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A propósito de los héroes y del heroísmo

Julius Fucik. Internet

 

Por Julius Fucik

En los cinematógrafos de Praga se han proyectado algunas decenas de metros de película sobre el crucero del rompehielos “Cheliuskin”. Cuando el título apareció en la pantalla, en la sala se elevó un murmullo, seguido por un tenso silencio. Transcurridos unos minutos, el film concluyó; los espectadores se levantaron, decepcionados.

–Y bien: no la pasaron tan mal como decían los diarios.

Es cierto que el film proyectado hasta ahora en Praga sólo es la primera parte, y lejos la más breve, de toda la serie de películas documentales que fueron filmadas en el transcurso de la gran epopeya del “Cheliuskin”. Aquél corresponde al periodo en que el “Cheliuskin” navegaba apaciblemente por el Océano Glacial Ártico, franqueando todas las barreras de hielo y cumpliendo su misión en condiciones totalmente normales por la vía marítima del Norte. Pero cuando se proyecte la segunda parte, la del naufragio del “Cheliuskin”, de la vida de los náufragos sobre el bloque de hielo y de su salvamento, es posible que muchos espectadores queden no menos decepcionados. Verán hundirse el barco, pero en lugar de mujeres aterrorizadas que se retuercen los brazos, en lugar de hombres que lanzan miradas obstinadas para hacer retroceder la desesperación que se apodera de ellos, verán a cien obreros transportando cuidadosa y meticulosamente cajones, bolsas y paquetes como si los llevaran a un depósito portuario. Verán extensiones heladas sin fin, pero también a un puñado de alegres jóvenes que allí mismo, sobre una superficie inmaculada, juegan al fútbol, como muchachos de los suburbios que a pesar de la nieve no renuncian a su juego favorito. Verán mujeres arrebujadas en pieles y alegremente cargadas en el avión. La hélice comienza a girar, el avión despega ¡y listo! Es el fin del vuelo heroico de Liapidievski.

¿Qué heroísmo es ese? Tú puedes sospechar, por supuesto, viendo las cejas cubiertas de escarcha y la larga barba del profesor Schmidt, que la estadía sobre el banco del hielo era levemente menos agradable que en la Riviera; pero no hay todos esos horrores que tú imaginabas según las noticias de los diarios. Incluso los momentos más dramáticos son aquí los más tranquilos, los más corrientes, los más evidentes.

¡Y decir que a eso lo han llamado heroísmo!

Hubiera sido otra cosa, hubiera sido perfecto, de haberlo realizado el cine norteamericano. Imagínate, por ejemplo: el piloto horada una espesa niebla y repentinamente se alza ante él una inmensa muralla de hielo. Aparece el rostro de la muerte. El horror se refleja en los ojos del piloto. El aprieta febrilmente las palancas, hace girar el volante, de todo su cuerpo emana el espanto de ese momento, que se contagia; y qué suspiro de alivio cuando esto termina en un “happy-end”, cuando la muralla de hielo desaparece bajo el avión, mientras el heroico piloto enjuga feliz y satisfecho el sudor que perla su frente. Podría hacerse algo mejor todavía con los pasajeros quienes verían el peligro, lanzarían gritos de terror, se desvanecerían y se acurrucarían en un rincón de la cabina, estrechándose unos a otros en un último abrazo antes de la muerte. Entonces ¡qué gran héroe sería luego aquel que les salvara la vida!

El aviador Kamanin se ha encontrado en esa situación. A su alrededor, sólo niebla, y adelante, una montaña de hielo. Si lo hubieran filmado en ese momento, no hubiesen podido registrar ni horror en sus ojos ni movimientos febriles. Los ojos evaluaban atentamente la distancia hasta el muro de hielo y la mano apretaba casi mecánicamente el timón de altura. Más que un héroe, parecía un chofer de taxi que gira a la derecha cuando el cliente se lo pide. Pero si sus actos hubieran respondido a las ideas corrientes sobre el heroísmo, si hubiese hecho cualquier cosa distinta de la que hizo, ahora tal vez sería un héroe, pero muerto. Y si sus pasajeros hubieran representado la menor escena cinematográfica de horror rompiendo así el equilibrio de su avión en lugar de quedarse tranquilamente sentados, no hubiesen tenido ocasión de comprobar que las cosas habían salido bien.

Por consiguiente, parece que el héroe verdadero no responde a las ideas generalmente recibidas a su respecto. Es cierto. Y ello ocurre porque esas ideas no se basan en la visión de héroes verdaderos, sino que derivan de las fuentes de una clase que ya no  tiene héroes, y que en su propio interés ha relegado a sus héroes del pasado al más profundo olvido. Es, también, porque esta clase inventa concepciones del heroísmo para uso corriente, que debe temer a los héroes verdaderos, y que en interés suyo debe fabricar a otros, a aquellos que necesita. Es por eso que en su sociedad, a los salvadores de vidas humanas se les dan las gracias, como máximo, mientras que las altas distinciones son conferidas a los generales.

Pero el heroísmo existe, el heroísmo no es una especie de invención, el heroísmo es algo muy positivo en la vida. Entonces, ¿qué es este heroísmo, quién es un héroe?

Un hombre se ahoga en un río rápido. Pide socorro. Una veintena de personas acude a la orilla, gritan que es terrible, que por qué nadie ayuda al desdichado, y cómo hacer para lanzarse al agua… Finalmente, uno salta al río; nada, pero la corriente lo arrastra. Se fatiga en vano. Otro corre hasta un bote, desata la amarra y salva al náufrago, tranquilamente y sin gran riesgo. Si aquí tuviéramos que elegir al héroe, deberíamos dar nuestro voto al valeroso hombre del bote. Porque él es quien, en el momento dado, ha hecho lo que debía hacerse. Sin su idea de utilizar el bote, el náufrago no hubiera sido salvado. Pero por otra parte sin esta idea el héroe hubiera sido el hombre que luchó en vano contra la corriente, aunque su acto no hubiera salvado a la persona en peligro. Lo que importa, por lo tanto, es el grado de la visión de conjunto, digamos de la toma de conciencia, de la conciencia de una situación y de las maneras de encararla.

Por consiguiente, podríamos decir: el héroe es el hombre que en el momento decisivo hace lo que debe hacer.

El asunto romántico del heroísmo se convierte, por lo tanto, en un asunto bien concreto. Pero aquella no sería una formulación exacta. Un capitalista posee acciones en tal y tal fábrica y, por ejemplo, comprueba antes que los otros accionistas que la fábrica no recibirá los encargos previstos y que, por consiguiente, sus acciones van a bajar varios puntos. Él sabe que la noticia se difundirá dentro de dos horas. Por lo tanto es un momento decisivo, y es justamente en ese momento cuando él se decide: lanza todas las acciones a la Bolsa y compra rápidamente acciones de una fábrica que ha recibido encargos. Su venta rápida y repentina, a la vez que la noticia sobre la reducción de la producción, provocan el pánico en la Bolsa, y las acciones de la fábrica afectada bajan no ya algunos puntos, sino varias decenas. Esto puede tener consecuencias nefastas para la fábrica: la pérdida del crédito, la inmovilización, el despido de los obreros. El capitalista gana sumas enormes. Ha hecho en el momento decisivo lo que debía hacerse para evitar una pérdida y, por otra parte, todavía salió ganando. Pero indudablemente no nos costaría trabajo hacer creer a cualquiera que este hombre es un héroe a menos que midamos las virtudes humanas según el contenido de las cajas fuertes de sus poseedores. Pero tampoco hubiera sido un héroe sí, en lugar de vender sus acciones en el momento decisivo, por el contrario, incluso hubiera “salvado” la fábrica , rescatando las acciones vendidas, convirtiéndose en su propietario y reduciendo evidentemente –para desquitarse de sus pérdidas– el salario de los obreros, bajando su nivel de vida y creando así a la sociedad humana una nueva extensión de las enfermedades debidas a la subalimentación, mientras él mismo ganaba mucho dinero al hacer en el momento decisivo lo que debía hacerse.

Por lo tanto, deberíamos ampliar nuestra definición del heroísmo: el héroe es un hombre que, en el momento decisivo, da todo para hacer lo que debe hacer en interés de la sociedad humana.

Salvar la vida humana, asegurar al hombre nuevas victorias sobre la naturaleza, liberar a los miembros válidos de la sociedad humana, acrecentar –poniendo en ello todas sus fuerzas– la fuerza de la humanidad, tales son las posibilidades del héroe. Pero desde el momento que limitamos de esta manera el heroísmo, desde el momento que excluimos de los actos heroicos el comercio, ¿qué quedará del heroísmo del capitalismo, del heroísmo que el capitalismo puede engendrar? La guerra, la guerra ¡qué período, al parecer heroico, qué ocasión para los actos del heroísmo! ¿Es cierto esto? ¿Únicamente es posible que los héroes se manifiesten en la guerra imperialista? Ese hombre que hizo saltar el puente sobre el Drina para impedir al ejército austriaco batirse en retirada, ese soldado de primera clase que recibió la medalla al valor por haber hecho prisionero a un coronel ruso, tal vez tienen su sitio en los manuales de medicina como locos, pero no como héroes en los libros de lectura. No porque sus actos servían a la carnicería, sino porque servían a los intereses de los capitalistas, porque no estaban inspirados en los intereses de la sociedad humana, sino en los de algunos individuos que se repartieron con ayuda de la guerra la piel de la sociedad humana. Si la primera guerra mundial tuvo héroes no es porque tuviera a Hindenburg o al mariscal Foch, sino porque ha tenido a Karl Liebknecht.

Podemos buscar todo lo que queramos en las maniobras actuales de la burguesía: ahí no encontramos actos de heroísmo. Encontramos el terror. Hallaremos ataques a los barrios obreros por el aparato policial armado. Hallaremos campos de concentración, horcas para los obreros, Hitler que fusila a sus compinches para que estos no lo molesten, la Guardia Nacional que utiliza los gases lacrimógenos para desbaratar la huelga de los desarmados obreros de la construcción madrileña, la policía que mediante las ametralladoras rompe la huelga general de los obreros desarmados de San Francisco; hallaremos ahí centenares de miles de ejemplos del miedo de las clases dirigentes, pero ni una sola manifestación de coraje, ni una sola manifestación de heroísmo.

Y sin embargo, vivimos una época heroica. Una época tal que, si el porvenir tuviera necesidad de leyenda en lugar de historia, la canción épica de un solo día de la vida presente podría cantarse todo un mes, como el viejo mito de Manas en las yurtas kirguizes. Pero no hay necesidad de leyendas. El héroe de nuestro tiempo es infinitamente más grande que Manas, cuyos pasos crearon el valle paradisiaco del Tian-Chan y cuyas lágrimas dieron nacimiento a un lago inmenso. Sobre los pasos del héroe de los tiempos nuevos se crea todo un mundo nuevo, y su sangre lava toda la impureza parásita. El héroe de nuestro tiempo es el proletariado. Él y solo él es el que crea héroes humanos.

Crea por dondequiera: en el trabajo; en la hora de las catástrofes, en el combate, y luego de nuevo en el trabajo –ahí donde éste ha sido liberado. Recuerden, no importa qué momento de la historia de la clase obrera, la Comuna de París, por ejemplo. La burguesía tenía su Thiers, cobarde y vil, y el ejército. El proletariado tenía doscientos mil heroicos comuneros que murieron cantando la gloria de la Comuna. Acordándonos de Leipzig: la burguesía tenía ahí su Goering, el proletariado su Dimitrov. Acordémonos de Sacco y Vanzetti, de los heroicos defensores de la Comuna húngara, de los heroicos combatientes de la insurrección de Viena. Todos eran los héroes del proletariado, y contra ellos la burguesía solo podía alzar su terror blanco nacido del miedo y de la venganza.

Sacco y Vanzetti. Internet

En el edificio de la Cancillería de Viena, el Canciller Dollfuss, gravemente herido, se moría. Sus últimas palabras fueron “cuiden a… mi familia”. La víspera, moría en el patíbulo de Viena el joven obrero socialdemócrata Josef Gerl, condenado por decreto especial del Canciller Dollfuss. Las últimas palabras de Gerl fueron: “¡Viva la libertad!”. No es por azar que el viejo hombre del Estado burgués, que hablaba de los intereses de la tierra de Austria y emitía en su nombre todos sus derechos de excepción contra los obreros, se acordó en el último momento de su vida de sus intereses privados. No es por azar que ese joven obrero de 22 años, quien por una muerte repentina perdiera infinitamente más que su vida, se acordó en su último instante de los intereses de toda la sociedad humana.

En el barrio de Lichtenfeld, en Berlín, se alza un muro que muestra las huellas de numerosos balazos. Es ahí donde, después de febrero de 1933, por orden del Comandante de choque Ernst, se fusiló a 80 obreros comunistas. En el momento en que los fusiles los apuntaban, entonaron La Internacional, y murieron murmurando las palabras de este himno revolucionario. En julio de 1934, Goering hizo llevar ante ese mismo muro al Comandante Ernst. Casi hubo que arrestarlo hasta el lugar de la ejecución: pedía socorro, vociferaba que se habían vuelto locos, suplicaba, maldecía, y finalmente se desmayó de miedo antes de ser tocado por las balas que lo mataron. No es por azar que ni uno solo de los obreros se había dejado dominar por el abatimiento. Ellos sabían por qué morían, y estaban convencidos de que en ese último instante no debían traicionar, no debían doblegarse, porque su coraje ante la muerte llevaría a otros millares al combate por la vida. No es por azar que Ernst, bruto y asesino, suplicó con su vida: todo terminaba para él. Suplicó gracia porque él no sabía por qué moría: con su vida todo terminaba para él.

Y no es por azar que allí donde el proletariado ya es libre, creé esas magníficas epopeyas heroicas de la construcción y también del salvamento de las vidas humanas. La expedición del salvamento del “Krassin” es una obra que bastaría para la gloria de un país durante un siglo. Pero seis años después ese país ha dado nuevos héroes, del género del Profesor Schmidt, de Bobrov, Molokov, Kamanin, Liapidievski.

Todos estos héroes no responden a la idea del héroe inventado por la burguesía. Son muy sencillos, muy naturales. Sí, su heroísmo reside únicamente en que ellos dan todo para hacer lo que deben hacer en el momento decisivo.

En este heroísmo debemos inspirarnos.

Para los momentos decisivos.

 


 

Este artículo fue escrito para Svet Prace, número 8, 1 de agosto de 1934.

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