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El Presidente no debe intervenir en asuntos electorales

 

 

Por: Héctor Ramírez Cuéllar

En estos días se discuten violentamente una serie de asuntos políticos muy importantes, de cuyo tratamiento y desenlace final, surgirá el resultado de las elecciones presidenciales del 2024. Uno de ellos consiste en considerar si el Presidente de la República puede participar directamente en los procesos electorales y si siguen vigentes, por lo menos en el plano formal, los principios de equidad, imparcialidad y trato justo que están teóricamente  contenido en la legislación actual  o si debemos admitir,  aunque sea tácitamente, que sea el gobierno, en todos los niveles, el principal factor político que organice, oriente,   asegure, los resultados finales  de los comicios. Los que pensaban que estos temas ya se habían  políticamente superado, después de la  realización de varias reformas políticas, se equivocan, ya  que el gobierno actual insiste, utilizando todo el poder de que dispone,  que él sea  el que se encargue de estas funciones esenciales, afirmando que es necesario enfrentar a la derecha y derrotarla para salvar a México.

Durante el siglo XX fue el gobierno el que organizó y   calificó las elecciones ya que había un férreo control de las instituciones políticas y de las organizaciones de obreros y de campesinos, que les permitía  tener un voto cautivo, necesario para alcanzar  la mayoría en las  contiendas,  así como un partido que en realidad funcionaba como instrumento de la  administración  pública, como un brazo de la burguesía en el poder,  que por diferentes vías  y empleando  todos los métodos políticos  conocidos, recibía los recursos que necesitaba para que pudiera triunfar plenamente, con apoyo en  la legalidad imperante o   sin ella.  Este enorme poder se fue erosionando desde el sexenio de José López Portillo hasta el régimen de Enrique Peña Nieto, en que el PRI perdió,  primero,  su mayoría en los órganos legislativos  después la Presidencia de la  Republica hasta que  llegó  el momento actual en que una nueva coalición política  ocupa los principales cargos,  en el poder Ejecutivo y en la mayoría de las gubernaturas de los estados.

Algunos dirigentes políticos, muchos analistas y comentaristas, afirmaron que habiéndose desplazado el PRI de la Presidencia de la República y del control de  las cámaras del Congreso de la Unión, tomando  en cuenta que había un nuevo agrupamiento mayoritario,  Morena, las conquistas políticas logradas en décadas anteriores,  se mantendrían,  que eran ya  irreversibles y que se pasaría incluso, a un etapa superior en el proceso inacabado de la  democratización de la vida nacional. Pero  se han equivocado de una manera rotunda ya que Morena reproduce muchos de los vicios y de la deformaciones que tenía el partido anterior, que el Presidente no se ha caracterizado por  la descentralización del poder sino por una mayor concentración del mismo en su persona, que ejerce un control total en los órganos legislativos,  que avasalla a los gobernadores, que no toma decisiones  de una manera colegiada sino exclusivamente personalista, que el gabinete solo existe en forma decorativa y que no ha propiciado  que los obreros,   los campesinos, los indígenas, los intelectuales progresistas, asuman una   participación más activa y decisiva  en los asuntos nacionales.

La semana pasada, rica en acontecimientos políticos, el Presidente demostró, en los hechos, en la práctica, que está abandonado  sus funciones como titular del Poder Ejecutivo, que en realidad  se comporta como un dirigente político, ya que formuló el programa de trabajo de Morena,  ordenó a   los gobernadores que   tomaran una serie de medidas para ganar las elecciones del año próximo, organizó los ataques políticos en contra de los partidos de oposición de derecha, intervino en forma  directa y recurrente en asuntos que no son de su incumbencia, los asuntos electorales, asumió  un papel beligerante, activo, sistemático en este terreno que de acuerdo con  la legislación que está vigente, no le competen en función de sus atribuciones legales y  constitucionales, manifiesta tener  un profundo desprecio  por la división de poderes, de los partidos políticos de todas las tendencias,  de los intelectuales que no comparten sus puntos de vista, de los científicos, de los jóvenes,   de las  mujeres que se expresan en forma independiente del poder, no acepta,   ni tolera  ninguna disidencia o critica política y que se opone a la  existencia y al  funcionamiento de los  organismos autónomos, no por las deficiencias  y  debilidades que tienen sino en la medida en que estos  manifiestan una cierta autonomía e impugnan determinadas acciones o decisiones del gobierno.

La conducta  que observó el Presidente nos está planteando al regreso del pasado  político, cuando el gobierno organizaba y calificaba las elecciones, cuando existía un partido que tenía  una simbiosis  con el aparato estatal, pero además, se erigió en    un salvador, un redentor, un guía moral, reconociendo que estaba violando las leyes electorales, pero que  lo hacía por el “bien de México”,  “por impedir el triunfo de la derecha en los próximos comicios”,  “que volviera la corrupción” como si esta ya hubiera sido erradicada en este sexenio, señalando que  por estas razones, “justas y patrióticas”  su posición política  estaba más que justificada.

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