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Pacifismo, violencia y libertad. Primera parte

Fotografía. Internet*

 

 

Pacifismo, violencia y libertad
(Primera de dos partes)

 

Pacifismo y violencia
(Un estudio de la moral burguesa)

 

 

Por Christopher Caudwell**

 

La clase oprimida que no tienda a aprender el
manejo de las armas, merecería que se la tratara
como esclava.

Lenin

 

En la moral burguesa no queda ya mucho que tenga importancia. La castidad, la sobriedad, la salvación y la limpieza han dejado de ser temas que el burgués sienta profundamente. Sólo hay, en realidad, una cuestión ante la que la conciencia burguesa se muestre hoy en día activa. El pacifismo, siempre latente en el credo burgués, se ha convertido ahora en la casi sola creencia emocional del cristiano protestante o de su análogo, el “idealismo” burgués.

Lo llamo una doctrina típicamente burguesa porque, por pacifismo, entiendo no el amor a la paz, como un bien que hay que asegurar mediante una forma definida de acción, sino la creencia de que cualquier forma de coerción social a otros o que cualquier acción violenta es mala de por sí, y que a una violencia como la guerra ha de ofrecerse una resistencia pasiva porque el uso de la violencia para poner fin a la violencia sería lógicamente contradictorio en sí mismo. A este tipo de pacifismo opongo la creencia comunista de que el único camino de asegurar la paz es el del cambio del sistema social, y de que las clases gobernantes se oponen violentamente a la revolución, y por eso, tienen que ser derrocadas por la fuerza.

Pero la guerra moderna es también típicamente burguesa. Conflictos como el de la última guerra (1)  surgen del desigual desarrollo imperialista de las potencias burguesas. Las guerras anteriores de la cultura burguesa se combatieron también por objetivos característicos de la economía burguesa, o, como las guerras de la naciente república holandesa, representaron las luchas de la creciente clase burguesa contra las fuerzas sociales dominantes. En su última fase de fascismo, cuando el capitalismo, quitándose las formas democráticas inservibles ya para sus fines, impera con abierta violencia, la cultura burguesa se presenta también como militante agresivo. ¿Acaso hacemos los marxistas uso indiscriminado de etiquetas al clasificar como propiamente burguesas ambas cosas, la militancia y el pacifismo, la docilidad y la violencia?

No, no hacemos eso, si podemos demostrar que no llamamos burgués a toda guerra y a todo pacifismo sino solamente a ciertos tipos de violencia y a ciertos tipos de no-violencia. Y si además, podemos mostrar cómo la fundamental posición burguesa engendra estos dos puntos de vista aparentemente opuestos. Lo mismo hicimos cuando mostramos que dos filosofías totalmente opuestas en apariencia –el materialismo mecánico y el idealismo– eran ambas típicamente burguesas y que ambas surgieron de un supuesto burgués.

El pacifismo burgués es algo distintivo y no debiera confundirse, por ejemplo, con el pacifismo oriental, como tampoco debiera confundirse la moderna guerra europea con las guerras feudales. No se trata sólo de que sus manifestaciones sociales sean diferentes, lo cual brotaría de los diferentes órganos sociales de dos culturas. Sino que el contenido es también diferente. Todo el que suponga que el pacifismo burgués tomará, por ejemplo, la forma de un Grupo Universitario Anti-Guerra y se echará delante de un tren que lleve tropas, igual que un grupo pacifista de la India, ignora la naturaleza del pacifismo burgués y el origen de su colorido. El ejemplo histórico del pacifismo burgués no es Gandhi sino Fox. La Sociedad de Amigos expresa el espíritu del pacifismo burgués. Es la resistencia individual.

Para comprender la procedencia del pacifismo burgués hay que comprender el origen de la violencia burguesa. Esta proviene, lo mismo que la violencia despótica o feudal, de la economía característica del sistema. Como ya lo explicó Marx, las características de la economía burguesa son que el burgués, subyugado y mutilado en la producción por el sistema feudal, ve la libertad y el crecimiento productivo en la ausencia de organización social, en que cada uno administre sus propios asuntos en beneficio propio al máximo de su aptitud y deseos, todo lo  cual viene expresado en el carácter absoluto de la propiedad burguesa junto con su completa enajenabilidad. Su lucha por asegurar este derecho le aseguró su mayor libertad y su mayor poder productivo en comparación con su posición en el sistema feudal. Las circunstancias de la lucha y su resultado motivaron el sueño burgués de la libertad como eliminación absoluta de las relaciones sociales.

Pero semejante programa, en caso de llevarlo a efecto, significaría el fin de la sociedad y el derrumbamiento de la producción económica. Cada individuo lucharía por sí mismo, y si viera a otro con algo que él quisiera, se lo quitaría, dado que, según el supuesto, no existirían relaciones sociales tales como la cooperación. El ahorro y la previsión que hacen posible la producción económica, dejarían de existir. El hombre se convertiría en un bruto.

El burgués, sin embargo, no deseaba tal mundo. Vivía del comercio y del banco, del capital, por oposición a la tierra, que constituía la base de la explotación feudal. Por eso, por “ausencia de coerciones sociales” quería decir la ausencia de toda coerción a su propiedad, a la libre enajenación o adquisición del capital de que vive. La propiedad privada es una “coerción” social, pues quienes no la poseen son obstaculizados, por fuerza o por fraude, de hacerse con ella, cosa que sí harían en un “estado de naturaleza”. Mas el burgués nunca incluyó la propiedad del capital como una de las restricciones sociales que debieran abolirse, por la sencilla razón de que para él no era ninguna restricción en absoluto. De ahí que jamás se le ocurriera considerarlo como tal, ni viera contradicción alguna en exigir la abolición del privilegio, del monopolio, etc., mientras seguía aferrado a su capital.

Más bien tenía un argumento convincente que podía usar cuando devino más consciente de sí mismo. Una limitación social es una relación social, esto es, una relación entre hombres. La relación entre amo y esclavo es una relación social y por tanto una restricción a la libertad de un hombre por otro. De la misma manera la relación señor y siervo es una relación entre hombres y una limitación a la libertad humana. Pero la relación entre un hombre y su propiedad es una relación entre hombre y una cosa, y no es, por lo tanto ninguna limitación a la libertad de otros hombres.

Este argumento era, por supuesto, falaz, pues relaciones de este tipo no pueden constituir la urdimbre de la sociedad. Únicamente puede haber relaciones entre hombres disfrazadas de relaciones entre cosas. La defensa burguesa de la propiedad privada sólo tiene aplicación si voy al bosque y recojo una vara para pasear con ella, o me hago un objeto ornamental para mi propio embellecimiento. Se aplica a la posesión de las bagatelas sin importancia social o a los objetos de consumo inmediato. En el momento en que la posesión burguesa se extiende al capital de la comunidad, esto es, a los productos de la comunidad, puestos a un lado para producir bienes en el futuro (al principio de la civilización burguesa, grano, vestidos, simiente y materias primas para abastecer a los obreros de mañana, y maquinaria e instalaciones para el mismo propósito hoy), en ese momento esta relación con una cosa deviene una relación entre hombres, pues lo que controla ahora el burgués es el trabajo de la comunidad. El derecho burgués de la propiedad privada lleva a que, de un lado, el mundo y todo lo que la sociedad ha creado en él pertenezca al burgués, y, de otro, tenemos al obrero desnudo, a quien las necesidades corporales obligan a vender su fuerza de trabajo al burgués a fin de poder sustentarse a sí mismo y a su dueño. El burgués comprará solamente su fuerza de trabajo si saca provecho de ella. Esta relación social sólo es posible gracias a –depende de– la propiedad burguesa del capital. Así, tal como en la civilización esclavista o feudal, existe una relación entre hombres que es la relación entre una clase dominante y otra dominada, o entre explotadores y explotados. Pero mientras en las civilizaciones anteriores esta relación entre hombres es consciente y clara, en la cultura burguesa aparece disfrazada como un sistema libre de relaciones obligatoriamente dominantes entre hombres y como conteniendo tan sólo inocentes relaciones entre los hombres y una cosa.

Por tal motivo, al arrojar toda restricción social, al burgués le pareció justificado retener esta única limitación de la propiedad privada, pues no le parecía restricción alguna, sino derecho inalienable del hombre, el derecho natural fundamental. Desgraciadamente, para esta teoría, no hay derechos naturales, únicamente situaciones dadas en la naturaleza, y la propiedad privada protegida para un hombre por otros no es ninguna de ellas. La propiedad privada burguesa sólo podía protegerse mediante coerción, después de todo los poseedores tenían que coercionar a los desposeídos, igual que en la sociedad burguesa. Surgió así una relación dominante tan violenta como en las civilizaciones esclavistas, bien manifiesta en la policía, la legislación, el ejército permanente y todo el aparato legal del Estado burgués. Todo el estado burgués gira en torno a la protección coercitiva de la propiedad privada, enajenable y asequible por el comercio para el beneficio privado, y considerada como un derecho natural. Pero un derecho que, cosa extraña, sólo puede protegerse mediante la coerción, porque envuelve en su esencia el derecho a disponer y extraer beneficio de la fuerza de trabajo de otros y, de esa manera, a administrar sus vidas.

Así que, después de todo, no puede realizarse el sueño burgués. Hay que crear restricciones sociales a fin de proteger esta única cosa que hace de él un burgués. Esta “libertad” para poseer propiedad privada le parece involucrar, inexplicablemente, más y más restricciones sociales, leyes, tarifas y legislación laboral. Y esta “sociedad” que sólo permite las relaciones con una cosa deviene cada vez más una sociedad en la que las relaciones entre hombres son elaboradas y crueles. Cuanto más aspira a la libertad burguesa, más restricciones burguesas recibe, pues la libertad burguesa no es sino una ilusión.

De este modo, igual que en la sociedad esclavista, la burguesa resulta ser una sociedad basada en la coerción violenta de unos hombres por otros, e incluso más violenta porque, mientras el amo tiene que alimentar y proteger a su esclavo, trabaje o no, el patrono burgués no tiene obligación ninguna respecto del obrero libre, ni siquiera la de buscarle trabajo. Todo el sueño burgués estalla en la práctica, y el estado burgués deviene el teatro de la sumisión violenta y coercitiva del hombre por el hombre para los fines de la producción económica.

Para los fines de la producción económica, en contraste con la violencia del ratero, la del burgués, aunque de modo semejante, desempeña un papel social. Es la relación por la que se asegura la producción social en la sociedad burguesa, lo mismo que la relación amo-esclavo asegura la producción en la sociedad esclavista. Es, para su época, el mejor método de asegurar la producción, y es mejor ser un esclavo que una bestia de la selva, mejor ser un obrero explotado que un esclavo, no porque el patrono burgués sea “más amable” que el propietario de esclavos (a menudo es mucho más cruel), sino porque la riqueza de la sociedad toda es mayor en las relaciones burguesas que en las esclavistas.

Ningún sistema de relaciones, empero, es estático; todo evoluciona y cambia. Las relaciones esclavistas evolucionan hasta desarrollarse en imperios, y entonces revelan sus contradicciones internas. Y se derrumban. La historia del hundimiento del Imperio Romano es la historia de la reducción constante de la riqueza sujeta a tributación entre el Imperio de Augusto y el de Justiniano como resultado de la explotación creciente. Hasta que, convertido en una concha empobrecida, se desmoronó ante los asaltos de los bárbaros, rechazados hasta entonces con facilidad. Del mismo modo se derrumbó la civilización feudal, agotada en Inglaterra con la anarquía de la Guerra de las Rosas. Pero esta vez no sucumbió ante un enemigo exterior; cayó ante un enemigo interior, la ascendiente clase burguesa.

Las relaciones burguesas también evolucionaron. En los famosos periodos burgueses de auge económico y de crisis se manifiesta la ruina potencial del sistema. El imperialismo retrasó esta ruina, a saber, imponiendo por fuerza a otros países los “derechos naturales” del burgués. En estos países atrasados se impuso por fuerza el derecho burgués a comerciar con provecho y a enajenar y adquirir cualquier propiedad. Aquí también, de su relación dominante con una cosa, el burgués impuso secretamente su relación dominante sobre los hombres, que puede disfrazarse todavía de democracia; pues, ¿no declara la democracia que todos los hombres son iguales y ninguno puede ser esclavizado por otro? ¿No excluye todas las relaciones de dominio –el despotismo, la esclavitud, el privilegio feudal–  excepto el dominio “inocente” del capital sobre el obrero “libre”?

Pero de este proceso imperialista surgió una situación nueva –la guerra exterior en vez de la violencia y la coerción internas. Pues ahora, al explotar los países atrasados, o, como se decía, al “civilizarlos”, un estado burgués se halló en competencia con otro, igual que un burgués compite con otro dentro del Estado burgués.

Dentro del Estado, no obstante, el burgués compite pacíficamente con el burgués porque así es la ley, establecida para su propia protección contra los explotados. Las leyes que prohíben a un burgués hacerse con la propiedad de otro por la fuerza emanaron como resultado de la necesidad de prevenir a los desposeídos de hacerse con la propiedad por la fuerza. Es una ley interna, la ley del Estado coercitivo. Si no hubiera sido necesario para la existencia de toda la clase burguesa protegerse contra la toma de la propiedad por los explotados, jamás se habría creado la ley contra la aprehensión forzada de la propiedad  privada, obtenida por la fuerza y presentada a los explotados como una ley “necesaria” de la sociedad. La naturaleza individualista, competitiva, del comercio burgués (que cada cual “saque lo mejor” del otro) es tal que ningún burgués ve nada falso en empobrecer a otro burgués. Si es “golpeado” o “machacado” –bueno, es la suerte del juego. Pero todos se unen en cuanto clase contra los explotados, ya que la existencia de la clase depende de ello. En tratándose de un combate dentro de la clase burguesa todo burgués cree, por naturaleza y educación, que, en igualdad de condiciones, vencerá al otro. Este eterno optimismo del burgués se ve en los históricos llamamientos burgueses al “juego limpio”, “campo limpio y nada de favores” y todo los demás gritos de combate burgueses que expresan la moral del caballero “deportista” inglés.

La situación es enteramente distinta cuando los estados burgueses, gracias a sus organizaciones coercitivas, se encuentran en la arena mundial en competencia por los países atrasados. No hay ahora ninguna clase numerosa de explotados que amenace la existencia de la clase de los estados burgueses en conjunto. Dentro del estado coercitivo, si se llegara a un “confrontamiento”, en luchas callejeras, con las manos, hombre por hombre, los explotados ganarían sin duda alguna. Pero en la arena imperialista los estados burgueses se presentan como organismos altamente desarrollados, ya que, gracias a la unificación del estado coercitivo, disponen ahora de todos los recursos de una sociedad avanzada, incluyendo los servicios, en el ejército, de la misma clase explotada. Las naciones atrasadas desempeñan todavía en la arena mundial el papel de la clase explotada dentro del Estado, si bien no suponen un peligro para la clase de los estados burgueses en su conjunto, como lo es la clase explotada para la clase burguesa en conjunto dentro del Estado. No son más que cosas inanimadas, casi sin defensa, tanto territorio muerto y sin desarrollar.

No hay, pues, ningún peligro mundial que amenace la clase de estados burgueses en conjunto, como, en un Estado, la revolución amenaza a la clase burguesa en conjunto. Sólo hay competencia individual entre estados burgueses, circunstancia que, como hemos visto, no le importa al burgués. Todo lo que pide es “campo limpio y nada de favores”, y está seguro de que ganará. No siente necesidad de ley ninguna para restringir la competencia entre burgueses. De aquí que el Estado burgués soberano se manifieste y luche sangrientamente con otros estados burgueses por el botín de los territorios atrasados. Es la era del imperialismo, que culmina en la Gran Guerra.

No es necesario decir que el burgués encuentra su sueño –“campo limpio y nada de favores”–, cuando lo realiza por primera vez, mucho más sangriento y violento que lo soñó. La guerra viene a parecerle ahora una “competencia injusta”. Como en la guerra de precios, se alarma y siente que alguien ha de pararla desde fuera. Pide ayuda, pero no hay nadie “fuera”. ¿A quién puede pedírsela, en el cielo o en la tierra, en cuanto miembro de la clase de los estados independientes y soberanos?

Y sigue soñando. Si la clase burguesa de un país puede tener un Estado y una policía para imponer el orden y la competencia pacífica, ¿Por  qué no puede haber un Estado de estados, un estado mundial, en donde se imponga la paz universal?

Esta esperanza burguesa resulta siempre del caos de la guerra, y una de sus formas es la Liga de Naciones. Pero el factor que asegura la ley interna en el estado burgués, la existencia de una peligrosa clase explotada, no existe en la arena mundial. Ningún peligro se opone a la clase de estados burgueses en conjunto, por eso jamás se unirán para aceptar una ley reguladora y coercitiva superior a sus propias voluntades. El peligro sólo existe entre ellos mismos, y cada uno, como todo buen burgués, cree que puede superar a los demás mediante la “combinación” apropiada, los tratados y las maniobras. El sueño burgués de un imperialismo pacífico es irrealizable por falta de un peligro común a todos los estados burgueses que los una. Tras la amarga experiencia de la guerra, como tras la amarga experiencia de la reducción de precios, pueden unirse en un cártel voluntario, la Liga de Naciones. Pero, como un cártel, carece de la cohesión y del poder coercitivo del Estado burgués y por eso carece igualmente de su eficacia para mediar entre burgueses. Es como un acuerdo de precios al que todos se adhieren voluntariamente por propio beneficio individual. Como en la producción burguesa, en general, y en la explotación imperialista, en particular, el acuerdo concertado no puede funcionar siempre en bien de todos, sólo es una cuestión de tiempo antes de que algunos denuncien el cártel. Así vemos que los estados burgueses desposeídos (Alemania e Italia) se hallan fuera del cártel, alineados contra los poseedores (Francia e Inglaterra), mientras que el Estado burgués (Estados Unidos) cuyos intereses no yacen en la misma esfera de explotación jamás ha entrado en él. De ese modo, a pesar de las lecciones más amargas posibles para una nación, que prueban la ineficacia de la guerra como paliativo a la crisis económica, no les es posible a los estados, cuyas formas expresan forzosamente intereses burgueses, reconocer una fuerza superior coordinadora que produzca en la esfera internacional maquinaria legal semejante a la que asegura el orden interno en el Estado. Y esto es así porque la maquinaria interna va dirigida contra la peligrosa clase explotada, mientras que en la esfera internacional no existe tal clase. De esta manera la pacífica Federación Mundial de Estados, la Liga de Naciones, deviene parte de la ilusión burguesa, y las naciones se arman aún más.

¿No podía Rusia, en cuanto estado proletario, proveer a escala internacional el equivalente de la clase explotada y forzar a los estados burgueses independientes a unirse y aplastarla? Esta era la quimera de Trotsky, de donde se deducía que no podía establecerse el socialismo en ninguna parte del mundo sin la revolución mundial. Esta teoría, sin embargo, pasó por alto el hecho de que la Rusia Soviética no es un estado explotado. La clase explotada, en el estado burgués, mantenida en rescate por los burgueses, quienes retienen los medios de producción en sus manos. Se trata de: “trabajad para nosotros o morid”. Situación tal sólo puede mantenerse con la coerción física y moral. Por eso hay que mantener así los “derechos” burgueses perpetuamente. De otro modo los hombres no tolerarían naturalmente una situación en donde los medios de su sustento estuvieran en manos de otro y pudieran asegurarse tan sólo si producían beneficio para ese otro. En Rusia, sin embargo, esta clase ha expropiado ya a sus expropiadores. No se trata de trabajar para otro estado burgués o morir; los trabajadores rusos son dueños de sí mismos. Más aún, a diferencia de otros estados burgueses, no hay contradicciones internas en su economía (acumulación de capital) que los obligue a buscar nuevos campos de explotación.

Para los estados burgueses, por tanto, Rusia se presenta en la arena mundial no como una clase explotada, intrínsecamente peligrosa, sino como un estado coercitivo ordinario, internamente ordenado, como “uno de los suyos”. Compite con ellos en los mercados abiertos del mundo, aunque, por razones que no comprenden, no busca países atrasados en donde imponer la explotación imperialista. Puede, pues, entrar en el cártel. Aquí su deber es unirse al juego burgués, cambiar una alianza por otra, no para obtener ventajas imperialistas sino para asegurar la paz para sí misma y para el desgraciado proletariado de los estados burgueses.

Es verdad que Rusia es un peligro para todos los estados burgueses, en el sentido de que sus éxitos sirven de inspiración a la revolución proletaria de cada país. Pero la revolución proletaria mundial significa el fin de la economía burguesa, lo cual, a primera vista, es sencillamente ridículo para el burgués. De un lado se dice que el bolchevismo no es más que una “fase pasajera”, y, de otro, que lo único que hay en la moderna Rusia Soviética es “capitalismo planificado”. Además, la revolución proletaria no vendrá de Rusia, sino de dentro. De ahí que sea absurdo el intento de evitar, por ejemplo, el levantamiento del proletariado británico atacando a Rusia. Al contrario, tal movimiento aceleraría el temido acontecimiento. Por eso, aunque los estados burgueses denuncian a Rusia, no pueden unirse en un ataque común contra ella, sino que en su lugar están dispuestos a pactar con ella, a usarla uno contra el otro.

Esto no quiere decir que Rusia no esté en peligro. Por el contrario, todos los estados burgueses están en peligro uno de otro en tanto representan posibles campos de explotación capitalista. En este respecto Rusia corre el mismo peligro de ser atacada por Alemania que Gran Bretaña. Necesita, por tanto, armarse tanto como sus vecinos burgueses e intentar fortalecerse con pactos, equivalente internacional de los cárteles y de los acuerdos comerciales.

Únicamente cuando el  burgués empieza a ver la inevitabilidad del comunismo empieza a considerar a Rusia como un peligro mayor que el de otro estado burgués. Esto es precisamente lo que conduce a la clase capitalista a recurrir al fascismo, de ahí que los estados fascistas constituyan hoy el mayor peligro para Rusia.

 

***

Este es, pues, el análisis de la violencia burguesa. No es nada que desciende temporalmente del cielo para enloquecer al género humano. Va implícito en la ilusión burguesa.

Toda la economía burguesa está construida sobre la dominación violenta de unos hombres por otros mediante la posesión privada del capital social. Está ahí, siempre dispuesta a inflamarse a cada momento y convertirse en un Peterloo o un Amritzar dentro del estado burgués, o una guerra boer o una Guerra Mundial fuera de él.

En tanto que la economía burguesa es una fuerza constructiva positiva, esa violencia permanece oculta. La sociedad no contiene una poderosa presión interna hasta que las fuerzas productivas han superado el sistema de relaciones productivas. Una vez que la presión revolucionaria se desarrolla la coerción se manifiesta de una forma sangrienta o a una escala amplia.

Cuando la economía burguesa se resquebraja por sus propias contradicciones, cuando el beneficio privado se ve como un perjuicio público, cuando la pobreza y el desempleo aumentan ante los medios para crear la abundancia, la violencia burguesa sale más al descubierto. Estas contradicciones llevan los estados burgueses a guerras imperialistas donde la violencia reina soberana. En el interior la violencia, en lugar de “razón” sola, basta para mantener el sistema burgués. Debido a que el sistema capitalista manifiesta abiertamente su ineficacia, la gente no se contenta ya con una forma de gobierno, democracia parlamentaria, en donde la clase burguesa dirige la producción económica, dejando al conjunto del pueblo únicamente el poder de decidir, dentro de límites estrechos, a través del Parlamento, la distribución de un presupuesto meramente administrativo. Ven que esto es una vergüenza, y no ven motivo para seguir soportándola. Aparece una demanda creciente por el socialismo y la clase capitalista recurre a la violencia abierta donde esta demanda ejerza presión. Usan la rebelión contra la democracia inútil para establecer una dictadura; y ésta, donde toma el poder al grito de “Abajo el capitalismo”, establece de hecho un capitalismo mucho más violento, como en Italia y en Alemania. La opresión brutal y la violencia cínica del fascismo es el apogeo de la decadencia burguesa. La violencia que va en lo más recóndito de la ilusión burguesa emerge tanto dentro como fuera del Estado.

La justificación de la violencia burguesa es una parte importante de la moral burguesa. El control forzado del trabajo social por una clase limitada se justifica como la relación con una cosa. Todavía en tiempos de Hegel se presentaba esta justificación en términos totalmente ingenuos y simples. Igual que puedo cortar un palo de la selva y hacer de él lo que quiera, el burgués cree también que puede hacer de la cosa “capital” el uso que le plazca. El dominio sobre los hombres es malo; sobre una cosa es legítimo.

La naturaleza de la economía burguesa hizo posible que Hegel lo creyera en serio. Pero una vez que Marx analizó su verdadera naturaleza, esto es, como una relación dominante sobre hombres a través de la propiedad de los medios de trabajo social y de subsistencia individual, ¿cómo podía resistir esta ingenua actitud burguesa? Tan sólo vilipendiando a Marx, atacándolo siempre violentamente sin explicar sus puntos de vista y continuando la enseñanza, la prédica y la práctica de la vieja teoría burguesa. Fue entonces cuando la ilusión burguesa se convirtió en la gran mentira, un engaño consciente que emponzoña el corazón de la cultura burguesa.

La moral burguesa incluye la tarea aún más difícil de justificar la violencia de la guerra burguesa. La ética cristiano-burguesa ha seguido los mismos pasos. En consonancia con la ilusión burguesa, toda interferencia en la libertad de otro es mala e inmoral. Si le atacan a uno en su libertad, está, por tanto, obligado a defender la moralidad ultrajada y devolver el ataque. De ahí que ambas partes contendientes justifiquen todas las guerras burguesas como guerras de defensa. La libertad burguesa incluye el derecho a ejercer todas las ocupaciones burguesas –enajenando, comerciando y adquiriendo por beneficio–, y como ello implica el establecimiento de relaciones dominantes sobre otros, no es sorprendente que el burgués se vea atacado a menudo en su libertad. Es imposible para el burgués ejercer su libertad plena sin infringir la libertad de otro. De ahí que sea imposible ser enteramente burgués y no dar ocasión a guerras “justas”.

Mientras tanto los desconsuelos burgueses generan la oposición a la violencia burguesa. En todos los estadios del desarrollo burgués pudieron encontrarse hombres impregnados de la ilusión burguesa de que el hombre es libre y feliz tan sólo cuando carece de restricciones sociales, y quienes, sin embargo, vieron en la economía burguesa restricciones y coerciones múltiples. Ya vimos por qué existen éstas; la economía burguesa no podría vivir sin ellas. El gran burgués domina al pequeño burgués, igual que ambos dominan al proletariado. Este hecho escapaba, en cambio, a estos primeros rebeldes burgueses. Pedían la vuelta al sueño congénito –“derechos iguales para todos”, “libertad de restricciones sociales”, los “derechos naturales” del hombre. Creían que así se liberarían de la gran burguesía y que volverían a hallarse en igualdad para la competencia.

Así se originó la rotura entre conservadores y liberales, entre el gran burgués con propiedades y el pequeño deseando tenerlas. Uno ve que su posición depende del mantenimiento de las cosas tal cual son; el otro ve la suya en dependencia de más libertad burguesa, de más votos para todos, de más libertad para que la propiedad privada sea enajenada, comprada, poseída, de más competencia, de menos privilegio.

El liberal es la fuerza activa. Aunque lejos de ser revolucionario, como él cree, es evolucionista. Al contender por la libertad burguesa y la competencia justa produce al mismo tiempo un aumento de las restricciones sociales que odia. Levanta a la gran burguesía al intentar ayudar a la pequeña, aunque él mismo pueda convertirse en un gran burgués durante el proceso. Incrementa la injusticia al intentar asegurar la equidad. El comercio libre crea las tarifas, el imperialismo y el monopolio porque acelera el desarrollo de la economía burguesa y estas cosas constituyen el fin necesario del desarrollo burgués. Produce las cosas que detesta porque, en tanto crea en la ilusión burguesa de que la libertad consiste en la ausencia de la planificación social, tiene que someterse más enérgicamente, al soltar los vínculos sociales, a fuerzas sociales coercitivas.

(A) Este liberal “revolucionario”, enemigo de la coerción y la violencia, amante de la libre competencia, amigo de la libertad y de los derechos humanos, lo condena por eso la historia a carecer de poder para impedir estas cosas, y sus propios esfuerzos lo obligarán a producir la coerción, la violencia, la competencia injusta y la esclavitud. No se opone a la violencia burguesa, la genera al coadyuvar al desarrollo de la economía burguesa.

Hoy día, en calidad de pacifista burgués, contribuye a propagar la violencia, la guerra y la brutalidad fascista e imperialista que odia. En cuanto pacifista genuino, y no sólo como hombre totalmente confundido que duda entre las sendas de la revolución y la no cooperación, su tesis es la siguiente: “Odio la violencia, la guerra, la opresión social, cosas debidas todas ellas a las relaciones sociales. Tengo que abstenerme, pues, de las relaciones sociales. Beligerantes y revolucionarios me son igualmente odiosos.”

Pero abstenerse de las relaciones sociales es abstenerse de la vida. En tanto reciba o gane una renta participa en la economía burguesa, y sostiene la violencia que lo mantiene a él. Vive en consorcio comanditario con la gran burguesía, lo cual forma la esencia de la economía burguesa. Si otros dos países están en guerra, él se ve impotente para intervenir y detenerlos, ya que eso sería cooperación social. Esta termina en coerción, como quien separa a dos amigos que riñen, acción que le está prohibida por definición propia. Si la gran burguesía de su propio país decide ir a la guerra y movilizar las fuerzas coercitivas, físicas y morales, del Estado, no puede hacer nada porque la única respuesta real es cooperar con el proletariado para oponerse a la acción coercitiva de la gran burguesía y arrojarla del poder. Si surge el fascismo, no puede suprimirlo en brote, antes de que levante un ejército para intimidar al proletariado, porque cree en la “libertad de palabra”. Lo único que puede hacer es mirar cómo agarrotan y decapitan obreros las mismas fuerzas que él permitió desarrollarse.

Su posición se apoya firmemente en la falacia burguesa. Cree que el hombre tiene poder como individuo. No ve que incluso en el evento improbable de que todos sean de su parecer y decidan “resistir pasivamente”, tampoco se cumplirá su propósito. En realidad los hombres no pueden dejar de cooperar, hay que cosechar grano, tejer vestidos, generar electricidad, o de otro modo desaparecerá el hombre de la tierra. Únicamente su posición como miembro de una clase parasitaria podía haber inspirado en él tal ilusión. El obrero ve que su vida depende de la cooperación económica y que ésta impone relaciones sociales que, en la economía burguesa, tienen que ser burguesas, es decir, que, en mayor o menor medida, tienen que poner en manos de la gran burguesía las decisiones violentas de vida o muerte. La resistencia pasiva no es un verdadero programa, sino una excusa para soportar el viejo. O uno participa en la economía burguesa, o se rebela e intenta establecer otra. Otro camino aparente es romper con la sociedad y volver a la jungla, que es la solución de la anarquía. Pero ésta no es ninguna solución. La única alternativa real a la economía burguesa es la economía proletaria, es decir, el socialismo. De ahí que o se participe en la economía burguesa o se sea un revolucionario proletario. El hecho de que se participe pasivamente en la economía burguesa, que uno no empuñe el garrote o aplique el fuego al cañón, lejos de ser realmente una defensa, hace que la posición sea aún más repugnante, igual que la valla es más desagradable que el ladrón, el alcahuete más que la prostituta. Uno deja que otros hagan el trabajo sucio mientras se participa solamente en los beneficios. El pacifista burgués ocupa tal vez el lugar más innoble del hombre en cualquier civilización. Es el protestante cristiano cuya moral ha sido ridiculizada por el desarrollo de la cultura que la produjo; aunque ello no le impide complacerse en su observación. Sentado en la cabeza del obrero, le aconseja que se esté quieto mientras el gran burgués le da puntapiés. Cuando “mantiene servicios importantes” durante los combates “violentos” del proletariado por la libertad, como hicieron algunos pacifistas durante la huelga general, entonces deviene un portento.

El pacifismo, con todo su aspecto moral especioso, es, lo mismo que el protestantismo, el credo del ultraindividualismo y del egoísmo, lo mismo que el catolicismo lo es del monopolio y del dominio privilegiado. Este egoísmo es evidente en todas las defensas que hace el pacifista burgués de su credo.

La primera defensa es que está mal, que es “pecado” matar o recurrir a la violencia. Cristo lo prohíbe. El pacifista que recurre a la violencia empapa su alma de culpabilidad malvada. Nada aparece aquí más importante que el alma pacifista. Esta preciosa alma suya es lo que le preocupa, lo mismo que a la buena burguesa su honor, que es un importante valor social. Que el demonio se lleve a la sociedad con tal que su alma quede intacta. Tan empapado está con las nociones burguesas del pecado que nunca se le ocurre pensar que es egoísta preocuparse del alma y de la salvación propias. Puede que el hombre tenga razón en salvar su propio pellejo antes que nada; que el pacifista tenga que prevenir ante todo la contaminación de su alma preciosa del pecado moral de la violencia. ¿Pero qué es esto si no la traducción en términos espirituales de la vieja regla burguesa del laissez-faire? No es sino un dejad-hacer espiritual. Es la creencia de que los intereses de la sociedad –queridos por Dios– se sirven mejor al no cometer ninguna acción, por muy beneficiosa que sea para otros, si se pone así en peligro el “alma” propia.

Los pueblos primitivos tienen un concepto más social del pecado. El pecado es reprobable porque pone en peligro a toda la tribu. El pecador tiene que huir de la tribu porque la ha envuelto en el mal, no para salvarse él mismo; es condenado por su pecado. Se va al desierto y se mata o lo matan, quitando así de la tribu, después de ejecutar las purificaciones apropiadas, el mal en que la había envuelto. Ambos son un error, pero el concepto salvaje es más noble y altruista que el burgués, en donde cada hombre es responsable solamente de sus propios pecados y los purifica recurriendo en privado a la sangre de Cristo. El pacifista recuerda el dicho de Caín: “¿Soy yo el guardián de mi hermano?

Este concepto tribal de la salvación se retuvo parcialmente en la sociedad feudal con la Iglesia, la cual mantuvo la unidad de la Iglesia Militante, la Iglesia del Dolor y la Iglesia Triunfante, cada una de las cuales, a través de sus oraciones, podía comunicarse con o ayudar a las otras. El cristiano feudal rezaba por las almas que sufrían en el purgatorio, esperaba que los vivientes rezasen por él cuando estuviera muerto y continuamente a los miembros desaparecidos de la tribu, a las almas de los santos del cielo, para que le ayudaran, hasta tal punto que Dios casi se había olvidado en esta fuerte agrupación social. La unidad social es lo único que destaca, y el pecado individual se perdona con el mero acto de socialización, en la confesión.

El catolicismo simbolizó así la naturaleza del feudalismo; la “tribu” era toda la cristiandad. Su acto típico fue la Cruzada, el asalto violento del cristianismo al paganismo.

El protestantismo, religión de la burguesía, se rebeló necesariamente contra el catolicismo tribal. En cuanto religión, “reformó” todos los elementos sociales del catolicismo. Se hizo un catolicismo sin estos elementos sociales más el individualismo. Abandonóse la autoridad; se le cortó el poder al sacerdote, depositario de la magia y de la conciencia de la tribu. Las oraciones por los muertos y a los santos no eran individualistas, por eso no existía el purgatorio y los santos eran inútiles. Cada uno había de ser su propio juez, soportar su propio pecado y elaborar su propia salvación. La noción de culpa individual, como en Bunyan y en los puritanos, llegó a extremos que jamás había alcanzado en países católicos. De ahí también el nuevo fenómeno de la “conversión”, en donde esta carga autoinducida e intolerable de culpa es arrojada en el regazo de Cristo. Pues el hombre no puede vivir de hecho solo. Esta conversión lo evidencia; el individualismo de la burguesía es pura fachada, y en el mismo momento en que lo proclama, el individuo necesita alguna entidad ficticia o Víctima Propiciatoria Divina adonde pueda echar, en un acto final de egoísmo, la responsabilidad que nunca tuvo él completamente.

De esta suerte el pacifismo, en cuanto método de evitar la culpa moral de la violencia, es egoísta. El pacifista exige como deber primario el derecho a salvar su propio pellejo. No nos preocupa si es moralmente correcto o no que el hombre se considere a sí mismo primero. Así es, expresado propiamente, para la filosofía burguesa. Para otro sistema de relaciones sociales no puede ser justo. Para un tercero, el comunismo, no está bien ni mal, es simplemente imposible, pues todas las acciones individuales afectan a otros miembros de la sociedad. Este hecho hace que el burgués sea inconsciente, una vez quiere ofrecer su vida por los demás y otra quiere sacrificar las vidas de los demás para salvar su alma.

Algunos pacifistas, sin embargo, hacen otra defensa. No les preocupan sus propias almas. Sólo piensan en los demás. El pacifismo es el único modo de detener la violencia y la opresión. ¿Hasta qué punto está bien fundamentado este argumento y no es una mera racionalización de la ilusión burguesa?

Ningún pacifista ha explicado todavía la cadena causal por la que la no-resistencia pone fin a la violencia. Es verdad que así es en la forma evidente de que si no se ofrece resistencia a las órdenes violentas no se necesita ninguna violencia para imponerlas. Así si A hace todo lo que B quiere, B no tendrá  necesidad de usar violencia ninguna. Pero toda relación dominante de este tipo es violenta en esencia, aunque no se muestre abiertamente. La subyugación es subyugación, y la rapacidad es rapacidad, aunque la debilidad de la víctima, o el miedo inspirado por el vencedor, no haga el proceso forzado. La no-resistencia no lo impedirá, lo mismo que la falta de garras de parte de la presa no impide que los carnívoros la devoren. Al contrario, el carnívoro selecciona como víctimas a animales de esta especie. El remedio es la eliminación de los carnívoros, esto es, la extinción de las clases que viven a expensas de los demás.

Otra arrogación es que el hombre, siendo lo que es, sentirá piedad a la vista de sus víctimas indefensas. Este supuesto no es en sí mismo ridículo, aunque requiere examen. ¿Es un hecho histórico que el desvalimiento de sus víctimas ha provocado siempre la compasión del hombre? La historia registra millones de casos opuestos: Tamerlán y sus atrocidades, Atila y sus hunos (de los que sólo se ha recogido la violencia), las incursiones mahometanas, los asesinatos primitivos, los daneses y sus masacres monásticas. ¿Puede una persona de buena fe adelantar la proposición de que la no-resistencia derrota a la violencia? ¿Cómo podían existir los estados esclavistas si la sumisión pacífica conmovía el corazón de los conquistadores? ¿Cómo pudo el hombre resistir la matanza perpetua de las razas sumisas y calladas de corderos, cerdos y vacas?

El argumento comete, además, el habitual error burgués de eternizar sus categorías, la creencia de que hay una especie de abstracto Robinson Crusoe en el hombre cuyas acciones pueden predecirse exactamente. ¿Pero cómo colocar seriamente bajo una misma categoría a Tamerlán, Sócrates, un mandarín chino, un londinense moderno, un sacerdote azteca, un cazador paleolítico y un esclavo de galeras romano? No hay hombre abstracto sino hombres en diferentes redes de relaciones sociales, con herencias similares, aunque moldeadas en diferentes proclividades por la educación y la presión constante de la existencia social.

Lo que nos preocupa hoy día es el hombre en las relaciones sociales burguesas. ¿De qué serviría si no nos opusiéramos más a la violencia, si Inglaterra, por ejemplo, al principio de la Gran Guerra, hubiera permitido pasivamente a Alemania ocupar Bélgica y aceptar sin resistencia todo lo que Alemania quisiera hacer?

En el argumento pacifista hay esta parte de verdad: que un país en estadio de relaciones sociales burguesas no puede actuar como una horda nómada. La burguesía ha descubierto que la explotación a lo Tamerlán no es tan productiva como la explotación burguesa. Al burgués no le sirve de nada descender sobre un país y llevarse todo el vino, las mujeres guapas y el oro, y repetir otra vez la rebatiña. Las mujeres guapas envejecen y se afean, el vino se bebe, y el oro sólo sirve para fabricar ornamentos. Eso equivaldría a la fruta del Mar Muerto en boca de la cultura burguesa, la cual vive de una dieta infinita de beneficios y dominio perpetuo.

La cultura burguesa ha descubierto que lo que rinde es la violencia burguesa. Es más sutil y menos manifiesta que la de Tamerlán. La romana, que consistía en llevar a casa no sólo a mujeres guapas y oro, sino también esclavos y hacerlos trabajar en la casa, en las explotaciones agrícolas y en las minas, ocupaba una posición intermedia. La cultura burguesa ha descubierto que las relaciones sociales más provechosas para el burgués son aquellas que no incluyen la rapiña y la esclavitud personal sino que, por el contrario, las prohíben. Por eso, dondequiera que ha conquistado territorio no burgués, como Australia, América, África o la India, ha impuesto relaciones sociales burguesas, no a lo Tamerlán. En nombre de la libertad, la autodeterminación y la democracia, o a veces sin estos nombres, imponen  por fuerza la esencia burguesa, la propiedad privada, y la propiedad de los medios de producción para el beneficio, así como su prerrequisito necesario, el obrero libre forzado a disponer de su trabajo en el mercado a cambio de un salario. Este precioso descubrimiento burgués ha producido una riqueza material muy superior a los sueños de un Tamerlán o un Creso.

En consecuencia Inglaterra no necesitaba temer que una Alemania victoriosa habría violado a todas las mujeres inglesas, decapitado a todos los ingleses y transportado a Berlín los mármoles de Elgín. Los Estados burgueses no hacen esas cosas. Se habría limitado a tomar las posesiones imperiales de Inglaterra y completar la provechosa tarea de convertirlas en completas relaciones burguesas. Habría intentado también mutilarla como competidor comercial exigiendo una pesada indemnización. En otras palabras, con resistencia o sin ella, en caso de salir victoriosa hubiera hecho a Inglaterra lo que ésta le hizo a Alemania.

De este modo la violencia burguesa continuaría aunque se hubiera realizado el sueño pacifista. Pero de hecho no se habría realizado. ¿Cómo podía admitir un estado burgués coercitivo que le quitara violentamente su fuente de beneficios otro estado burgués sin hacer uso de todas las fuentes de violencia a su disposición a fin de evitarlo? ¿No rompería todo el sistema interno de su Estado antes de permitirlo? ¿No está ahora la burguesía quebrantando violentamente todo el edificio social antes de renunciar a los beneficios privados y abandonar el sistema económico en que están basados? Evidencia de ello son el fascismo y el nazismo, que marcan la ruta sangrienta de la bancarrota. La economía burguesa, al carecer de plan, se degollará antes que reformarse. Y el pacifismo es tan sólo la expresión de las postrimerías de la cultura burguesa, la cual, en el mejor de los casos, no hará nada antes que hacer algo que ponga fin a las relaciones sociales en que se fundamenta.

¿Tenemos el coraje de realizar por fuerza nuestros puntos de vista? ¿Qué garantía tenemos de su verdad? La única garantía real es la acción. Tenemos el valor de aplicar por fuerza nuestras creencias en la materia física, de edificar el sustrato material de la sociedad en forma de casas, carreteras, puentes y barcos, aún a riesgo de la vida humana, porque nuestras teorías, engendradas por la acción, se comprueban en ella. Si estamos equivocados, que se hunda el puente, que naufrague el barco y que se derrumbe la casa. Hemos investigado la causalidad de la naturaleza; comprobemos si estamos equivocados.

Lo mismo podemos aplicar exactamente a las relaciones sociales. Hay puentes que se han derrumbado antes de ahora, culturas que han terminado en la ruina, vastas civilizaciones que se han ido a pique, aunque no inútilmente. De cada error hemos aprendido algo, y la sociedad de Tamerlán, la esclavista y la feudal fallaron ante la prueba de la acción. Sin embargo el fracaso fue tan sólo parcial; con cada uno hemos aprendido algo más, igual que el último puente incorpora las lecciones aprendidas del derrumbamiento del primero. La lección fue siempre la misma. La debilidad del puente consistió siempre en la violencia, en la relación dominante entre amo y esclavo, señor y siervo, burgués y proletario.

Pero el pacifista, como todos los teóricos burgueses, está obsesionado con la ociosa concupiscencia de lo absoluto. “Dadme”, gritan todos, “verdad absoluta, justicia absoluta, una norma práctica con la que pueda evadir la ardua tarea de buscar los rasgos de la realidad en contacto íntimo con la acción. Dadme algún talismán lógico, alguna piedra filosofal con que pueda comprobar todos los actos en teoría y decir que son correctos. Dadme algún principio, como por ejemplo la violencia es mala, de tal suerte que pueda abstenerme de toda acción violenta y saber que tengo razón.” Pero el único absoluto que encuentran es la norma de la economía burguesa. “Abstente de la acción social.” Las normas se hacen, no se encuentran.

El hombre no puede vivir sin actuar. Incluso dejar de actuar, dejar que las cosas sigan su curso, es una forma de acción, igual que cuando suelto una piedra que quizá inicie una avalancha. Y como el hombre está siempre actuando, ejerciendo siempre fuerza, alterando o manteniendo siempre la posición de las cosas, es siempre revolucionario o conservador. La existencia consiste en el ejercicio de la fuerza sobre el medio ambiente físico y sobre otros hombres. La urdimbre de relaciones físicas y sociales que une a los hombres en un universo garantiza el que nada de lo que hacemos carezca de su efecto sobre otros, ya votemos o dejemos de votar, ayudemos a la policía o la dejemos hacer, dejemos luchar a dos combatientes o los separemos a la fuerza o ayudemos a uno contra el otro, dejemos a un hombre morir de hambre o movamos el cielo y la tierra para ayudarlo. El hombre no puede apoyarse nunca en lo absoluto; todos los actos involucran consecuencias, y es deber humano encontrarlas y actuar de acuerdo con ellas. Nunca puede elegir entre acción e inacción, sino solamente entre vida y muerte. No puede absolverse nunca con la vieja disculpa de “Mis intenciones fueron buenas”, o “No he faltado a ningún mandamiento”. Hasta los salvajes tienen un concepto más vital, con el que un acto viene a ser juzgado por sus consecuencias, lo mismo que un puente se juzga por su estabilidad. Por eso es tarea del hombre buscar las consecuencias de los actos: lo cual significa descubrir las leyes de las relaciones sociales, los impulsos, causas y efectos de la historia.

Carece de sentido, pues, preguntar al pacifista si habría defendido a Grecia de los persas o a su hermana de un violador potencial. La sociedad moderna impone una salida diferente y más concreta. ¿Bajo qué bandera de violencia se impondrá? Las relaciones sociales burguesas revelan cada vez más la violencia de la explotación y del despojo en que se basan; cada vez más atormentan al hombre con la brutalidad y la opresión. Al abstenerse de la acción el pacifista se enrola bajo esta bandera, la de la creciente violencia y coerción ejercidas por los poseedores sobre los desposeídos. Aumenta las violencias de la pobreza, la privación, las crisis económicas artificiales, la decadencia artística y científica, el fascismo y la guerra.

O se puede alistar bajo la bandera revolucionaria, la que cambiará las cosas. Al hacerlo acepta la necesidad inflexible de que quien sustituya una verdad, una institución o un sistema de relaciones sociales, ha de sustituirlo por algo mejor, que quien hunda un puente ha de colocar en su lugar otro mejor. Las relaciones sociales burguesas fueron tal vez mejores que las esclavistas, ¿cuáles puede encontrar el revolucionario que sean mejores? Y una vez halladas, ¿cómo las va a crear? Porque no sólo hay que planear el puente, hay que ver cómo se construye, con la violencia, con la fuerza, haciendo saltar la roca viva y tirando y sudando con las piedras que lo constituyen.

De este modo el revolucionario tiene que sustituir el nihilismo del pacifismo, que apuntala el mundo decadente y tolera la creciente miseria del hombre, por el positivismo del comunismo. Tiene que forjar una nueva economía apta para suplantar las relaciones sociales burguesas y purgarlas de su inherente violencia coercitiva. Esta violencia emanó de una relación de clase, del dominio de una clase explotada por otra explotadora. Terminar con esta violencia significa construir el Estado sin clases. Al odiar la violencia del Estado burgués, en paz o en guerra, el revolucionario ha de producir una sociedad que no requiere violencia ni en la paz ni en la guerra. Como su objeto de estudio es la realidad material, tiene que ver la única senda por la que las relaciones sociales burguesas de violencia pueden cambiarse en relaciones sociales comunistas de paz. Esta senda es la de la revolución y la de la dictadura del proletariado, seguida de la desaparición paulatina del Estado. Si no ve claramente este modo de transformación de la violencia burguesa en paz comunista, lo mismo que un arquitecto prevé la construcción de los cimientos y el transporte de los materiales, entonces su socialismo se convierte en un sueño vacío, sigue siendo en el fondo un pacifista, un partidario de la situación tal cual es, y, a pesar de todas sus declaraciones de protesta teóricas, lo encontraréis de hecho alistado bajo la bandera de la violencia burguesa, rompiendo huelgas o concediendo al fascismo “libertad de palabra”.

La tarea primordial es expropiar a los expropiadores, oponer su coerción con la de los trabajadores, destruir todos los instrumentos de coerción y explotación de clase cristalizados en el Estado burgués. Quién puede dirigir la lucha sino los explotados, y no sólo todos los explotados, sino aquellos cuya explotación los ha organizado, los ha agrupado y los ha hecho cooperar socialmente, el proletariado. Como, mientras haya esperanza, la clase desposeída luchará hasta la última trinchera, ¿cómo puede efectuarse la transición si no es por la violencia, sustituyendo la dictadura de la burguesía y sus formas características por la dictadura del proletariado y sus formas necesarias?

Sin embargo, mientras la dictadura de la minoría burguesa se perpetuaba a sí misma porque la clase desposeída era también la explotada, la dictadura de la mayoría proletaria no se perpetúa a sí misma porque no explota a la clase desposeída, sino que es al mismo tiempo propietaria y trabajadora de los medios de producción. De este modo, a medida que desaparece la clase desposeída, se desvanece también la dictadura del proletariado en todas sus formas. El sueño pacifista se realiza. Muere para siempre la violencia en el reino humano. El hombre deviene al fin libre.

 

 

* Las imágenes presentadas en el cuerpo del presente artículo han sido retomadas de internet con el fin de complementar, diversificar y desdoblar las posibilidades comunicativas de los contenidos presentados en El Machete, sin ningún fin de lucro y como parte de una plataforma gratuita y libre.

** Christopher Caudwell (1907-1937). Autodidacta, estudioso de K. Marx y F. Engels, se integró al Partido Comunista de Gran Bretaña en 1934. Escritor, poeta, intelectual y teórico revolucionario. Integró el Batallón Británico de las Brigadas Internacionales y desde 1936 luchó en España durante la Guerra Nacional Revolucionaria. Falleció en combate como parte de la denominada Batalla del Jarama. El presente análisis, y que ahora se comparte en El Machete digital, se retoma de la publicación impresa en 1970 por Editorial Grijalbo.

 

(1) Se refiere a la Primera Guerra Mundial.

 

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