero no sabrías sino meses después. Por lo pronto nuestra actividad se centraba en los centros industriales que había en la sección: el cordón de laboratorios sobre División del Norte; la zona fabril de Iztapalapa; con los trabajadores de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) y con los del sistema del CONALEP.

Un hecho trascendental radica en la labor de preparación de cuadros. A pesar de que el partido contaba ya con una editorial conocida (Ediciones de Cultura Popular), publicaba una revista de buen nivel y editaba folletos acerca de las obras de Marx-Engels y Lenin, no existía un trabajo cotidiano y permanente de formación de cuadros. No teníamos una publicación, folleto o boletín para informar a todos de las actividades generales, de los acuerdos, de las consignas. Todos nos movíamos con un voluntarismo atroz. Cada quien estudiaba o leí lo que quería. El periódico del partido, “Oposición”, sólo servía como vehículo de propaganda para reclutar, pero no se discutía su contenido. Existía la impresión de que todo eso era ajeno a nosotros, la militancia “de a pie”.

Sin darnos cuanta cabal, el partido comenzaba a transformarse cuando menos en la Ciudad de México. Digamos que en un mismo tiempo y espacio coexistían tres partidos en uno sólo verdadero, a saber: el partido de la “élite dirigente” y del aparato; el partido de los universitarios y el partido del resto de los miembros, esto es del territorio. Cada uno tenía su propia esfera de acción, coexistían, a veces coincidían en actos, marchas o eventos partidarios, pero siempre con dinámicas diferentes. En este proceso se habían constituido dos centros de poder, primero convergiendo, coordinándose, nutriéndose mutuamente, pero al cabo del tiempo enfrentados en una lucha de poder que culminó con la desaparición del partido.

Estos centros de poder eran el partido universitario y el partido de la dirección y el aparato. En esos dos polos se concentraban los análisis, los acuerdos, las decisiones que daban rumbo al partido. Mientras la base, es decir, el “partido territorial” seguía como hormiguita, construyendo el partido, formando células, reclutando miembros. La “línea política” que seguíamos era la que nos transmitían los miembros de la dirección, ya sea la del Valle o a veces algunos miembros del aparato o del CC. No existía política de formación de cuadros, no había espacio para el análisis y cuando intentábamos algo parecido a una “escuela seccional o regional de cuadros” el esfuerzo era boicoteado por la dirección nacional.

En el XVII Congreso se adopta la línea estratégica de buscar el registro electoral. Las menciones a una “revolución socialista” comienzan a abandonarse. De hecho, formalmente en los documentos del congreso la frase completa se sustituye por la palabra democracia. Ahora el partido ponía el acento en la lucha por las libertades políticas, por la democracia sindical, por la libertad de prensa, de reunión, etc. ¿Y la lucha por el socialismo? Las lecturas marxistas se vuelven incómodas: el vocablo “marxismo” comienza a hacerse de lado y a los marxistas nos comienzan a ver con recelo.

 

¡Ahí vienen los “euro”!

El PCM estaba entrando sigilosamente a “hurtadillas” de la militancia, en un proceso de “modernización” siguiendo el ejemplo de sus hermanos europeos. En Europa, los viejos partidos comunistas (España, Francia, Italia), entraban en un proceso de descomposición. El deslinde con la URSS y su partido el PCUS eran la punta de lanza. Surge la palabra “eurocomunismo” como sinónimo de cambio, de modernización, el PC francés decide retirar de su plataforma política las palabras “marxismo” y “leninismo”, pronto le seguirían los otros dos grandes partidos (bueno, el español no tanto).

En México, vía el “partido universitario”, llegan las lecturas del eurocomunismo. Gramsci se pone de moda como el intelectual marxista de la “convergencia”, aunque sus promotores cuidaban mucho de utilizar la palabra marxista cuando se referían a él. Se habla y escribe acerca de “gobiernos de concertación democrática”, en donde la burguesía, sus partidos (incluido el PRI) podría coexistir con partidos de la izquierda, incluido el PCM. Las pugnas al interior del partido se comienzan a producir entre el sector universitario y la dirección nacional. ¿Pero qué tipo de pugnas? Básicamente para lograr la hegemonía en el proceso de social democratización, es decir, para hablar con claridad, del proceso de derechización del PCM.

Se imponen en el partido las consignas y reivindicaciones que plantean luchar por la democratización del país. Se habla de la conquista de las libertades políticas y toda la jerga reformista totalmente en uso de los partidos, ahora sí ya definitivamente bautizados como, “eurocomunistas”. El partido universitario y sus aliados de dentro y de fuera del partido, como los intelectuales orgánicos del régimen Rolando Cordera, José Woldenberg, Aguilar Camín, etc., luchan por espacios en el CC, en la Comisión Ejecutiva, pero la “vieja” dirección (Verdugo, Chon Pérez, Unzueta, Iván García, incluso “jóvenes” como Pablo Gómez o Amalia García) no cede.

Mientras, el partido territorial, es decir los comunistas “de a pie” siguen en su tarea de “construir partido”. Sin formación, sin lecturas metódicas, incapaces de formar cuadros, mucho menos de estructurar una opinión política, porque se formaron con la idea de que quien elabora política es quien tiene formación “profesional” para leer, analizar, escribir. Y, ¿quién es capaz de esto? Pues los miembros del partido universitario sean estudiantes o catedráticos. A partir de fines del 78 y principios del 79 el partido entra en un tobogán.

Para lograr el registro electoral, máxima aspiración de los comunistas en el período, la consigna no es reclutar miembros para formar células, ¡no!, ahora es la recolección de firmas para garantizar esa nueva “conquista”, es decir el registro, que por cierto se enmarca en la lucha por la conquista de las libertades políticas, ¡qué casualidad! Los que firmen por el registro del PCM pasarán a ser “adherentes”, se habla de que la estructura de “células” ya no es funcional a los “nuevos tiempos”. Ahora se dice que había que formar comités de base, o mejor “asambleas”. ¿Y la militancia? Abnegada, sumisa, entregándose a la tarea de recolectar firmas y lo hace con una pasión conmovedora.

¿Por qué esta actitud de la militancia? Porque ante la ausencia de una política de cuadros, con la premisa de que había que prepararse en lo individual, asimismo, conforme se iba imponiendo la cultura de la lucha por la democracia, abandonando las consignas de la revolución socialista, dejando de lado las lecturas marxistas, imbuyendo en ella los textos de los nuevos intelectuales (Pereira, Cordera, Woldenberg, etc.) que argumentaban acerca de la democracia, el militante comunista era y no era. Es decir, el nuevo “militante” entraba a un partido que por nombre llevaba la palabra “comunista”, pero que, en los hechos, había abandonado esa lucha. Para esta nueva generación de miembros de este partido era “normal” luchar por la democracia, las libertades políticas, y demás consignas que alegremente esparcían los militantes del partido universitario y de la dirección nacional y el aparato.

 

¡Adiós izquierda, adiós!

El proceso fue automático, sin sangre, pacífico. Abandonar la lucha por el socialismo, dejar de ser marxistas y leninistas para lograr el registro electoral, en el marco de la lucha por la democracia, fue algo que cayó bien en la mayoría de los nuevos (y muchos viejos) militantes del partido. Un gran sector intuyó que tras el registro se escondían privilegios y “carreras políticas”, y para ellos no estaba mal, no traicionaban nada, nadie los formó como militantes revolucionarios, eran luchadores por “las libertades democráticas”.

La verdadera disputa estaba entonces en la lucha por la dirección del partido, es decir la lucha por el poder. Todo fue tener el registro para que la cara barbuda, los pantalones rotos, los zapatos gastados y la camisa luida se cambiaran por trajes, sacos, zapatos de moda. Vehículos, salarios, puestos, ésa era ahora la verdadera lucha. Para ella sí valía la pena desgarrarse, romperse. Las cúpulas se disputan al partido y la cauda de votos y militantes o “adherentes” que tenía. La composición del partido, desde su dirección hasta la base se reconfigura.

Los partidos y organizaciones de la izquierda, casi toda, incluidos los restos de los grupos armados, ya transformados en excelentes y devotos demócratas, quieren entrar al PCM. Aspiraban a ser diputados pero les produce cierta urticaria la palabra “comunista”. Suena muy fuerte para las buenas conciencias de la clase media que ahora luchan por acomodarse en sus filas, a condición de que cambie sus siglas, por algo más “moderno”. Quizá la palabra “socialismo” sea más acorde con los tiempos que corren y sobre todo bien visto por los monopolios, contentos porque se dan cuenta del cambio, lo aplauden con fervor, porque los comunistas estaban desapareciendo y el nuevo partido que se está conformando ya no es un peligro para sus intereses.

Mientras todo el trabajo en los movimientos, tanto obrero, como en el urbano popular, el campesino, incluso en el estudiantil se abandona. Sus miembros interesan a los nuevos “socialistas” más como votantes que militantes, ¡qué horror!: “militante, no, yo soy miembro, quizá hasta socialista, porque suena muy cool, pero militante, no”, es la filosofía de los nuevos reclutas.

Ahora sí conviene entrar a este partido, se puede ser diputado, presidente municipal, pero sobre todo miembro del aparato, ya que ahí están los salarios, los viáticos, los privilegios. ¿Las disputas en las élites? Sólo para buscar una tajada más grande del pastel. Los últimos reductos del marxismo-leninismo somos derrotados en el XIX Congreso, en él se acepta retirar, definitivamente, las menciones a Marx, Lenin, la dictadura del proletariado y todo lo que tenga que ver con revolución socialista y el comunismo.

Los nuevos demócratas, muchos “viejos comunistas”, lograron lo que el régimen sólo no pudo: extraer del vocabulario de la calle las palabras “comunista, socialista”, llevar la figura de la izquierda a una absurda caricatura de derecha. ¡Caray! y lo hicieron muy rápido, en una década, del 77-78, al 87-88.

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