Buscar por

Prefacios al Manifiesto del Partido Comunista, 1890-1893

Imagen. Federico Engels y Carlos Marx.
Internet

 

 

 

Prefacios al Manifiesto del Partido Comunista, 1890-1893

 

 

Por Friedrich Engels

 

Prefacio a la edición alemana de 1890. *

El Manifiesto tiene su historia propia. Recibido con entusiasmo en el momento de su aparición por la entonces aún poco numerosa vanguardia del socialismo científico (como lo prueban las traducciones citadas en el primer prefacio**) fue pronto relegado a segundo plano a causa de la reacción que siguió a la derrota de los obreros parisinos, en junio de 1848 [1], y proscrito «de derecho» a consecuencia de la condena de los comunistas en Colonia, en noviembre de 1852 [2]. Y al desaparecer de la arena pública el movimiento obrero que se inició con la revolución de febrero, el Manifiesto pasó también a segundo plano.

Cuando la clase obrera europea hubo recuperado las fuerzas suficientes para emprender un nuevo ataque contra el poderío de las clases dominantes, surgió la Asociación Internacional de los Trabajadores. Esta tenía por objeto reunir en un inmenso ejército único a toda la clase obrera combativa de Europa y América. No podía, pues, partir de los principios expuestos en el Manifiesto. Debía tener un programa que no cerrara la puerta a las tradeuniones inglesas, a los proudhonianos franceses, belgas, italianos y españoles, y a los lassalleanos alemanes. Este programa –el preámbulo de los Estatutos de la Internacional– fue redactado por Marx con una maestría que fue reconocida hasta por Bakunin y los anarquistas. Para el triunfo definitivo de las tesis expuestas en el Manifiesto, Marx confiaba tan sólo en el desarrollo intelectual de la clase obrera, que debía resultar inevitablemente de la acción conjunta y de la discusión. Los acontecimientos y las vicisitudes de la lucha contra el capital, las derrotas, más aún que las victorias, no podían dejar de hacer ver a los combatientes la insuficiencia de todas las panaceas en que hasta entonces habían creído y de tornarles más capaces de penetrar hasta las verdaderas condiciones de la emancipación obrera. Y Marx tenía razón. La clase obrera de 1874, cuando la Internacional al dejó de existir, era muy diferente de la de 1864, en el momento de su fundación. El proudhonismo en los países latinos y el lassalleanismo específico en Alemania estaban en la agonía, e incluso las tradeuniones inglesas de entonces, ultraconservadoras, se iban acercando poco a poco al momento en que el presidente de su Congreso [3] de Swansea, en 1887, pudiera decir en su nombre: «El socialismo continental ya no nos asusta». Pero, en 1887, el socialismo continental era casi exclusivamente la teoría formulada en el Manifiesto. Y así, la historia del Manifiesto refleja hasta cierto punto la historia del movimiento obrero moderno desde 1848. Actualmente es, sin duda, la obra más difundida, la más internacional de toda la literatura socialista, el programa común de muchos millones de obreros de todos los países, desde Siberia hasta California.

*Publicado en el libro Das Kommunistische Manifest, Londres, 1890. De acuerdo con el texto del libro. Traducido del alemán. Y en base a la edición de Carlos Marx, Federico Engels, Obras Escogidas, Tomo I, URSS, Progreso, 1973.
**Se refiere al Prefacio de la edición alemana de 1872.
[1] La insurrección de junio: heroica insurrección de los obreros de París entre el 23 y el 26  de junio de 1848, aplastada con excepcional crueldad por la burguesía francesa. Fue la primera gran guerra civil de la historia entre el proletariado y la burguesía.
[2] El proceso de los comunistas en Colonia (4 de octubre-12 de noviembre de 1852) fue incoado con fines provocativos por el Gobierno prusiano contra once miembros de la Liga de los Comunistas. Acusados de alta traición sin más pruebas que documentos y testimonios falsos, siete fueron condenados a reclusión en una fortaleza por plazos de 3 a 6 años. Los viles métodos provocadores a que recurrió el Estado policiaco prusiano contra el movimiento obrero internacional fueron denunciados por Marx y Engels (véase el artículo de Engels El reciente proceso de Colonia, Carlos Marx y Federico Engels, Obras Escogidas, URSS y el folleto de Marx Revelaciones sobre el proceso de los comunistas en Colonia).
Personalmente Lassalle, en sus relaciones con nosotros, nos declaraba siempre que era un «discípulo» de Marx, y, como tal, se colocaba sin duda sobre el terreno del Manifiesto. Otra cosa sucedía con sus partidarios que no pasaron más allá de su exigencia de cooperativas de producción con crédito del Estado y que dividieron a toda la clase trabajadora en obreros que contaban con la ayuda del Estado y obreros que sólo contaban con ellos mismos. (Nota de F. Engels.)
[3] W. Bevan.

 

Y, sin embargo, cuando apareció no pudimos titularle Manifiesto Socialista. En 1847, se comprendía con el nombre de socialista a dos categorías de personas. De un lado, los partidarios de diferentes sistemas utópicos, particularmente los owenistas en Inglaterra y los fourieristas en Francia, que no eran ya sino simples sectas en proceso de extinción paulatina. De otro lado, los más diversos curanderos sociales que aspiraban a suprimir, con sus variadas panaceas y emplastos de toda suerte, las lacras sociales sin dañar en lo más mínimo al capital ni a la ganancia. En ambos casos, gentes que se hallaban fuera del movimiento obrero y que buscaban apoyo más bien en las clases «instruidas». En cambio, la parte de los obreros que, convencida de la insuficiencia de las revoluciones meramente políticas, exigía una transformación radical de la sociedad, se llamaba entonces comunista. Era un comunismo apenas elaborado, sólo instintivo, a veces algo tosco; pero fue asaz pujante para crear dos sistemas de comunismo utópico: en Francia, el «icario», de Cabet, y en Alemania, el de Weitling. El socialismo representaba en 1847 un movimiento burgués; el comunismo, un movimiento obrero. El socialismo era, al menos en el continente, muy respetable; el comunismo era todo lo contrario. Y como nosotros ya en aquel tiempo sosteníamos muy decididamente el criterio de que «la emancipación de la clase obrera debe ser obra de la clase obrera misma» [4], no pudimos vacilar un instante sobre cuál de las dos denominaciones procedía elegir. Y posteriormente no se nos ha ocurrido jamás renunciar a ella.

[4] Esta tesis teórica de Marx y Engels está expuesta en una serie de trabajos suyos desde los años 40 del siglo XIX; en la fórmula dada viene en los Estatutos de la Asociación Internacional de Trabajadores.

 

¡Proletarios de todos los países, unios! Sólo unas pocas voces nos respondieron cuando lanzamos estas palabras por el mundo, hace ya cuarenta y dos años, en vísperas de la primera revolución parisiense, en la que el proletariado actuó planteando sus propias reivindicaciones. Pero, el 28 de septiembre de 1864, los proletarios de la mayoría de los países de la Europa occidental se unieron formando la Asociación Internacional de los Trabajadores, de gloriosa memoria. Bien es cierto que la Internacional vivió tan sólo nueve años, pero la unión eterna que estableció entre los proletarios de todos los países vive todavía y subsiste más fuerte que nunca, y no hay mejor prueba de ello que la jornada de hoy. Pues, hoy [5], en el momento en que escribo estas líneas, el proletariado de Europa y América pasa revista a sus fuerzas, movilizadas por vez primera en un solo ejército, bajo una sola bandera y para un solo objetivo inmediato: la fijación legal de la jornada normal de ocho horas, proclamada ya en 1866 por el Congreso de la Internacional celebrado en Ginebra y de nuevo en 1889 por el Congreso obrero de París. El espectáculo de hoy demostrará a los capitalistas y a los terratenientes de todos los países que, en efecto, los proletarios de todos los países están unidos.

[5] Este Prefacio fue escrito por Engels el 1 de mayo de 1890, el día en que, por acuerdo del Congreso de París de la II Internacional (julio de 1889) en varios países de Europa y América se celebraron manifestaciones masivas, huelgas y mítines obreros, reivindicando la jornada de ocho horas y el cumplimiento de otros acuerdos del Congreso. A partir de entonces, los obreros de todos los países celebran anualmente el 1º. de mayo como jornada de revista combativa de las fuerzas revolucionarias y de solidaridad internacional del proletariado.

 

¡Oh, si Marx estuviese a mi lado para verlo con sus propios ojos!

 

 

Prefacio a la edición polaca de 1892. ***

El que una nueva edición polaca del Manifiesto Comunista sea necesaria, invita a diferentes reflexiones.

Ante todo conviene señalar que, durante los últimos tiempos, el Manifiesto ha pasado a ser, en cierto modo, un índice del desarrollo de la gran industria en Europa. A medida que en un país se desarrolla la gran industria, se ve crecer entre los obreros de ese país el deseo de comprender su situación, como tal clase obrera, con respecto a la clase de los poseedores; se ve progresar entre ellos el movimiento socialista y aumentar la demanda de ejemplares del Manifiesto. Así, pues, el número de estos ejemplares difundidos en un idioma permite no sólo determinar, con bastante exactitud, la situación del movimiento obrero, sino también el grado de desarrollo de la gran industria en cada país.

Por eso la nueva edición polaca del Manifiesto indica el decisivo progreso de la industria de Polonia. No hay duda que tal desarrollo ha tenido lugar realmente en los diez años transcurridos desde la última edición. La Polonia Rusa, la del Congreso [6], ha pasado a ser una región industrial del Imperio Ruso. Mientras la gran industria rusa se halla dispersa –una parte se encuentra en la costa del Golfo de Finlandia, otra en las provincias del centro (Moscú y Vladímir), otra en los litorales del Mar Negro y del Mar de Azov, etc.–, la industria polaca está concentrada en una extensión relativamente pequeña y goza de todas las ventajas e inconvenientes de tal concentración. Las ventajas las reconocen los fabricantes rusos, sus competidores, al reclamar aranceles protectores contra Polonia, a pesar de su ferviente deseo de rusificar a los polacos. Los inconvenientes –para los fabricantes polacos y para el gobierno ruso– residen en la rápida difusión de las ideas socialistas entre los obreros polacos y en la progresiva demanda del Manifiesto.

*** Publicado en la revista Przedswit, no. 35, el 27 de febrero de 1892 y en el libro K. Marx i F. Engels, Manifest Komunistyczny, Londres, 1892. De acuerdo con el manuscrito, cotejado con el texto de la edición polaca de 1892. Traducido del alemán. Y también en base a la edición de Carlos Marx, Federico Engels, Obras Escogidas, Tomo I, URSS, Progreso, 1973.
[6] La Polonia del Congreso era denominada la parte de Polonia que pasó oficialmente con el nombre de Reinado polaco a Rusia, según acuerdo del Congreso de Viena de 1814-1815.

 

Pero el rápido desarrollo de la industria polaca, que sobrepasa al de la industria rusa, constituye a su vez una nueva prueba de la inagotable energía vital del pueblo polaco y una nueva garantía de su futuro renacimiento nacional. El resurgir de una Polonia independiente y fuerte es cuestión que interesa no sólo a los polacos, sino a todos nosotros. La sincera colaboración internacional de las naciones europeas sólo será posible cuando cada una de ellas sea completamente dueña de su propia casa. La revolución de 1848, que, al fin y a la postre, no llevó a los combatientes proletarios que luchaban bajo la bandera del proletariado, más que a sacarle las castañas del fuego a la burguesía, ha llevado a cabo, por obra de sus albaceas testamentarios –Luis Bonaparte y Bismarck–, la independencia de Italia, de Alemania y de Hungría. En cambio Polonia, que desde 1792 había hecho por la revolución más que esos tres países juntos, fue abandonada a su propia suerte en 1863, cuando sucumbía bajo el empuje de fuerzas rusas [7] diez veces superiores. La nobleza polaca no fue capaz de defender ni de reconquistar su independencia; hoy por hoy, a la burguesía, la independencia de Polonia le es, cuando menos, indiferente. Sin embargo, para la colaboración armónica de las naciones europeas, esta independencia es una necesidad. Y sólo podrá ser conquistada por el joven proletariado polaco. En manos de él, su destino está seguro, pues para los obreros del resto de Europa la independencia de Polonia es tan necesaria como para los propios obreros polacos.

[7] Se refiere a la insurrección de liberación nacional polaca de 1863 a 1864 encauzada contra la opresión de la autocracia zarista. Debido a la inconsecuencia del partido de los «rojos», pequeños nobles, que dejaron escapar la iniciativa revolucionaria, la dirección de la insurrección pasó a manos de la aristocracia agraria y de la gran burguesía, que aspiraban a una componenda ventajosa con el Gobierno zarista. Para el verano de 1864, la insurrección fue aplastada sin piedad por las tropas zaristas.

 

 

Prefacio a la edición italiana de 1893. ****

A los lectores italianos.

La publicación del Manifiesto del Partido Comunista coincidió, por decirlo así, con la jornada del 18 de marzo de 1848, con las revoluciones de Milán y de Berlín que fueron las insurrecciones armadas de dos naciones que ocupan zonas centrales: la una en el continente europeo, la otra en el Mediterráneo; dos naciones que hasta entonces estaban debilitadas por el fraccionamiento de su territorio y por discordias intestinas que las hicieron caer bajo la dominación extranjera. Mientras Italia se hallaba subyugada por el emperador austríaco, el yugo que pesaba sobre Alemania –el del zar de todas las Rusias– no era menos real, si bien más indirecto. Las consecuencias del 18 de marzo de 1848 liberaron a Italia y a Alemania de este oprobio. Entre 1848 y 1871 las dos grandes naciones quedaron restablecidas y, de uno u otro modo, recobraron su independencia, y este hecho, como decía Carlos Marx, se debió a que los mismos personajes que aplastaron la revolución de 1848 fueron, a pesar suyo, sus albaceas testamentarios.

La revolución de 1848 había sido, en todas partes, obra de la clase obrera: ella había levantado las barricadas y ella había expuesto su vida. Pero fueron sólo los obreros de París quienes, al derribar al gobierno, tenían la intención bien precisa de acabar a la vez con todo el régimen burgués. Y aunque tenían ya conciencia del irreductible antagonismo que existe entre su propia clase y la burguesía, ni el progreso económico del país ni el desarrollo intelectual de las masas obreras francesas habían alcanzado aún el nivel que hubiese permitido llevar a cabo una reconstrucción social. He aquí por qué los frutos de la revolución fueron, al fin y a la postre, a parar a manos de la clase capitalista. En otros países, en Italia, en Alemania, en Austria, los obreros, desde el primer momento, no hicieron más que ayudar a la burguesía a conquistar el poder. Pero en ningún país la dominación de la burguesía es posible sin la independencia nacional. Por eso, la revolución de 1848 debía conducir a la unidad y a la independencia de las naciones que hasta entonces no las habían conquistado: Italia, Alemania, Hungría. Polonia les seguirá.

Así, pues, aunque la revolución de 1848 no fue una revolución socialista, desbrozó el camino y preparó el terreno para esta última. El régimen burgués, en virtud del vigoroso impulso que dio en todos los países al desenvolvimiento de la gran industria, ha creado en el curso de los últimos 45 años un proletariado numeroso, fuerte y unido y ha producido así  –para  emplear la expresión del Manifiesto– a sus propios sepultureros. Sin restituir la independencia y la unidad de cada nación, no es posible realizar la unión internacional del proletariado ni la cooperación pacífica e inteligente de esas naciones para el logro de objetivos comunes. ¿Acaso es posible concebir la acción mancomunada e internacional de los obreros italianos, húngaros, alemanes, polacos y rusos en las condiciones políticas que existieron hasta 1848?

Esto quiere decir que los combates de 1848 no han pasado en vano; tampoco han pasado en vano los 45 años que nos separan de esa época revolucionaria. Sus frutos comienzan a madurar y todo lo que yo deseo es que la publicación de esta traducción italiana sea un buen augurio para la victoria del proletariado italiano, como la publicación del original lo fue para la revolución internacional.

El Manifiesto rinde plena justicia a los servicios revolucionarios prestados por el capitalismo en el pasado. La primera nación capitalista fue Italia. Marca el fin del medioevo feudal y la aurora de la era capitalista contemporánea la figura gigantesca de un italiano, el Dante, que es a la vez el último poeta de la Edad Media y el primero de los tiempos modernos. Ahora, como en 1300, comienza a despuntar una nueva era histórica. ¿Nos dará Italia al nuevo Dante que marque la hora del nacimiento de esta nueva era proletaria?

**** Publicado en el libro: Carlo Marx e Federico Engels, Il Manifesto del Partito Comunista, Milano, 1893. Se publica de acuerdo con el texto del libro, cotejado con el borrador en francés. Traducido del italiano. Así como, en los casos anteriores, en base a la edición de Carlos Marx, Federico Engels, Obras Escogidas, Tomo I, URSS, Progreso, 1973. Todas las notas numeradas o en asterisco corresponden a esta última colección, edición de 1981, al igual que las notas de F. Engels, señaladas por un círculo.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *