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¿Activismo o militancia?

Por: Guillermo Uc

¿Por qué es tan difícil asumir una militancia? ¿Por qué es tan cómodo quedarse en el activismo? Aunque ambos términos puedan llegar a confundirse como sinónimos (o haya quienes quieran hacerlos pasar como tal), cada uno tiene un contenido diferente. Por lo tanto, para alcanzar una respuesta a las interrogantes planteadas, es necesario marcar la diferencia entre ambas categorías, contrastándolas.

Un militante es aquél que asume un compromiso con una posición política y la defiende de manera activa y permanente. El militante no concibe su vida sin la posición política que ha asimilado. Entiende que sus acciones, por pequeñas que sean, estarán encaminadas a alcanzar objetivos mayores, a lograr una acumulación de fuerzas para que su objetivo se cumpla.

Al militante lo mueve la necesidad. El militante se vuelve tal porque llega a la comprensión de que la única manera de cambiar su situación es a través de la toma de partido y dejando atrás la inacción. No es de extrañar, pues, que en la época actual la mayoría de los individuos que asumen una militancia, pertenezcan a la clase obrera o a los sectores populares, pues sienten en carne propia las cadenas de la esclavitud capitalista y por ello reaccionan organizándose.

Pero este objetivo no es únicamente personal, individual, aislado. El militante entiende que no es el único ser sobre la faz de la tierra que vive una situación calamitosa. Quien asume una militancia lo hace porque llega a la comprensión de que hay cientos de miles de individuos que viven bajo las mismas condiciones que él. En ese sentido, se vincula con otros de manera organizada para alcanzar un mismo fin ya que, entiende, que su emancipación no podrá lograrse sin la emancipación del resto de la masa. Un militante no es necesariamente aquél que milita en un partido político. El estudiante que milita, lo hace en una organización estudiantil; el obrero, en el sindicato; el habitante de los barrios y perteneciente a los sectores populares, en el comité vecinal, en la asociación de una misma rama de la producción, etc., y, desde luego, el más avanzado, terminará militando en el partido de la clase trabajadora. Militante y organización son dos palabras que nunca se encontrarán separadas. El “militante” que considere que puede estar sin organizarse, simplemente no lo es. Por tanto, no mueve al militante una motivación individual, egoísta, egocéntrica, sino que, si dedica su vida a su causa, es por objetivos colectivos, de masa. Por tanto, el militante entiende que su valor como individuo es relativo, y solo adquiere importancia cuando sus actos individuales suman a las tareas colectivas.

¿Es, pues, la militancia una renuncia a la individualidad? No, puesto que el militante entiende que es responsable de sus propias acciones individuales. De él depende que, en su centro de trabajo, en su escuela, en su barrio, o en cualquier lado donde ponga un pie, el resto de la masa conozca sus posiciones (que, como hemos dicho, no son solo suyas, sino de la organización a la que pertenece), que las comprenda y que las adopte como propias. También él, en lo individual, es responsable de los errores que comete. Desde luego que la organización, de manera colectiva, es responsable de la correcta formación, tanto en lo teórico como en lo práctico, del militante, de la vigilancia de las acciones del militante, etc., pero el militante, en lo individual, es responsable de que sus actos y estilo de vida se correspondan con lo que adquiere en la conciencia a través de su organización.

Un tipo de militante es el militante del partido de la clase trabajadora, es decir, del Partido Comunista de su país. Este no es amante del movimiento por el movimiento. Un militante comunista es alguien que sabe estimar el verdadero valor de una causa o, en su caso, de la forma concreta en que se lucha por una causa. Por un lado, sabe que, aunque haya “luchas” que se autoproclaman como justas, éstas pueden ser engañosas. Por ejemplo, los oportunistas contemporáneos en México sostienen que, palabras más o palabras menos, la lucha “justa” de la clase obrera de nuestro país es el apoyo a la socialdemocracia. Un activista sin criterio fácilmente se ve presa de ese engaño; el militante comunista entiende que eso es demagogia, denuncia ese pensamiento como tal y exhibe ante las masas que para ellas ese movimiento no representa ningún avance en su lucha. Por otro lado, el militante es consciente de que, aunque haya luchas justas, no todas las formas en que se expresa merecen ser apoyadas. Por ejemplo, entiende que, en México, la lucha contra el despojo de la tierra al campesinado empobrecido es, en general, una lucha justa y, por lo tanto, intenta atraer a las masas trabajadoras y oprimidas a ella y participa en las acciones que contribuyan efectivamente a ese fin. En esos casos, el resto de la masa que participa en esa lucha podrá tener la certeza de que el militante comunista estará siempre, que será el primero en llegar y el último en retirarse, incluso en las condiciones más adversas. Pero también es consciente de que no todas las expresiones que se produzcan en esa lucha tienen un fin concreto, que hay algunas que no tienen pies ni cabeza y que están condenadas al fracaso. Si la lucha contra el despojo de la tierra, por ejemplo, va siendo arrastrada hacia votar por la socialdemocracia que promete “tomar cartas en el asunto”, aun cuando esa misma socialdemocracia ha avalado el despojo en tiempos previos, es cuando el militante comunista debe exponer ante las masas la necedad de seguir por esa vía y criticar con firmeza a quienes la promuevan. Por lo tanto, al militante no lo guía el movimiento espontáneo, sino que, por el contrario, procura que el movimiento espontáneo se convierta en algo consciente, organizado, y también es su deber estimar si ese movimiento espontáneo tiene futuro o si se quedará atrapada en la lógica del mero activismo.

Para no ser un esclavo del movimentismo, el militante comunista procura formarse ideológica y políticamente, tanto de manera individual, como de manera colectiva en su organización. El militante debe leer, formarse, elevar su nivel cultural. Si no quiere verse arrastrado por todo lo que surja, pero también si quiere imprimirle un carácter organizado a la lucha, debe tener claridad sobre el mundo y la realidad que lo rodea. Pero el militante no debe limitarse a solo leer y adquirir una formación libresca. El militante comunista solo podrá encontrar una comprobación de la teoría en la realidad práctica y aprender de ella.

El militante comunista es alguien discreto, es enemigo de las ansias enfermizas por llamar la atención, de atraer las cámaras, reflectores y micrófonos, a menos que la valoración de la organización lo considere necesario. El militante está en la lucha no por las medallas o el reconocimiento, sino por la convicción de alcanzar el objetivo a como dé lugar.

Entonces, ¿es el militante un esclavo de la organización? ¿Es un autómata que obedece sin razonar? Para nada. Las organizaciones están conformadas por sus militantes y no serían nada sin ellos. La organización existe porque existen militantes que, no solo la conforman, sino que le dan orientación, la fortalecen, enriquecen sus análisis, proponen soluciones, analizan los resultados.

Por tanto, es natural que las organizaciones, los movimientos y las luchas llegarán a mejor puerto por la participación de aquellos elementos que han asumido una militancia. Sin embargo, ¿por qué hay tan pocos militantes en comparación con la infinidad de activistas? Para acercarnos un peldaño más a la respuesta a esta pregunta, hemos de definir, pues, qué es un activista y en qué se diferencia de un militante.

A diferencia del militante, el activista tiene un compromiso muy endeble. Aunque en apariencia se comprometa con una causa, ese compromiso es, por lo general, circunstancial. Lo mueve algo que sea mediático, esa es su condición para formar parte de él. Lo mueve más una motivación personal, moral o pasional, que política.

Esto se debe, también, a que al activista no lo mueve la necesidad. El activista, por lo general, no pertenece a las clases explotadas bajo el capitalismo. Su forma de pensar y actuar se debe, a que pertenece a la pequeña burguesía o tiene un estilo de vida relativamente cómodo. Por ello, es la satisfacción personal, el sentirse bien consigo mismo, el saber que hace lo correcto, en otras palabras, la voz de su conciencia pequeñoburguesa, lo que lo “obliga” a movilizarse. Como consecuencia, los límites hasta donde llega su “obligación” los define él mismo y, por lo tanto, su pertenencia a una lucha tiende a ser temporal o depender de su estado de ánimo. Un día puede estar y al otro día no, si no le da la gana. Su compromiso es tan voluntarioso como lo es la caridad, es capaz de comprometerse a tal punto que no le implique un esfuerzo mayor al que le dedicaría a un pasatiempo, es decir, puede dedicar el tiempo que le sobra.

Al no pertenecer a las clases explotadas, el activista no tiene que (y tampoco desea) someterse a la dirección de las clases trabajadoras que han asumido una militancia y que, por su claridad, como es natural, tienden a ser reconocidas como la vanguardia del resto de la masa. El ego del activista se ve ofendido cuando su formación académica, su “experiencia” basada más que nada en la edad (que puede no significar nada, en los hechos, si nunca aprendió nada de ella) o su supuesto “prestigio”, terminan siendo rebasados por la claridad de conciencia del militante. El berrinche es su respuesta inmediata, incluso amenazando con abandonar la lucha si no se hace lo que quiere.

Es por lo que al activista no le interesa organizarse, de hecho, le tiene pavor a la organización, a la que ve como un monstruo que todo lo devora. “¡A mí nadie me dice qué hacer!” señala como máxima el activista, dado que percibe a la organización como una amenaza a su individualidad. El yo lo es todo para el activista. Para él, el éxito de la lucha va a depender de su acción individual aislada. No es de extrañar que el método del activista esté más cercano al anarquismo, una corriente burguesa, desorganizadora, liquidadora e incluso reaccionaria.

El activista no se preocupa por tener una formación política, ideológica y, en algunos casos, ni siquiera cultural. “¿Para qué tanta teoría?” la segunda máxima del activista. Por ello, no es de extrañar que el activista sea como el camarón que se duerme, pues termina siendo arrastrado por la corriente de cualquier movimiento de moda que surja. Hoy puede ser ecologista, mañana puede ser feminista, y pasado mañana puede ser un experto en “decolonialismo”. Al final, no importa de qué trate la lucha. Bien puede ser contra el genocidio en Gaza, como en la unidad de la izquierda para que siga la “transformación” en el caso de México, sin considerar las contradicciones que ello expresa. Lo que importa es estar en ella, incluso si son posiciones contradictorias.

Pero los pocos activistas que, por la academia, han adquirido el hábito de la lectura, tienen el serio problema de no saber discernir entre una teoría verdadera, correcta, que puede ser comprobada en la realidad, y una “teoría” que es el engendro de las mentes de la intelectualidad burguesa y pequeñoburguesa y que, por tanto, solo existe en la cabeza de quienes lo postularon. Para ellos, todo es válido, pues mientras pueda existir un caso entre un millón que compruebe lo que leen, se aprueba como teoría correcta. No importa que la realidad material funcione a partir de la generalidad y no de particularidades. Para ellos, todo es una cuestión de interpretaciones, nada concreto existe, pues todo depende de cómo uno lo quiera interpretar. Pero ellos mismos son hipócritas con esa regla suya autoimpuesta, pues si la explicación a los fenómenos se haya en Marx, Engels, Lenin o Stalin, eso es dogmatismo y sectarismo; pero si Enrique Dussel, Judith Butler, Walter Benjamin o Michel Foucault lo dicen, ha de ser verdad. ¡Y pobre de aquél “dogmático” que quiera polemizar con la interpretación de nuestros berrinchudos activistas!

La raíz pequeñoburguesa del activista se refleja en su obsesión por figurar, por ser el primero en posar ante las cámaras, por acaparar los micrófonos, aunque no tenga nada relevante que decir. “¡Que se vea que estoy en lo público, aunque nunca me asome para el trabajo más laborioso y menos atractivo”! es la mayor preocupación del activista, antes incluso que la causa por la que hace alarde de apoyar. Si no se le da la atención que exige, si no hay condiciones para demostrar que fue él quien estuvo por aquí o por allá, su valoración es que no vale la pena continuar ahí. “¡En mejores lugares me han ignorado!” será el lloriqueo del activista, antes de volver a ser visto.

En resumen, se podrá ya notar que si hay muchísimos activistas pero pocos militantes, es porque el activismo es la comodidad de hacer cuando uno quiera y no temer una consecuencia por no hacerlo, de querer tener lo mejor de dos mundos (el reconocimiento sin el compromiso), no tener que preocuparse ni por el trabajo gris, ni por la formación, ni por asumir tareas, ni por rendir cuentas a nadie más que a su conciencia pequeñoburguesa. Por el contrario, la militancia no la asume cualquiera, la asume quien ha decidido renunciar a una parte de su individualidad y su ego para fundirse en el torrente revolucionario organizado. Ser un militante significa ser, como diría el Indio Naborí, el último en tener, el último en comer, el último en dormir y el primero en morir. Y eso es algo que pocos están dispuestos a aceptar, sobre todo cuando ignoran las condiciones que hacen preferible el sacrificio a la miseria. En otras palabras, podemos concluir que el militante se encuentra en una categoría superior en compromiso al del activista.

Pero eso, ¿tiene algo de malo? ¿Afecta a la lucha? Si hay militantes y activistas, ¿por qué no dejar que los militantes sean militantes y los activistas sigan siendo activistas? ¿Por qué no regirse por el “vive y deja vivir”? Al final, todos somos “compañeros en la misma lucha”, ¿no? Ese sería precisamente el razonamiento del activista, que no ve más allá de sus propias narices y piensa que las acciones y decisiones individuales no tienen consecuencias sobre la lucha de las masas proletarias y populares. El militante razona en el sentido contrario, sabe que se trata de un asunto de fondo, que una u otra forma de actividad política influye en los procesos organizativos.

Por supuesto que, aunque rechazamos el método pequeñoburgués del activismo, no condenamos a todo activista en abstracto. Por el contrario, pensamos que esa primera forma de integrarse a la lucha puede desarrollarse, pulirse, mejorarse y, eventualmente, convertirse en militancia. Pero estamos claros que, si las luchas de la clase obrera y los sectores populares pretenden avanzar y conquistar mejores posiciones frente al enemigo de clase, no lo lograrán siguiendo el método activista. Únicamente pueden desencadenar toda su fuerza asumiendo un compromiso militante, ya sea en sus sindicatos, organizaciones estudiantiles, barriales, vecinales y, desde luego, en el Partido Comunista.

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