Buscar por

Esbozo de una crítica de la economía politica

Imagen. El joven Friedrich Engels. Internet

 

 

 

Esbozo de una crítica de la economía politica*

 

 

 

por Friedrich Engels

 

LA ECONOMÍA política surgió como consecuencia natural de la extensión del comercio, y con ella apareció, en lugar del tráfico vulgar sin ribetes de ciencia, un sistema acabado de fraude lícito, toda una ciencia sobre el modo de enriquecerse.

Esta economía politica o ciencia del enriquecimiento, que brota de la envidia y la avaricia entre mercaderes, viene al mundo trayendo en la frente el estigma del más repugnante de los egoísmos. Se profesaba todavía la ingenua creencia de que el oro y la plata constituían la riqueza, y no se encontraba, por esta razón, nada más urgente que prohibir en todas partes la exportación de metales «preciosos». Las naciones se enfrentaban unas a otras como avaros rodeando cada una de ellas con ambos brazos su querida talega de oro y mirando a sus vecinos con ojos envidiosos y llenos de recelo. Y se recurría a todos los medios imaginables para extraer de los pueblos con los que se comerciaba la mayor cantidad posible de dinero contante y sonante, procediendo luego a colocar celosamente detrás de la línea aduanera la moneda arrebatada.

Este principio, aplicado del modo más consecuente, hubiera matado el comercio. De modo que se comenzó a rebasar esta primera etapa; se comprendió que en las arcas yacía inactivo el capital, mientras que en circulación se incrementaba continuamente. Esta consideración hizo que se rompiera la reserva; las naciones echaron a volar sus ducados como reclamo para cazar más dinero y se reconoció que en nada perjudicaba el pagar a otro un precio demasiado alto por su mercancía, siempre y cuando se pudiera obtener de él otro todavía mayor por la mercancía propia.

Surgió así sobre esta base, el sistema mercantil. Con él quedaba disimulada en parte la avaricia del comerciante; las naciones se acercaron un poco más, concertaron tratados de comercio y amistad, se dedicaron a negociar las unas con las otras y, con el señuelo de mayores ganancias se abrazaban y se hacían todas las promesas de amor imaginables. Pero en el fondo seguía remando entre ellas la codicia y la avaricia de siempre, que estallaban de vez en cuando en las guerras, encendidas todas ellas en aquél periodo por la rivalidad comercial. En estas guerras se ponía de manifiesto que en el comercio, lo mismo que en el robo, no había más ley que el derecho del más fuerte; no se sentía el menor escrúpulo en arrancar al otro, por la astucia o la violencia, los tratados considerados como más beneficiosos.

La piedra angular de todo el sistema mercantil es la teoría de la balanza comercial. En efecto, como las naciones se aferraban todavía al principio de que el oro y la plata eran la riqueza, sólo se consideraban beneficiosos aquellos tratos que, a fin de cuentas, traían al país dinero contante. Para averiguar el saldo favorable se cotejaban las importaciones y las exportaciones. Quien exportaba más de lo que importaba daba por supuesto que la diferencia afluía al país en dinero efectivo y se consideraba enriquecido con ella. Todo el arte de los economistas estribaba, por lo tanto, en velar porque al final de cada ejercicio las exportaciones arrojaran un saldo o balanza favorable sobre las importaciones.

Y en aras de esta grotesca ilusión miles de hombres morían sacrificados en los campos de batalla. También el comercio puede enorgullecerse, como se ve, de su Inquisición y de sus Cruzadas.

El siglo XVIII, el siglo de la revolución, revolucionó también la Economía. Pero, así como todas las revoluciones de este siglo pecaron de unilaterales y quedaron estancadas en la contradicción, así como al espiritualismo abstracto se opuso el abstracto materialismo, a la monarquía la república, y al derecho divino el contrato social, vemos que tampoco la revolución económica pudo sobreponerse a la contradicción correspondiente. Las premisas siguieron en pie por todas partes; el materialismo no atentó contra el desprecio y la humillación cristianos del hombre y se limitó a oponer al hombre, en vez del Dios cristiano, la naturaleza como algo absoluto; la política no pensó siquiera en entrar a investigar las bases en las que descansaba el Estado en y de por sí; y, por su parte, a la Economía no se le ocurrió preguntarse por la razón de ser de la propiedad privada. De ahí que la nueva Economía no representara más que un progreso a medias; veíase obligada a traicionar sus propias premisas y a renegar de ellas, a recurrir al sofisma y a la hipocresía para encubrir las contradicciones en que se veía envuelta y poder llegar a conclusiones a las que la empujaba más el espíritu humano del siglo que las premisas de las que partía.

Esto hizo que la Economía adoptase un carácter filantrópico; retiró su favor a los productores para encaminarlo hacia los consumidores; aparentó una santa aversión contra los sangrientos horrores del sistema mercantil y proclamó el comercio como un lazo de amistad y concordia entre las naciones y los individuos. Todo aparecía envuelto en hermosos colores, pero las premisas, que seguían en pie, no tardaron en imponerse de nuevo, y engendraron, en contraste con esta esplendorosa filantropía, la teoría maltusiana de la población, el sistema más brutal y más bárbaro que jamás haya existido, un sistema basado en la desesperación, que venía a echar por tierra todos aquellos hermosos discursos sobre el amor de la humanidad y el cosmopolitismo; engendraron y pusieron en pie el sistema fabril y la moderna esclavitud, que nada tiene que envidiar a la antigua en cuanto a crueldad e inhumanidad. La nueva Economía, el sistema de la libertad de comercio basado en la Wealth of Nations [1] de Adam Smith, revela los mismos rasgos de hipocresía, inconsecuencia e inmoralidad que actualmente se enfrentan en todos los campos al libre sentido humano.

[1] Cfr. Adam Smith, An Enquiry into the Nature and Causes of the Wealth of the Nations, Londres, 1776.

 

¿Quiere decir esto que el sistema de A. Smith no representó un progreso en modo alguno? Sin duda que sí, y un progreso, además, necesario. Era necesario, en efecto, que el sistema mercantil, con sus monopolios y sus trabas comerciales, se viniera a tierra para que pudiesen revelarse con toda su fuerza las consecuencias reales de la propiedad privada; fue necesario que pasaran a segundo plano todas aquellas pequeñas consideraciones localistas y nacionales para que la lucha de nuestro tiempo se generalizara y cobrara un carácter más humano; fue necesario que la teoría de la propiedad privada abandonase la senda puramente empírica, de la limitación puramente objetiva y asumiese un carácter más científico que la hiciera responsable también de las consecuencias, llevando así el problema a un terreno general más humano; que la inmoralidad contenida en la vieja Economía se viera en la tesitura de ser negada por su implícita hipocresía hasta el punto de intentar su desaparición. Todo ello se hallaba implícito en la naturaleza misma de la cosa. Reconocemos de buen grado que la justificación y la práctica de la libertad de comercio nos han puesto en condiciones de remontamos por encima de la Economía basada en la propiedad privada, pero debemos tener también derecho a presentar esa libertad reducida a toda su nulidad teórica y práctica.

Y nuestro juicio tendrá que ser, por fuerza, tanto más duro cuanto más pertenezcan a nuestros días los economistas a quienes enjuiciemos. Mientras Smith y Malthus sólo se encontraron con fragmentos sueltos, los economistas posteriores tenían ya ante sí todo el sistema terminado; estaban a la vista todas las consecuencias, aparecían bien de relieve las contradicciones, a pesar de lo cual no fueron capaces de tratar de analizar las premisas, haciéndose sin embargo responsables de todo el sistema. Cuanto más se acercan los economistas a los tiempos presentes, más se van alejando de los postulados de la honradez. A medida que avanza el tiempo, aumentan necesariamente los sofismas encaminados a mantener la Economía a la altura de la época. Esto hace que Ricardo [2], por ejemplo, sea más culpable que Adam Smith, y McCulloch [3] y Mili [4] más culpables que Ricardo.

[2] David Ricardo (1772-1823), famoso economista y político inglés. Autor entre otras cosas de Principies of Political Economy and Taxation y del Essay on the Influence of a Law Price of Corn on the Profits of Stock.
[3] John Ramsay McCulloch (1789-1864), economista, alumno y seguidor de Ricardo cuya obra completa publicó en 1846. Autor de The Principies of Political Economy. Edinburgh, 1825. Essay on the circumstances which determine the Rate of Wages and the Condition of Labourin.
[4] James Mili (1773-1836), filósofo y economista, seguidor de Ricardo. Autor de Elements of Political Economy, Londres, 1821.

 

La Economía moderna no puede ni siquiera enjuiciar certeramente el sistema mercantil, porque ella misma peca de unilateral y se halla todavía impregnada de sus premisas. Y sólo estará en condiciones de asignar a cada uno de ellos el lugar que le corresponde aquel punto de vista que se sobreponga a la contradicción entre ambos sistemas, que critique las premisas comunes a uno y otro y que parta de una base general y puramente humana. Los defensores de la libertad de comercio son, como se demostrará, peores monopolistas que los mismos viejos mercantilistas. Y asimismo se pondrá de manifiesto que bajo el falaz humanitarismo de los modernos se esconde una barbarie de la que los antiguos ni siquiera imaginaban; que el embrollo conceptual de éstos mostraba cierta sencillez y consecuencia, si se le compara con la ambigüedad lógica de sus detractores, y que ninguna de las dos partes puede echar en cara a la otra nada de lo que no tenga que acusarse a sí misma. De ahí que la Economía liberal moderna resulte incapaz para comprender la restauración del sistema mercantil de List, que para nosotros es perfectamente simple. La inconsecuencia y la duplicidad de la Economía liberal tienen que disolverse de nuevo, necesariamente, en las partes fundamentales que la integran. Asi como la teología no tiene ante sí más que dos caminos: o retroceder hacia la fe ciega o avanzar hacia la filosofía libre, la libertad de comercio tiene necesariamente que provocar, de una parte, la restauración de los monopolios, y, de otra, la abolición de la propiedad privada.

El único avance positivo que ha logrado la Economía liberal ha sido el desarrollo de las leyes de la propiedad privada. Claro está que estas leyes se hallan implícitas en ella, aunque no aparezcan todavía llevadas hasta sus últimas consecuencias y claramente formuladas. De donde se sigue que, en todos aquellos puntos en que se trata de decidir acerca de la manera más rápida de enriquecerse, es decir, en todas las controversias estrictamente económicas, los defensores de la libertad de comercio tienen la razón de su parte. En las controversias, bien entendido, con los monopolistas y no con los adversarios de la propiedad privada, pues la superioridad de éstos para llegar a conclusiones más acertadas de los problemas económicos, ha sido demostrada hace largo tiempo, en la práctica y en la teoría, por los socialistas ingleses.

Así pues, en la crítica de la Economía política investigaremos las categorías fundamentales, pondremos al descubierto la contradicción introducida por el sistema de la libertad comercial y sacaremos las consecuencias que se desprenden de los dos términos de la contradicción.

La expresión riqueza nacional tiene su origen sólo en el afán de generalización de los economistas liberales. Esta expresión carece de todo sentido mientras exista la propiedad privada.

La «riqueza nacional» de los ingleses es muy grande, pero ello no impide que el pueblo inglés sea el más pobre bajo el sol. Una de dos: o se prescinde de esa expresión, o se aceptan las condiciones necesarias para que tenga sentido. Y otro tanto podemos decir de las expresiones Economía nacional, Economía politica o Economía pública. En realidad, esta ciencia, mientras se mantengan en pie las condiciones actuales, debería llamarse Economía privada, ya que sólo en aras de la propiedad privada existen en la Economía relaciones públicas.

La consecuencia inmediata de la propiedad privada es el comercio, el intercambio de las mutuas necesidades, la compra y la venta. Bajo el imperio de la propiedad privada, este comercio, como cualquier otra actividad, no puede por menos de ser una fuente directa de lucro para quienes lo ejercen; dicho en otros términos, todo comerciante tiene por fuerza que aspirar a vender lo más caro y a comprar lo más barato posible. En toda compraventa se enfrentan, pues, dos individuos movidos por intereses diametralmente opuestos, y el conflicto que entre ellos se crea no puede ser más hostil, ya que el uno conoce perfectamente las intenciones del otro y sabe que son antagónicas a las suyas. El primer resultado de ello es, por lo tanto, de una parte, la mutua desconfianza, y de otra la justificación de dicha desconfianza, el empleo de medios inmorales para la consecución de un fin inmoral.

Así, por ejemplo, uno de los primeros principios del comercio es el secreto, la ocultación de cuanto pueda mermar el valor de la mercancía de que se trata. Consecuencia de ello: al comerciante le es lícito sacar el mayor provecho posible de la ignorancia, de la confianza de la otra parte, y atribuir a su mercancía cualidades que no posee. En una palabra, el comercio es el fraude legal. Y que la práctica confirma esta teoría nos lo podría decir cualquier comerciante que quisiera hacer honor a la verdad. El sistema mercantil aún podía alegar en su favor una cierta franqueza católica, que no trataba de encubrir en lo más mínimo la inmoralidad del comercio. Ya hemos visto cómo hacía gala de su vil codicia. La hostilidad mutua entre las naciones en el siglo XVII, la repugnante envidia y la rivalidad comercial que las movían eran los resultados consecuentes del comercio en general. Aún no se había humanizado la opinión pública y, por lo tanto, no había por qué disfrazar lo que no era más que una consecuencia directa del carácter hostil e inhumano del comercio.

Pero cuando Adam Smith, el Lutero económico, hizo la crítica de la Economía anterior a él, las cosas habían cambiado ya mucho. El siglo se había humanizado, se había hecho valer la razón, y la moral comenzaba a invocar sus títulos eternos.

Los tratados de comercio arrancados a la fuerza, las guerras comerciales, el tajante aislamiento de las naciones, chocaban demasiado contra la conciencia progresiva. La franqueza católica dejó el puesto a la hipocresía protestante. Adam Smith demostró que también la humanidad se hallaba en la esencia del comercio; que el comercio, en vez de ser «la fuente más fecunda de la discordia y la hostilidad», debía convertirse en «el lazo de la concordia y la amistad, tanto entre las naciones como entre los individuos» (V. Wealth of Nations, libro IV, cap. 3, § 2), pues el comercio, por su naturaleza misma, debía beneficiar en general a todos los que participaran en él.

Y Smith estaba en lo cierto al ensalzar el comercio como humano. En el mundo no hay nada absolutamente inmoral; también el comercio tiene una faceta en la que paga tributo a la moral y a la humanidad. Pero ¡qué tributo!, el derecho del más fuerte, el asalto a mano armada de la Edad Media, al convertirse en comercio, fue humanizado en la primera etapa del comercio, caracterizada por la prohibición de exportar moneda, es decir, en el sistema mercantil. Ahora se humanizaba también éste. Por supuesto, es interés del comerciante mantenerse en la mejor armonía, lo mismo con aquél a quien compra barato, que con el que le compra caro a él. Obra, pues, muy torpemente la nación que induce a sus proveedores o a sus clientes a una actitud hostil para con ella. A mayores amigos, mayores ganancias. En esto consiste la humanidad del comercio, y esta manera hipócrita de abusar de la moral con fines inmorales es precisamente lo que enorgullece al sistema de la libertad comercial. ¿Acaso, exclaman los hipócritas, no hemos acabado con la barbarie de los monopolios, no hemos llevado la civilización a los continentes más remotos, no hemos hecho a todos los pueblos hermanos y reducido las guerras? Sí, es cierto que habéis hecho todo eso, pero ¡Cómo lo habéis hecho! Habéis acabado con los pequeños monopolios, para dar más libertad y rienda suelta a un gran monopolio básico, que es el de la propiedad; habéis civilizado los confines de la tierra, para ganar nuevo terreno en que pueda desarrollarse vuestra repugnante codicia; habéis implantado la fraternidad entre los pueblos, pero una fraternidad de ladrones, y habéis reducido las guerras para poder lucraros más con la paz y llevar hasta sus últimas consecuencias la hostilidad entre los individuos, la infame guerra de la competencia. ¿Cuándo ni dónde habéis hecho vosotros algo por motivos de pura humanidad, movidos por la conciencia de que a nada conduce el antagonismo entre el interés colectivo y el individual? ¿Cuándo habéis obrado por razones de moral, sin el resorte del interés, sin obedecer en el fondo a móviles egoístas?

Después que la Economía liberal había hecho todo lo que podía para generalizar la hostilidad mediante la disolución de las nacionalidades y convertir a la humanidad en una horda de bestias feroces –¿qué, si no, son los competidores?– que se devoran las unas a las otras sencillamente porque cada una de ellas obra movida por el mismo interés que las demás; después de haber preparado así el terreno, no le quedaba ya más que dar un paso para alcanzar la meta, y ese paso era la disolución de la familia. Le ayudó a lograrlo esa hermosa invención suya que es el sistema fabril. Este se encargó de minar el último vestigio de los intereses comunes, la comunidad familiar de bienes, que se halla ya –por lo menos aquí, en Inglaterra–, en trance de liquidación. Es el pan nuestro de cada día el que los hijos, al alcanzar la edad legal para trabajar, es decir, a los nueve años, empleen el salario que ganan en cubrir sus propias necesidades, consideren la casa paterna simplemente como una fonda y entreguen a los padres cierta cantidad por el sustento y la habitación.

¿Y cómo podría ser de otro modo? ¿A qué otro estado de cosas puede conducir el aislamiento de intereses que sirve de base al sistema de la libertad comercial? Cuando un principio se pone en marcha, llega por sí mismo hasta las últimas consecuencias, aunque los economistas no lo vean con buenos ojos.

Pero el mismo economista no sabe cuál es la causa a la que sirve. No sabe que, con todos sus razonamientos egoístas, no es más que un eslabón en la cadena del progreso general de la humanidad. No sabe que, al reducirlo todo a una trama de intereses particulares, no hace más que desbrozar el camino para la gran transformación hacia la que marcha nuestro siglo, que llevará a la humanidad a reconciliarse con la naturaleza y consigo misma.

La siguiente categoría condicionada por el comercio es el valor. Acerca de ésta y de las demás categorías económicas no media disputa alguna entre los viejos y los nuevos economistas, por la sencilla razón de que a los monopolistas, llevados por la furia incontenible de enriquecerse, no les quedaba tiempo libre para ocuparse de las categorías. Todas las disputas en torno a estos problemas han partido de los modernos.

El economista, que vive de contradicciones, maneja también, como es natural, un doble valor: el valor abstracto o real y el valor de cambio. Acerca de la naturaleza del valor real han disputado durante mucho tiempo los ingleses, quienes determinaban el coste de producción como la expresión del valor real, y el francés Say [5], que decía medir este valor con arreglo a la utilidad de la cosa. Esta disputa viene ventilándose desde comienzos del siglo actual y al presente se ha adormecido, pero no zanjado. Y es que los economistas no pueden zanjar nada.

[5] Jean Baptiste Say (1767-1832), economista liberal. En 1803 publicó el Traite d ‘economie politique.

 

Los ingleses –principalmente McCulloch y Ricardo– afirmaban, pues, que el valor abstracto de una cosa se determina por el costo de producción. Bien entendido que se trata del valor abstracto, no del valor de cambio, del exchangeable valué o valor en el comercio, que es algo distinto. ¿Por qué –ifijaos bien!– por qué nadie, en condiciones usuales y dejando a un lado el factor competencia, vendería una cosa por menos de lo que le ha costado producirla? Pero, ¿qué tiene que ver la «venta» aquí, en que no se trata del valor comercial? Volvemos a encontrarnos con el comercio, es decir, con lo que precisamente se trataba de dejar a un lado. ¡Y con qué comercio! ¡Con un comercio en el que no entra en juego el valor fundamental, la competencia! Primero un valor abstracto; ahora, un comercio también abstracto, un comercio sin competencia, es decir, un hombre sin cuerpo, un pensamiento sin cerebro para pensar. ¡Y el economista no se para siquiera a pensar que, al dejar a un lado la competencia, no existe ninguna garantía de que el productor venda precisamente al costo de producción! ¡Vaya embrollo! Prosigamos.

Concedamos, por un momento, que todo sea tal y como el economista dice. Suponiendo que alguien fabrique, con un tremendo esfuerzo y enormes gastos, algo totalmente inútil, que nadie apetezca, ¿Tendrá esto también el valor correspondiente al costo de producción? De ningún modo, dice el economista, pues, ¿quién lo compraría? Nos sale, pues, al paso, de golpe y porrazo, no sólo la desacreditada «utilidad» de Say, sino, además, –con la «compra»–, el factor competencia. No es posible, el economista no acierta a retener su abstracción ni por un instante. A cada momento se le desliza entre los dedos no sólo lo que trata de rechazar por la fuerza, la competencia, sino también lo que es blanco de sus ataques, la utilidad. Y es que el valor abstracto y su determinación por el costo de producción no son, en efecto, más que abstracciones, absurdos.

Pero demos la razón, por un momento, al economista: suponiendo que fuese así, ¿cómo iba a determinar el costo de producción sin tener en cuenta la competencia? Cuando investiguemos lo que es el costo de producción veremos que también esta categoría se basa en la competencia, y una vez más nos encontramos aquí con que el economista no puede convalidar sus afirmaciones.

Ahora bien, en Say nos encontramos con la misma abstracción. La utilidad de una cosa es algo puramente subjetivo, que en modo alguno puede decidirse en términos absolutos, por lo menos mientras nos movemos en medio de contradicciones. Según esta teoría, los artículos de primera necesidad deberían tener más valor que los artículos de lujo. El único camino por el que puede llegarse a una solución más o menos objetiva, aparentemente general, en cuanto a la mayor o menor utilidad de una cosa bajo el régimen de la propiedad privada, es el camino de la competencia, que es precisamente el que se nos dice que dejemos a un lado. Ahora bien, admitido el factor concurrencia, se deslizará en él el costo de producción, ya que nadie venderá las mercancías por menos de lo que le ha costado producirlas. Como vemos, también aquí uno de los términos de la contradicción se trueca involuntariamente en el otro.

Intentemos aclarar el embrollo. El valor de una cosa incluye ambos factores, que las partes en litigio se empeñan, sin éxito como hemos visto, en mantener a la fuerza divorciados. El valor es la relación entre el costo de producción y la utilidad. El valor tiene que decidir, ante todo, acerca del problema de si una cosa debe o no producirse; es decir, acerca de si la utilidad de esa cosa compensa o no el coste de su producción. Sólo partiendo de ahí cabe hablar de la aplicación del valor al cambio. Suponiendo que los costos de producción de dos cosas sean iguales entre sí, el momento decisivo para determinar comparativamente su valor será la utilidad.

Esta es la única base justa sobre la que puede descansar el cambio. Pero, si partimos de ella ¿quién ha de decidir acerca de la utilidad de la cosa? ¿simplemente la opinión de los interesados? En este caso, saldrá defraudada, desde luego, una de las partes. ¿0 una determinación basada en la utilidad inherente a la cosa, independientemente de las partes interesadas y para las que no les resulta evidente? De este modo sólo podría establecerse el cambio mediante la coacción, y ambas partes se considerarían defraudadas. Esta contradicción entre la utilidad real inherente a la cosa y la determinación de esta utilidad, entre dicha determinación y la libertad de las partes interesadas en el cambio, no puede abolirse sin abolir la propiedad privada; y, abolida ésta, ya no se podrá seguir hablando de cambio, tal y como el cambio existe en la actualidad. En estas condiciones, la aplicación práctica del concepto del valor se circunscribirá cada vez más a la decisión en cuanto a lo que haya de producirse, que es, en efecto, su verdadera esfera de acción.

Ahora bien. ¿Cómo están actualmente las cosas? Hemos visto cómo se desgarra violentamente el concepto del valor y se trata de presentar, a fuerza de gritar, a cada una de las partes como si fuese el todo. Se pretende hacer pasar el coste de producción, tergiversado de antemano mediante la competencia, por el valor mismo; otro tanto ocurre con la utilidad puramente subjetiva, ya que no existe otra. Para que estas definiciones tullidas se tengan en pie hay que recurrir en ambos casos a la competencia, y lo mejor del asunto es que, en los ingleses, la competencia defiende la utilidad frente al costo de producción, mientras que Say, por el contrario, aboga por el costo de producción en contra de la utilidad. Pero ¡qué utilidad y qué costo de producción se manejan aquí! Una utilidad que depende del azar, de la moda, del capricho de los ricos, y un costo de producción que oscila con arreglo a la relación fortuita entre la oferta y la demanda.

La diferencia entre el valor real y el valor de cambio responde a un hecho, a saber: al hecho de que el valor de una cosa difiere del llamado equivalente que por ella se obtiene en el comercio, lo que vale tanto como decir que no es tal equivalente. Este llamado equivalente es el precio de la cosa, y si los economistas fuesen honrados deberían emplear esta palabra para designar el «valor comercial». Pero no tienen más remedio que mantener en pie, por lo menos, alguna apariencia de que el precio coincide más o menos con el valor, para que no salga demasiado a relucir la inmoralidad del comercio. Sin embargo, la afirmación de que el precio viene determinado por la acción mutua del coste de producción y la competencia es totalmente cierta y constituye una ley fundamental de la propiedad privada. Esta ley puramente empírica es la primera que descubre el economista; y de ella abstrae luego su valor real, o sea, el precio en el momento en que se equilibra la relación de la competencia, en que coinciden la oferta y la demanda, en cuyo caso sobra, naturalmente, el costo de producción, y esto es lo que el economista llama valor real, cuando en realidad se trata simplemente de la determinación del precio. En la Economía todo aparece, pues, de cabeza: el valor, que es lo originario, la fuente del precio, se hace depender de éste, es decir, de su producto. En esta inversión reside, como es sabido, la esencia de la abstracción, como puede verse en Feuerbach.

Según el economista, el costo de producción de una mercancía está formado por tres elementos: la renta que hay que pagar por el terreno necesario para producir la materia prima; el capital con su ganancia correspondiente; y el salario abonado por el trabajo requerido para la producción y la elaboración. Pero inmediatamente se ve que capital y trabajo son uno y lo mismo, pues los propios economistas confiesan que el capital es «trabajo acumulado». Quedan, pues, en pie, solamente dos lados, el lado natural, objetivo, la tierra, y el lado humano, subjetivo, el trabajo, que incluye el capital y, además del capital, un tercer factor en que el economista no piensa: el elemento intelectual que es la inventiva, el pensamiento, y que coexiste con el elemento físico del trabajo puro y simple. Pero ¿qué le importa al economista el espíritu inventivo? ¿Acaso no se le han venido a la mano todos los inventos sin que él pusiera nada de su parte? ¿Acaso le ha costado algo cualquiera de esos inventos? ¿Para qué tiene, pues, que preocuparse de esto al calcular el costo de producción? Las condiciones de la riqueza son para él la tierra, el capital y el trabajo, y a esto se reduce todo. La ciencia le tiene sin cuidado. Si gracias a Berthollet, a Davy, a Liebig, a Watt, a Cartwright [6], etc., recibe regalos que le enriquecen y acrecientan su producción en proporciones infinitas ¿qué le importa a él todo eso? Con esos factores el economista no sabe hacer sus cálculos; los progresos de la ciencia no entran en sus guarismos. Pero, para un cálculo racional que trascienda de esa partición de intereses que es la tarea del economista, no cabe duda de que el elemento espiritual entra en los elementos de la producción y que también en la Economía debe ocupar el lugar que le corresponde entre los costes de producción. Claro está que, ya en este terreno, es grato compro- bar cómo el cultivo de la ciencia resulta también rentable en el aspecto material; un solo fruto de la ciencia, la máquina de vapor de James Watt, ha aportado más al mundo, en los primeros cincuenta años de su existencia, de lo que el mundo ha gastado en cultivar la ciencia desde que el mundo existe.

[6] Claude Louis Berthollet (1748-1822), Humphrey Davy (1778-1 829), Justus von Liebig (1803-1873), James Watt (1736-1819) y Edmund Cartwright (1 743-1 843), químicos y científicos.

 

Tenemos, pues, en acción, dos elementos de la producción, la naturaleza y el hombre, y un tercero que es a la vez físico y espiritual. Ahora podemos volver al economista y a su costo de producción.

Lo que no puede monopolizarse carece de valor, dice el economista, afirmación que más adelante habremos de examinar de cerca. Si, en vez de valor, decimos precio, no cabe duda de que la afirmación responde a la verdad, en un estado de cosas cuya base es la propiedad privada. Si fuese tan fácil disponer de la tierra como del aire, nadie pagaría renta por ella. Pero como no es así, sino que la extensión de la tierra poseída es limitada en cada país, se paga una renta por la tierra apropiada, es decir, monopolizada, o se le fija un precio. Pues bien, después de estas dos palabras acerca del nacimiento del valor de la tierra, resulta extraño oír decir a los economistas que la renta del suelo representa la diferencia entre el rendimiento de la finca rentada y la tierra de peor calidad, pero que aún compensa los esfuerzos del cultivo. Tal es, en efecto, la definición que se da de la renta del suelo y que Ricardo desarrolló en su totalidad por vez primera.

Esta definición sería prácticamente exacta, indudablemente, a condición de que la demanda reaccionase instantáneamente a la renta, poniendo fuera de explotación, en seguida, una cantidad correspondiente de tierra de la peor calidad. Pero no ocurre así. La definición, no es, por lo tanto, satisfactoria; además no explica las causas de la renta del suelo, con lo que habría que desecharla aunque no fuese más que por esta única razón. El coronel T. P. Thompson, miembro de la liga en contra de las leyes sobre el trigo [7] ha vuelto a poner en circulación, en oposición a ésta, la definición de Adam Smith, justificándola. Según él, la renta del suelo es la relación que media entre la competencia de quienes aspiran a utilizar la tierra y la cantidad limitada de tierra disponible. En esta definición se hace por lo menos una referencia al nacimiento de la propiedad territorial; pero en ella se excluye la diferente fertilidad de la tierra, lo mismo que en la anterior se daba de lado la competencia.

[7] Thomas Perronet Thompson (1783-1869), economista y miembro del Parlamento inglés, uno de los fundadores de la Liga contra las leyes agrarias (Anti-Corn-Law-League).

 

Nos encontramos, pues, con dos definiciones del mismo concepto, ambas unilaterales, y, por lo tanto, definiciones a medias. Y, como hicimos con respecto al concepto del valor, tenemos que combinarlas para encontrar la explicación cabal, la que se desprende del desarrollo mismo de las cosas y que abarca, por lo tanto, todos los casos de la práctica. Y así, vemos que la renta del suelo es la relación que media entre la capacidad de rendimiento de la tierra, o sea, entre el factor natural (formado, a su vez, por las condiciones naturales y el cultivo humano es decir, el trabajo invertido para mejorar la tierra) y el factor humano, la competencia. Dejemos que los economistas se lleven las manos a la cabeza ante esta «definición»; quiéranlo o no, se contienen en ella todos los elementos que guardan relación con nuestro asunto.

El terrateniente nada tiene que echarle en cara al comerciante.

Roba al monopolizar la tierra. Roba al explotar en su provecho el incremento de la población que eleva la competencia, y, con ella, el valor de su tierra, al convertir en fuente de lucro personal lo que es, para él, algo puramente fortuito. Roba al arrendar su tierra, apropiándose las mejoras introducidas en ella por el arrendatario. He ahí el secreto de las riquezas acumuladas sin cesar por los grandes propietarios de tierras.

No son afirmaciones nuestras los axiomas que califican de robo los ingresos derivados de la propiedad de la tierra y sostienen que cada cual tiene derecho al producto de su trabajo, o que nadie debe cosechar sin haber sembrado. El primero de estos axiomas desmiente el deber de alimentar a los hijos y el segundo privaría a cualquier generación del derecho a existir, ya que cada una recoge la herencia de la anterior. Estos axiomas son más bien una consecuencia de la propiedad privada. Y una de dos: o se aceptan las consecuencias o se suprime la premisa.

Más aún, hasta la misma apropiación originaria se quiere justificar acogiéndose a la afirmación del derecho posesorio común anterior a ella. Dondequiera que miremos, la propiedad privada nos lleva a contradicciones por todas partes.

Convertir la tierra en objeto de tráfico, que es para nosotros lo uno y el todo, la condición primordial de nuestra existencia, representa el paso definitivo hacia el tráfico de sí mismo. Era y sigue siendo hasta el día de hoy una inmoralidad sólo superada por la inmoralidad de la propia enajenación. Y la apropiación originaria, la monopolización de la tierra por un puñado de gentes, eliminando a los demás de lo que constituye la condición de su vida, nada tiene que envidiar en cuanto a inmoralidad al sistema posterior al tráfico del suelo.

Si también en este punto damos de lado a la propiedad privada, veremos que la renta de la tierra se reduce a lo que hay en ella de verdad, a la concepción racional que esencialmente le sirve de base. El valor desglosado de la tierra como renta revertirá, así, sobre la tierra misma. Este valor, calculado a base de la capacidad de producción de superficies iguales con igual inversión de trabajo, reaparece, evidentemente, como parte del costo de producción al determinar el valor de los productos y representa, al igual que la renta del suelo, la relación que media entre la capacidad de producción y la competencia, pero la verdadera competencia, tal como más adelante se explicará.

Hemos visto cómo capital y trabajo son, originariamente, idénticos; y asimismo vemos, por los argumentos de los propios economistas, cómo el capital, resultado del trabajo, vuelve a convertirse enseguida, dentro del proceso de producción, en sustrato, en material de trabajo; cómo, por lo tanto, la separación establecida por un momento entre capital y trabajo vuelve a desaparecer en la unidad de ambos. Y, sin embargo, el economista separa el capital del trabajo y mantiene esa separación, sin reconocer la unidad más que en la definición del capital como «trabajo acumulado». El divorcio entre capital y trabajo, nacido de la propiedad privada, no es otra cosa que el desdoblamiento del trabajo en sí mismo, correspondiente a ese estado de divorcio y resultante de él. Después de establecida la separación, el capital se divide, a su vez, en capital originario y ganancia, o sea, el incremento del capital obtenido es el proceso de la producción, si bien la práctica se encarga de incorporar inmediatamente esa ganancia al capital, para ponerla en circulación con él. Más aún, la misma ganancia se subdivide en beneficio e interés. El concepto de interés revela el carácter irracional de la división, llevado hasta el absurdo. La inmoralidad del préstamo a interés, del cobrar sin trabajar, simplemente a base del préstamo o, aunque vaya ya implícita en la propiedad privada, salta demasiado a la vista y se halla reconocida y condenada desde hace ya mucho tiempo por la conciencia popular, que en estas cosas casi nunca se equivoca. Todos esos sutiles distingos y divisiones responden al divorcio originario entre capital y trabajo, que se lleva a cabo con la escisión de la humanidad en capitalistas y trabajadores, escisión que se ahonda y cobra perfiles cada vez más agudos, y, que, como veremos, tiene necesariamente que acentuarse más y más. Ahora bien, esta separación, como la que examinábamos más arriba de tierra, capital y trabajo, representa en última instancia algo inadmisible. Resulta de todo punto imposible, en efecto, determinar cuál es la parte que en un producto dado corresponde a la tierra, cuál al capital y cuál al trabajo. Son tres magnitudes inconmensurables entre sí. La tierra crea la materia prima, pero nunca sin la intervención del capital y el trabajo; el capital presupone la existencia del trabajo y de la tierra; y el trabajo, a su vez, presupone cuando menos la tierra, y a veces también el capital. Las operaciones de los tres difieren totalmente y no pueden medirse en una cuarta pauta común. Por eso cuando, en las condiciones actuales, se procede a distribuir los rendimientos entre los tres elementos no se hace de acuerdo con una medida inherente a ellos, medida inexistente, sino de acuerdo con un criterio totalmente ajeno y puramente fortuito en lo que a ellos se refiere: la competencia o el refinado derecho del más fuerte. La renta de la tierra implica la competencia, la ganancia del capital se determina exclusivamente por la competencia, y ahora veremos lo que sucede con el salario.

Al suprimir la propiedad privada, desaparecerán todas estas divisiones antinaturales. Desaparecerá la diferencia entre interés y beneficio, ya que el capital no es nada sin trabajo, sin movimiento. La ganancia verá reducida su función al peso que el capital arroja a la balanza al determinar el costo de producción, y será, por lo tanto, algo inherente al capital, a la vez que este revertirá a su originaria unidad con el trabajo.

El trabajo, el elemento fundamental de la producción, la «fuente de la riqueza», la actividad humana libre, sale muy malparado con los economistas. Así como antes se separó capital y trabajo, ahora vuelve a efectuarse una nueva separación; el producto del trabajo se enfrenta a éste como salario, se divorcia de él y es determinado, como de costumbre, por la competencia, ya que, según veíamos, no existe una medida fija en cuanto a la participación del trabajo en la producción. Suprimida la propiedad privada, desaparecerá también esta división antinatural, el trabajo será su propio salario y se revelará la verdadera función del salario antes enajenado: la importancia del trabajo en cuanto a la determinación del costo de producción de una cosa.

Hemos visto que, mientras permanezca en pie la propiedad privada, todo tiende, a fin de cuentas, hacia la competencia. Esta es la categoría fundamental del economista, su hija predilecta, a la que mima y acaricia sin cesar, pero, cuidado, pues en ella se esconde una terrible cabeza de Medusa.

La consecuencia inmediata de la propiedad privada es la escisión de la producción en dos términos antagónicos: la producción natural y la producción humana; la tierra, muerta y estéril si el trabajo humano no la fecunda, y la actividad del hombre, cuya condición primordial es precisamente la tierra. Y, del mismo modo, veíamos cómo la actividad humana se desdobla, a su vez, en trabajo y capital, y cómo estos dos términos se enfrentan entre sí como antagónicos. El resultado es, por lo tanto, la lucha entre los tres elementos, en vez de la mutua ayuda y colaboración. Y a ello se añade ahora el hecho de que la propiedad privada trae consigo el desdoblamiento y la desintegración de cada uno de estos tres elementos por separado. Se enfrentan entre sí las tierras de los diferentes propietarios; la mano de obra de los distintos trabajadores; los capitales de estos y aquellos capitalistas. En otros términos: como la propiedad privada aísla a cada uno dentro de su tosca individualidad y cada uno abriga, sin embargo, el mismo interés que su vecino, tenemos que un capitalista se enfrenta a otro como su enemigo, un terrateniente al otro y un obrero a otro obrero. La inmoralidad del orden humano actual culmina en esa hostilidad entre intereses iguales, en razón precisamente de su igualdad: esa culminación es la competencia.

Lo opuesto a la concurrencia es el monopolio. El monopolio era el grito de guerra de los mercantilistas; la concurrencia es el grito de combate de los economistas liberales. No resulta difícil comprender que el pretendido antagonismo no pasa de ser una frase. Todo competidor, ya sea obrero, capitalista o terrateniente, aspira necesariamente alcanzar el monopolio.

Toda pequeña agrupación de competidores tiene necesariamente que aspirar a lograr el monopolio para sí, con exclusión de todos los demás. La competencia descansa sobre el interés, y éste engendra de nuevo el monopolio; en una palabra, la competencia deriva hacia el monopolio. Y, por otra parte, el monopolio no puede contener el flujo de la competencia, sino que a su vez lo engendra, del mismo modo que, por ejemplo, la prohibición de importar o los aranceles elevados propician directamente la competencia del contrabando. La contradicción de la competencia es exactamente la misma que la de la propiedad privada. Cada individuo se halla interesado en poseerlo todo, mientras que el interés de la colectividad es que cada cual posea la misma cantidad que los otros. El interés colectivo y el individual son, pues, radicalmente opuestos. La contradicción de la competencia estriba en lo siguiente: en que cada uno aspira necesariamente al monopolio, mientras que la colectividad en cuanto tal sale perdiendo con él y tiene, por lo tanto, que evitarlo. Más aún, la competencia presupone ya el monopolio, es decir el monopolio de la propiedad –y aquí vuelve a manifestarse la hipocresía de los liberales–, ya que mientras se mantenga el monopolio de la propiedad será igualmente legítima la propiedad del monopolio, porque el monopolio, una vez creado, es también una propiedad. Por eso resulta de una lamentable mediocridad atacar a los pequeños monopolios mientras se deja en pie el monopolio fundamental. Y si traemos a colación, además, la afirmación del economista consignada más arriba de que sólo tiene valor lo que puede monopolizarse, lo que equivale a decir que la lucha de la competencia no puede recaer sobre lo que no admita esa monopolización, quedará completamente justificada nuestra afirmación de que la concurrencia presupone el monopolio.

La ley de la concurrencia es que la oferta y la demanda se complementan siempre y, precisamente por eso, no se complementan nunca. Los dos términos se desgajan y entran en la más flagrante contradicción. La oferta va siempre a la zaga de la demanda, pero sin llegar a coincidir totalmente con ella. Es o demasiado grande o demasiado pequeña, sin equilibrarse nunca con la demanda, porque en este estado inconsciente en que vive la humanidad, nadie puede saber qué proporciones alcanza la una o la otra. Cuando la demanda es mayor que la oferta suben los precios, lo que inmediatamente sirve de incentivo a la oferta; tan pronto como ésta se manifiesta en el mercado, los precios bajan, y al exceder la oferta a la demanda, la baja de los precios se acentúa tanto que la demanda reacciona a su vez. Y así constantemente sin llegar nunca a un estado de equilibrio saludable, sino en una constante alternativa de flujo y reflujo que hace imposible todo progreso, en una eterna sucesión de vaivenes, sin llegar jamás a la meta.

Al economista se le antoja esta ley el paradigma de la belleza, con su constante ritmo compensatorio, en el que se recobra allí lo que se ha perdido aquí. La considera como su glorioso mérito, no se cansa de contemplarla y la examina bajo todas las condiciones posibles e imposibles. Y, sin embargo, salta a la vista que esta ley es una ley puramente natural, y no una ley del espíritu. Una ley que engendra la revolución. El economista despliega ante vosotros su hermosa teoría de la oferta y la demanda, os demuestra que «nada puede producirse en exceso» y la práctica responde a sus palabras con las crisis comerciales, que reaparecen con la misma regularidad que los cometas y cada una de las cuales se reproduce ahora por término medio cada cinco o siete años. Estas crisis comerciales vienen produciéndose desde hace unos ochenta años con la periodicidad con que antes estallaban las grandes pestes y provocan más miseria y consecuencias más inmorales que ellas (véase Wade, History of the Middle and Working Classes, pág. 211 [8]). Como es natural, estas revoluciones comerciales confirman la ley, la confirman en toda su extensión, pero de un modo muy distinto a como los economistas quisieran hacernos creer. ¿Qué pensar de una ley que sólo acierta a imponerse por medio de revoluciones periódicas? Que se trata precisamente de una ley natural basada en la inconsciencia de los interesados. Si los productores como tales supieran cuánto necesitan los consumidores, si pudieran organizar la producción y distribuirla entre ellos, serían imposibles las oscilaciones de la competencia y su gravitación hacia las crisis. Producid de un modo consciente, como hombres y no como átomos sueltos sin conciencia colectiva, y os sobrepondréis a todas estas contradicciones artificiales e insostenibles. Pero mientras sigáis produciendo como lo hacéis ahora, de un modo inconsciente y atolondrado, a merced del azar, seguirán produciéndose crisis comerciales y cada una de ellas será necesariamente más universal y, por lo tanto, más devastadora que las anteriores, empujará a la miseria a mayor número de pequeños capitalistas y hará crecer en proporción cada vez mayor la clase de quienes viven sólo de su trabajo; es decir, aumentará a ojos vistas la masa del trabajo al que hay que dar ocupación, que es problema fundamental de nuestros economistas, hasta que por último se provoque una revolución social que la sabiduría escolar de los economistas no puede ni siquiera imaginar.

[8] Cfr. John Wade (1788-1875), History of the Middle and Working Classes. Londres, 1835.

 

Las eternas oscilaciones de los precios determinadas por la competencia acaban de privar al comercio del último rasgo de moralidad. Ya no puede hablarse ni de valor. El mismo sistema que tanta importancia parece dar al valor y que confiere a la abstracción valor, plasmada en el dinero, los honores de una existencia aparte, ese mismo sistema se encarga de destruir, por medio de la competencia, todo valor inherente, y hace cambiar diariamente y a cada hora la proporción de valor de las cosas entre sí. ¿Dónde encontrar, en medio de este torbellino, la posibilidad de un cambio en un fundamento moral? En este continuo vaivén, todo el mundo tiene que tratar de encontrar el momento favorable para comprar o vender, todo el mundo, quiéralo o no, tiene que hacerse especulador, es decir, cosechar sin haber sembrado, lucrarse a costa de lo que otros pierden, calcular a expensas de la desgracia ajena o hacer que el azar trabaje a favor suyo. El especulador cuenta siempre con los infortunios, especialmente con las malas cosechas, se vale de todo, como en su día se aprovechó del incendio de Nueva York. El colmo de la inmoralidad es la especulación de la bolsa de valores, la cual convierte a la historia y a la humanidad en medios de satisfacción de la codicia del especulador que calcula fríamente o juega al azar. Y por mucho que el comerciante «sano» y honrado se considere farisaicamente por encima de los jugadores de bolsa –doy gracias a Dios, etc.– es tan malo como el especulador bursátil, pues especula como él, no tiene más remedio que hacerlo, la competencia le obliga a ello, y su comercio entraña, por lo tanto, la misma inmoralidad que el otro. Lo que hay de verdad en la competencia es la relación que media entre la capacidad de consumo y la capacidad de producción. Esta competencia será la única que prevalezca en un estado de cosas digno de la humanidad. La colectividad tendrá que calcular lo que es capaz de producir con los medios de que dispone y determinar, en base a la relación entre este potencial de producción y la masa de los consumidores, en qué medida debe la producción aumentar o disminuir, hasta qué punto se puede tolerar el lujo o debe restringirse. Ahora bien, a los lectores que quieran juzgar con conocimiento acerca de esa relación y del aumento del potencial de producción que debe esperarse de un estado racional de la colectividad, les aconsejo que lean las obras de los socialistas ingleses y también, en parte, las de Fourier.

La competencia subjetiva, la pugna de capital contra capital, de trabajo contra trabajo, etc., se reducirá, en estas condiciones, a la emulación que tiene su fundamento en la naturaleza humana y que hasta ahora sólo ha sido aceptablemente estudiada por Fourier, emulación que, después de abolidos los intereses antagónicos, se verá circunscrita a su esfera peculiar y racional.

La lucha de capital contra capital, de trabajo contra trabajo, de tierra contra tierra, arrastra a la producción a un vértigo en el que se vuelven del revés todas las relaciones naturales y racionales. Ningún capital puede hacer frente a la competencia del otro sin verse espoleado a la más febril actividad. Ninguna finca puede ser cultivada con provecho a menos que intensifique constantemente su capacidad de producción. Ningún obrero puede defenderse de sus competidores si no consagra al trabajo todas sus fuerzas. Y, en general, nadie que se vea arrastrado a la lucha de la competencia puede salir a flote en ella sin poner a contribución el máximo de sus energías, renunciando a todo fin verdaderamente humano. Y, como es natural, la consecuencia necesaria de esta tensión del esfuerzo en uno de los lados es el descuido de energías en el otro. Cuando las oscilaciones de la competencia son pequeñas, cuando la oferta y la demanda, la producción y el consumo, casi se equilibran, el desarrollo de la producción tiene que llegar necesariamente a una fase en la que queden tantas fuerzas productivas sobrantes que la gran masa de la nación no tenga de qué vivir y las gentes pasen hambre en medio de la abundancia. Se trata de una postura verdaderamente demencial, el absurdo viviente en que se halla Inglaterra desde hace ya bastante tiempo. Y si la producción oscila con mayor fuerza, como necesariamente tiene que ocurrir por efecto de semejante estado de cosas, se presentará la alternativa entre el florecimiento y la crisis, la superproducción y el estancamiento. El economista no ha acertado jamás a explicar esta disparatada situación; para explicarla ha inventado la teoría de la población, tan absurda e incluso más, si cabe, que la contradicción entre la riqueza y la miseria simultáneas. Y es que al economista no le era lícito ver la verdad; no le era lícito comprender que esta contradicción es sencillamente una consecuencia lógica de la concurrencia, pues si lo comprendiera así se vendría abajo todo su sistema.

Para nosotros, la cosa tiene fácil explicación. La capacidad de producción de que dispone la humanidad es ilimitada. La inversión de capital, trabajo y ciencia puede potenciar hasta el infinito la capacidad de rendimiento de la tierra. Un país «superpoblado» como la Gran Bretaña podría, según los cálculos de los economistas y estadísticos más capaces (véase Alison, Principies of population, tomo I, capítulos 1 y 2 [9]), llegar a producir en diez años trigo bastante para alimentar a una población seis veces mayor que la actual. El capital aumenta diariamente; la mano de obra crece con la población, y la ciencia va sometiendo cada vez más día tras día, las fuerzas naturales al dominio del hombre. Esta ilimitada capacidad de producción, manejada de un modo consciente y en interés de todos, no tardaría en reducir al mínimo la masa de trabajo que pesa sobre la humanidad; confiada a la competencia, hace lo mismo, pero dentro del marco de la contradicción. Mientras una parte de la tierra se cultiva con los mejores métodos, otra –que en Gran Bretaña e Irlanda llega a 30 millones de acres– permanece baldía. Una parte del capital circula con asombrosa rapidez, mientras otra se mantiene ociosa en las arcas. Unos obreros trabajan hasta catorce y dieciséis horas al dia, mientras que otros están sin hacer nada, parados y pasando hambre. O, lo que es lo mismo, nos encontramos con que la distribución surge de esa simultaneidad: hoy el comercio se desenvuelve bien, la demanda es grande, todo el mundo trabaja, la rotación del capital adquiere una rapidez pasmosa, florece la agricultura, los obreros se matan a trabajar; y mañana surge el estancamiento, la agricultura deja de ser rentable y grandes extensiones de tierra se quedan baldías, el capital se paraliza en medio de su flujo, los obreros se hallan sin trabajo y el país entero adolece de exceso de riqueza y de exceso de población.

[9] Archibald Alison (1792-1867). Historiador y economista antimalthusiano, autor de The Principles of Population, and Their Connection With Human Happiness, Londres, 1840, 2 volúmenes.  

 

Esta marcha de las cosas no puede ser considerada como acertada por el economista, ya que de otro modo tendría que renunciar, como hemos dicho, a todo su sistema de la competencia; tendría que reconocer la vacuidad de su contradicción entre la producción y el consumo, entre la superpoblación y la riqueza superflua. Pues bien, ya que el hecho era innegable, se inventó la teoría de la población, para poner el hecho en consonancia con la teoría.

Malthus, inventor de esa doctrina, afirma que la población presiona constantemente sobre los medios de sustento; que, al aumentar la producción, la población aumenta en las mismas proporciones y que la tendencia inherente a la población de crecer por encima de los límites de los medios de sustento disponibles constituye la causa de toda la miseria y de todos los males. En efecto, cuando hay exceso de seres humanos, los seres sobrantes, según Malthus, tienen que ser eliminados de un modo o de otro, o perecer de muerte violenta o morirse de hambre. Pero, una vez eliminados, vienen nuevos sobrantes de población a cubrir la vacante, con lo que el mal que se creía remediado se reproduce. Y esto ocurre, además, en todos los pueblos, tanto en los civilizados como en los primitivos; los salvajes de la isla de Australia, cuya densidad de población es de un habitante por milla cuadrada, adolecen de una superpoblación igual a la de los ingleses. En una palabra: aplicando consecuentemente esta doctrina, deberíamos decir que la tierra se hallaba ya superpoblada cuando la habitaba un solo hombre.

¿Y cuáles son las consecuencias de esta marcha de las cosas? Que los que sobran son precisamente los pobres, por los cuales no se «puede hacer otra cosa que aliviarles en la medida de lo posible la muerte por hambre», convencerles de que el asunto no tiene remedio y que el único camino de salvación para su clase es reducir hasta el máximo la procreación; y si esto no se consigue, no cabe solución mejor que crear un establecimiento estatal que se encargue de matar sin dolor a los hijos de los pobres, como el que ha propuesto «Marcus [10]», calculándose que cada familia obrera sólo podrá sostener dos hijos y medio y que los que excedan de esta cifra deberán ser condenados a la muerte indolora.

[10] Firmados con el seudónimo Marcus aparecieron algunos opúsculos: Marcus, On The Possibility of Limiting Populousness, Londres, 1838.

 

El hecho de dar limosna constituiría un crimen, ya que favorecería el incremento de la población sobrante; en cambio resultará muy beneficioso declarar que la pobreza es un delito y convertir los establecimientos de beneficencia en centros penales, como lo ha hecho ya en Inglaterra la nueva ley «liberal» sobre los pobres. Es cierto que esta teoría se compagina muy mal con la doctrina de la Biblia sobre la perfección de Dios y de su creación, pero «¡es una mala refutación el invocar la Biblia en contra de los hechos!».

¿Hace falta continuar desarrollando todavía más, seguir hasta sus últimas consecuencias esta infame y asquerosa doctrina, esta repugnante blasfemia en contra de la naturaleza y de la humanidad? En ella se nos muestra la inmoralidad del economista llevado al límite. ¿Qué significan todas las guerras y todos los horrores del sistema monopolista en comparación con esa teoría? Pero en ella tenemos la clave de bóveda del sistema liberal de la libertad de comercio, que, al caer, arrastra consigo todo el edificio. Pues si se demuestra que la competencia es la causa de la miseria, de la pobreza y el crimen,  ¿quién se atreverá a levantar la voz en su defensa? Alison, en la obra citada arriba, ha refutado la teoría de Malthus al apelar a la capacidad de producción de la tierra y oponer al principio maltusiano el hecho de que cualquier adulto puede producir más de lo que consume, hecho sin el cual no podría multiplicarse la humanidad, ni siquiera existir, pues ¿de qué, si no, iban a vivir los que crecieran? Pero Alison no entra en el fondo del problema, razón por la cual llega, en definitiva, al mismo resultado que Malthus. Demuestra, es cierto, la falsedad del principio maltusiano, pero no puede negar los hechos que condujeron a aquél a este principio.

Si Malthus no hubiera enfocado el asunto de un modo tan unilateral, se habría dado cuenta de que la población o mano de obra sobrante aparece siempre unida a un exceso de riqueza, de capital y de propiedad sobre la tierra. La población sólo es excesiva allí donde es excesiva, en general, la capacidad de producción. Así lo revela del modo más palmario el estado de todo país superpoblado, principalmente el de Inglaterra, desde los días en que Malthus escribió. Estos eran los hechos que Malthus tenía que haber considerado en su conjunto, y cuya consideración le habría llevado necesariamente a una conclusión acertada; pero, en vez de eso, destacó un solo hecho, dio de lado a los otros y llegó, como era natural, a una conclusión disparatada. El segundo error en que incurrió fue el de confundir los medios de sustento y la ocupación. Un hecho, el mérito de cuyo descubrimiento hay que atribuir a Malthus lo constituye el que la población presiona siempre sobre los empleos y que se engendran tantos individuos como pueden encontrar ocupación, lo que quiere decir que, hasta ahora, la procreación de mano de obra se regula por la ley de la competencia y se halla expuesta, por lo tanto, a crisis y oscilaciones periódicas. Pero una cosa son las ocupaciones y otra los medios de sustento. Las ocupaciones sólo se multiplican en último extremo al incrementarse la fuerza de las máquinas y el capital; en cambio, los medios de sustento aumentan tan pronto como crece, aunque sólo sea en pequeña medida, la capacidad de producción. Se revela aquí una nueva contradicción de la Economía. La demanda del economista no es la verdadera demanda y su consumo es un consumo artificial. Para el economista sólo es verdadero agente de la demanda, verdadero consumidor, quien puede ofrecer el equivalente de lo que recibe. Ahora bien, si es un hecho que cualquier adulto produce más de lo que puede consumir, y que los niños son como los árboles, que devuelven con creces lo que en ellos se ha invertido –y nadie podrá dudar que estos son hechos– habría que llegar a la conclusión de que cada obrero tendrá necesariamente que producir más de lo que necesita, y de que, por lo tanto, una familia numerosa representa un regalo muy apetecible para la comunidad. Pero el economista, en su tosquedad, no reconoce más equivalente que el que se paga en dinero contante y sonante. Y se halla tan aferrado a sus contradicciones que los hechos más palmarios le tienen sin cuidado como los principios científicos.

La contradicción se suprime sencillamente superándola. Al fundirse los intereses actualmente antagónicos, desaparece la contradicción entre la superpoblación, de una parte, y el exceso de riqueza de otra; desaparece el hecho milagroso, más milagroso que los milagros de todas las religiones juntas, de que una nación se muera de hambre a fuerza de riqueza y abundancia; se viene abajo la demencial afirmación de que la tierra no tiene fuerza para alimentar a los hombres. Esta afirmación constituye la cúspide de la Economía cristiana, y que nuestra Economía es esencialmente cristiana podría demostrarlo a la luz de cada postulado, de cada categoría, y lo haré en su momento oportuno; la teoría de Malthus no es más que la expresión económica del dogma religioso de la contradicción entre el espíritu y la naturaleza y de la corrupción que de ella se deriva. La nulidad de esta contradicción, desde hace mucho tiempo resuelta en la religión, espero haberla puesto de manifiesto también en el terreno económico; por lo demás, no aceptaré como competente ninguna defensa de la teoría maltusiana que antes no me demuestre, partiendo de sus propios principios, cómo un pueblo puede pasar hambre a fuerza de abundancia y ponga esto en consonancia con la razón y los hechos.

Por lo demás, la teoría de Malthus ha representado un punto de transición absolutamente necesario, que nos ha hecho avanzar un trecho incalculable. Gracias a ella y, en general, a la Economía, se ha fijado nuestra atención en la capacidad de producción de la tierra y de la humanidad, y, una vez que nos hemos sobrepuesto a este estado de desesperación, económica, estamos para siempre a salvo del miedo a la superpoblación. De él extraemos los más poderosos argumentos económicos en pro de la transformación social; pues, incluso aunque Malthus tuviera razón habría que acometer esta transformación sin demora, ya que solamente ella y la cultura de las masas que traerá consigo harán posible esa limitación moral del instinto de procreación que el propio Malthus considera como el más fácil y eficaz medio de contrarrestar la superpoblación. Ese miedo nos ha permitido conocer la humillación más profunda de la humanidad, la supeditación de ésta a las condicionas de la competencia; y nos ha hecho ver cómo, en última instancia, la propiedad privada ha convertido al hombre en una mercancía cuya creación y destrucción dependen también sólo de la demanda, y cómo el sistema de la competencia ha sacrificado así y sacrifica diariamente a millones de seres; todo esto lo hemos visto y nos lleva a la necesidad de acabar con esa humillación de la humanidad mediante la abolición de la propiedad privada, de la competencia y de los intereses antagónicos.

Volvamos, sin embargo, para privar de toda base al miedo general a la superpoblación, a la relación que media entre la capacidad de producción y la población. Malthus establece un cálculo, sobre el que descansa todo su sistema. La población –dice– crece en progresión geométrica: 1-2 -4 -8 -16 -32, etc., mientras que la capacidad de producción de la tierra aumenta solamente en progresión aritmética: 1 +2 + 3 +4 +5 +6. La diferencia salta a la vista y es sencillamente pavorosa, pero, ¿es cierta? ¿dónde está la prueba de que la capacidad de rendimiento de la tierra aumente en proporción aritmética? La extensión de la tierra es limitada, es cierto. La mano de obra que en ella puede invertirse aumenta con la población; aun concediendo que el aumento del rendimiento debido al aumento de trabajo no registre siempre un incremento a tono con la proporción del trabajo invertido, siempre quedará un tercer elemento, que al economista, ciertamente, no le dice nada, la ciencia, cuyo progreso es tan ilimitado y rápido, por lo menos, como el de la población. ¿Qué progreso no debe la agricultura del siglo actual solamente a la química, más aún, solamente a dos hombres, Sir Humphrey Davy y Justus Liebig? Ahora bien; la ciencia crece, por lo menos, como la población; ésta crece en proporción al número de la generación anterior y la ciencia avanza en proporción a la masa de los conocimientos que la generación precedente le ha legado, es decir, en las condiciones más normales, también en proporción geométrica, y para la ciencia no hay nada imposible. Y es ridículo hablar de superpoblación mientras «en el valle del Mississippi haya terreno baldío bastante para asentar en él a toda la población de Europa [11]», mientras sólo pueda considerarse en cultivo, digamos, la tercera parte de la tierra, y la producción solamente de esta tercera parte pueda aumentar en seis veces y más, simplemente aplicando los métodos de mejora de la tierra que hoy se conocen.

[11] Cfr. A. Alison, The Principles of Population, and Their Connection With Human Happiness, cit. vol. I, p. 548.

 

La competencia enfrenta, como hemos visto, a unos capitales con otros, a un trabajo con otro, a una propiedad territorial con otra, y a cada uno de estos elementos con los otros dos. En la lucha triunfa el más fuerte, y si queremos predecir el resultado de esta lucha tenemos que investigar la fuerza de los contrincantes. En primer lugar, tenemos que la propiedad de la tierra y el capital, considerados cada uno de por sí, son más fuertes que el trabajo, pues mientras el obrero necesita trabajar para poder vivir, el propietario de la tierra vive de sus rentas y el capitalista de sus intereses, y si se ven apurados pueden vivir de su capital o de la propiedad de la tierra capitalizada.

Consecuencia de esto es que al obrero sólo le corresponde lo estrictamente necesario, los medios de sustento indispensables, mientras que la mayor parte del producto se distribuye entre el capital y la propiedad territorial. Además, el obrero más fuerte desplaza del mercado al más débil, el mayor capital al menor y la propiedad de la tierra más extensa a la más reducida. La práctica se encarga de confirmar esta conclusión. Nadie ignora las ventajas que el industrial o el comerciante más poderoso tiene sobre el más débil, o el gran propietario de tierras sobre el poseedor de una pequeña parcela. Consecuencia de ello es que, ya en las condiciones normales, el gran capital y la gran propiedad de la tierra devoran, según el derecho del más fuerte, a los pequeños: la concentración de la propiedad. Concentración que es aún mucho más rápida en las crisis comerciales y agrícolas. La gran propiedad crece siempre mucho más aprisa que la pequeña, porque sólo necesita descontar una parte mucho menor en concepto de gastos. Esa concentración de la propiedad es una ley inmanente a la propiedad privada, como lo son todas las demás; las clases medias tienden necesariamente a desaparecer, hasta que llegue un momento en que el mundo se halle dividido en millonarios y pobres, en grandes terratenientes y míseros jornaleros. Y de nada servirán todas las leyes encaminadas a evitarlo, todas las divisiones de la propiedad territorial, todas las posibles desmembraciones del capital: este resultado tiene que producirse y se producirá, a menos que le salga al paso una total transformación de las relaciones sociales, la fusión de los intereses antagónicos, la abolición de la propiedad privada.

La libre competencia, ese tópico cardinal de los economistas de nuestros días, es imposible. Por lo menos el monopolio se proponía, aunque el propósito fuera irrealizable, proteger de fraudes al consumidor. La abolición del monopolio abre las puertas de par en par al fraude. Decís que la concurrencia lleva en sí el remedio contra el fraude, ya que nadie comprará cosas malas –lo que quiere decir que todo comprador tendría que ser un conocedor perfecto de los artículos que se le ofrecen, cosa imposible– de ahí la necesidad del monopolio, que se hace valer con respecto a muchos artículos. Las farmacias, etc., tienen necesariamente que funcionar sobre bases monopolistas. Y el artículo más importante de todos, el dinero, es precisamente el que más necesita acogerse al régimen de monopolio. El medio circulante ha provocado una crisis comercial cuantas veces ha dejado de ser monopolio del estado, y los economistas ingleses, entre otros el Dr. Wade, reconocen también la necesidad del monopolio en cuanto al dinero. Pero tampoco el monopolio garantiza contra la circulación de moneda falsa. De cualquier lado que nos volvamos, veremos que lo uno es tan difícil como lo otro, que el monopolio engendra la libre competencia y ésta a su vez el monopolio; ambos deben, por lo tanto, ser destruidos, y estas dificultades sólo pueden resolverse mediante la abolición del principio que las engendra.

La competencia ha calado en todas las regiones de nuestra vida y ha llevado a término la servidumbre de unos hombres con respecto a otros. La competencia es el gran acicate que espolea constantemente nuestro viejo orden, o mejor dicho, desorden social, ya en declive, pero devorando en cada esfuerzo una parte de sus maltrechas fuerzas. La competencia domina el progreso numérico de los hombres y gobierna también su progreso moral. Quien se halla ocupado un poco de la estadística de los crímenes, no puede por menos de haber advertido la curiosa regularidad con que la delincuencia progresa de año en año y con que ciertas causas engendran ciertos delitos. La expansión del sistema fabril conduce en todas partes a la multiplicación de la delincuencia. Cabe determinar de antemano, todos los años, el número de detenciones, de procesos criminales y hasta de asesinatos, robos, pequeños hurtos, etc., con la misma certera precisión con que en Inglaterra se ha hecho más de una vez. Esta regularidad demuestra que también los delitos se rigen por la ley de la competencia, que la sociedad provoca una demanda de delincuentes a la que da satisfacción la correspondiente oferta, que el vacío que se abre con la detención, la deportación o la ejecución de cierto número de criminales se cubre inmediatamente con una nueva promoción, ni más ni menos que cualquier vacío producido en la población se cubre con una nueva hornada; o, dicho en otras palabras, que el delito presiona sobre los medios punitivos lo mismo que presionan los pueblos sobre los medios de ocupación. Y dejo al buen juicio de mis lectores el opinar si, en tales condiciones, es realmente justo condenar a quienes delinquen. Lo que a mí me interesa es, sencillamente, poner de relieve cómo la competencia se hace también extensiva al campo moral, y mostrar a qué profunda degradación condena al hombre la propiedad privada.

En la lucha del capital y la tierra contra el trabajo, los dos primeros elementos le llevan a éste todavía una ventaja especial: el auxilio de la ciencia, que en las condiciones actuales va también dirigida en contra del trabajo. Por ejemplo, casi todos los inventos mecánicos deben su origen a la escasez de mano de obra como ocurre fundamentalmente con el artefacto mecánico inventado por Hargreaves, Crompton y Arkwright [12]. De la necesidad de esforzarse por encontrar trabajo ha surgido siempre un invento, lo cual ha venido a ser una especie de considerable multiplicación de la mano de obra y consecuente disminución de la demanda de trabajo humano. De ello tenemos un ejemplo constante en la historia de Inglaterra desde 1770 hasta nuestros días. El último invento importante de la industria de tejidos de algodón, el self-acting mule [13] fue causado única y exclusivamente por el aumento de la demanda de trabajo y el alza de los salarios; dicho invento ha venido a duplicar el trabajo maquinizado, reduciendo así el trabajo manual a la mitad, dejando sin trabajo a la mitad de los obreros y presionando así el salario de la otra mitad; este invento logró aplastar una conspiración de los obreros contra los fabricantes y acabó de este modo con el último vestigio de fuerza con que todavía podía enfrentarse el trabajo a la desigual lucha contra el capital (cfr. Andrew Ure, The Philosophy of Manufactures, tomo II [14]).

[12] James Hargreaves, muerto en 1778, fue el inventor de una máquina para hilar llamada «Jenny»; otra hiladora fue inventada por Samuel Crompton (1753-1827); el industrial Richard Arkwright (1732- 1792) fabricó numerosos tipos de telares mecánicos.
[13] La self-acting mule es una máquina automática para hilar.
[14] Andrew Ure (1778-1857), químico escocés, autor de The Philosophy of Manufactures, 1835.

 

El economista dice: es verdad que, en última instancia, la máquina favorece al obrero, ya que abarata la producción, abriendo con ello un mercado nuevo y más extenso para sus productos, lo que a la postre hace que los obreros, en principio desalojados, vuelvan a encontrar trabajo. Esto es cierto, pero el economista se olvida de una cosa, y es que la creación de mano de obra se regula siempre por la competencia, y que la mano de obra presiona siempre sobre los medios de ocupación, y que, por lo tanto, para que esos beneficios se produzcan, tiene que haber a su vez gran número de obreros aguardando trabajo, lo cual contrarresta y convierte en ilusorios dichos beneficios, al paso que los perjuicios, es decir, la repentina supresión de medios de sustento para la mitad de los obreros y la reducción para la otra mitad, no tiene nada de ilusorio. Olvida que el progreso de los inventos jamás se detiene, de forma que esos perjuicios se eternizan. Olvida que, con la división del trabajo llevada a un grado tan alto por nuestra civilización, un obrero sólo puede vivir a condición de poder trabajar en una máquina determinada, al mismo tiempo que ejecuta una determinada y mínima operación. Olvida que, para el obrero adulto, el paso de una ocupación a otra nueva resulta casi siempre una cosa imposible.

Al fijarme en los efectos de la maquinaria se me ocurre otro tema algo más apartado. Me refiero al sistema fabril, el cual no tengo tiempo ni ganas de tratar aquí. Por otra parte, no tardaré en tener ocasión de desarrollar despacio la repugnante inmoralidad de dicho sistema y poner de manifiesto sin ningún miramiento la hipocresía de los economistas, que brilla aquí en todo su esplendor.

 

 

* El presente texto tiene su fuente de origen en Marx, Karl, Arnold Ruge, Los anales franco-alemanes, Ediciones Martínez Roca, 1970. La traducción para la edición referida ha sido responsabilidad de J.M. Bravo. La versión publicada ha sido revisada editorialmente por El Machete. Este ensayo de Engels fue escrito a fines de 1843 y publicado en los Anales Franco-Alemanes, París, 1844.

 

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *