Las tareas de los intelectuales en la lucha por la paz
Entre los extraordinarios acontecimientos que vivimos en este tercio medio del siglo XX, se destacan en el dominio de las ciencias los muy notables descubrimientos logrados por el esfuerzo común y persistente de hombres de varias nacionalidades, acerca de las inmensas cantidades de energía que forman parte de los núcleos atómicos, así como de los medios que permiten liberar esta energía y convertirla en multitud de fuerzas diferentes que pueden ser manejadas por la actividad y por el ingenio humanos. Por virtud de esta conquista, nos hallamos en la actualidad en el comienzo de una nueva era en la historia de la técnica, en la edad atómica. Participamos, por lo tanto, de una emoción semejante a la que tuvo la humanidad en su aurora, cuando ocurrió el hecho expresado después con belleza poética en el mito de Prometeo, de que el hombre lograra producir el fuego a su voluntad.
Poseedor del fuego, el hombre primitivo lo utilizó para procurarse calor, para iluminar las tinieblas, para defenderse de fieras y alimañas y para enriquecer su alimentación por medio de la cocción. Mucho tiempo después, el mismo fuego, aprovechado en la producción de vapor, vino a ser la poderosa fuente de energía en la cual se apoyó la revolución de la maquinaria y de la industria modernas. Así, el hombre empleó el fuego, con sabiduría, para mejorar las condiciones de su existencia. En cambio, en nuestros días, presenciamos con horror cómo se aplica la nueva fuente de energía para preparar bombas, con el propósito de asesinar en masa a los niños, a las mujeres, a los ancianos y a los hombres que no intervienen en los combates. La aportación más importe que los físicos contemporáneos han hecho al conocimiento de la naturaleza no sólo es deshumanizado en forma monstruosa, sino que se la dirige como las más tremenda amenaza de destrucción en contra de la humanidad entera. Cuando podríamos estar recibiendo ya los primeros beneficios de la nueva era, tomando en cuenta los enormes esfuerzos que se han dedicado al perfeccionamiento de las técnicas de aprovechamiento de la energía atómica, lo único que nos ofrecen los imperialistas norteamericanos –como propietarios de los resultados acumulados por la conjugación de tanto trabajo humano- es una muerte segura.
Junto con este peligro inminente que se cierne sobre la vida de todos los hombres, la fabricación de las bombas de uranio y de hidrógeno ha traído como consecuencia los más graves trastornos para el progreso de la ciencia. Por razones militares se ha impuesto un carácter secreto a las investigaciones atómicas y se ha interrumpido la libre comunicación entre los científicos. De esta manera se pretende negar una de las conquistas más fecundas de la ciencia: la colaboración recíproca y el trabajo en común entre los investigadores. A la vez, se reniega de las condiciones que permitieron descubrir, justamente, la energía nuclear y las formas de liberarla. Con la prohibición del intercambio científico se destruye, además, el enlace fundamental que une a los hombres de todos los países. Porque es la observación de los fenómenos de la naturaleza y el discernimiento de las leyes que los gobiernan, lo mismo que la pronta comunicación de los resultados experimentales y la confrontación de las interpretaciones teóricas, lo que permite a los hombres un entendimiento común en la indagación de la verdad y en su afán de mejoramiento. Impedir esta comprensión mutua y esta confianza entre los hombres es, al mismo tiempo, detener el progreso de la ciencia y procurar la división de la humanidad y el empobrecimiento de su vida.
Por otra parte, a la bomba atómica se agregan otras armas pavorosas de exterminio colectivo, como lo es la propagación de enfermedades infecciosas que las fuerzas norteafricanas han iniciado en Corea; a pesar de que la prohibición de su empleo ha sido concertada expresamente por medio de convenios internacionales. A tan infames medios de aniquilamiento, hay que sumar todavía las variadas formas de que se valen los imperialistas norteamericanos para desquiciar la economía de todos los países sobre los cuales ejercen su influencia y para apoderarse de sus recursos naturales y humanos, haciendo que crezca continuamente el número de quienes se ven reducidos a la miseria y a la enfermedad; siempre para aumentar los beneficios de los mercaderes de la guerra.
No óbstate, todos los empeños de los imperialistas por demostrar la fuerza de lo que ellos llaman su “humanismo”, recurriendo a los argumentos de la intimidación mortal y de la destrucción de la cultura, se estrellan ante la firme voluntad de paz que mantienen los pueblos del mundo entero. Animados por el volumen y la amplitud de su propaganda, los belicosos creen tener asegurado el embrutecimiento de la humanidad e insultan a la razón para buscar que sus propias víctimas presten apoyo a sus planes siniestros. Pero, la paz, es una convicción tan arraigada en la conciencia de los hombres todos que, aún para propiciar la guerra, los imperialistas se ven precisados a invocar la paz y hablan mentirosamente en nombre de ella. Por esto es que la tarea más importante de los intelectuales consiste, ahora, en desentrañar el engaño de la guerra para que los pueblos, con clara conciencia, puedan imponer la paz.
Los intelectuales, como miembros de la gran comunidad de los trabajadores, dedican sus esfuerzos al enriquecimiento de la cultura y a su propagación. Por su propia experiencia, saben que la cultura no se puede conservar, siquiera, en un estado de estancamiento; sino que es necesario hacerla avanzar de manera incesante. Cuando no se prolonga con el trabajo de cada hora, con el esfuerzo tenaz y con la mejor inspiración, la cultura languidece y se atrofia. Y la mejor inspiración para la cultura se encuentra siempre en el pueblo, en su problema y en sus anhelos. Los intelectuales tienen que dar este contenido a su actividad, para que resulte fecunda.
En nuestros días, el pueblo mexicano lucha decididamente por su independencia nacional y por la colaboración pacífica entre todos los países. Por su dolorosa experiencia conoce que el derecho de los pueblos a decidir de sí mismos es una condición esencial para la existencia para la existencia de la paz y de la libertad. Ha rechazado con indignación los intentos de concretar un pacto militar con el gobierno norteamericano, porque sabe bien las consecuencias que acarrearía. Con luminosa claridad comprende que la guerra o la aceptación de su preparación activa vendría a empeorar más y con mayor rapidez las difíciles condiciones de vida. Atribuye a la política de guerra que practica el imperialismo norteamericano la causa principal de sus males y, en verdad, no se equivoca. El pueblo de México entiende que con los dólares “prestados” o “invertidos” en el país se pretende comprar la sangre y la fuerza de trabajo de los mexicanos. Y se encuentra dispuesto a impedir que se cumpla tal pretensión, porque comprende bien lo que México necesita: elevar el nivel material de vida de la inmensa mayoría de la población, extender la educación y aumentar su contenido, mejorar en mucho las condiciones de salubridad, destinar sus esfuerzos a la investigación científica y técnica, y construir muchas obras, pero muchas, que beneficien verdaderamente al pueblo. Lo único que México no necesita son las armas que le ofrecen los enemigos del hombre. Nuestra patria ha colocado todas sus esperanzas en el mantenimiento de la paz y en los magníficos resultados que ella trae consigo. Buena prueba de esto es el enorme aumento de 500,000 mexicanos que se registran cada año. Nuestro pueblo tiene puesta su mirada en el porvenir tranquilo y pacífico y en esta confianza hace crecer el número de sus hijos.
Los intelectuales mexicanos tienen el deber de recoger estas esperanzas del pueblo y tienen que trabajar con todas sus fuerzas para que se fortalezcan y lleguen a buen cumplimiento. Ante todo, tienen que hacer de la lucha por la paz el contenido esencial de todos sus actos y de su pensamiento entero. La paz es el denominador común que reúne a los matemáticos en sus problemas. La paz es el factor constante que agrupa a los físicos en sus tareas. La paz es el catalizador universal en los experimentos de los químicos. La paz presta aliento de vida a las investigaciones de los biólogos. La paz es la conciencia que integra a los estudios e los psicólogos. La paz es la preocupación de los economistas empeñados en mejorar las condiciones del pueblo. La paz es el criterio que guía a los historiadores en la interpretación de la vida mexicana. La paz es el factor que aglutina las observaciones de los sociólogos. La paz es la reflexión fundamental de los filósofos. Todos los esfuerzos de los intelectuales llevan hacia el camino de la paz.
No se puede pensar siquiera en abandonar la orientación permanente de la juventud, educando su inteligencia y sus sentimientos, para que los intelectuales puedan confirmar orgullosamente en la nueva generación de mexicanos, como portadores del progreso humano. Hay que evitar a toda costa el tener que llorar después, la impotencia o el vacío espiritual de los jóvenes que los intelectuales no hubieran sabido formar como hombres.
En suma, los intelectuales no deben descansar hasta logra que en cada mexicano arraigue la firma convicción de que el problema de la guerra y de la paz es un problema personal, que lo afecta directamente y del cual no puede evadirse. Porque no basta con reconocer el peligro de la guerra, confiando a otros el combate contra esta amenaza. Es necesario que cada uno se esfuerce y multiplique sus actividades en favor de la paz. Solamente así es que ha sido posible detener hasta ahora la guerra. Únicamente así es que se podrá proscribir la guerra en definitiva. Con plena conciencia de su papel histórico, los intelectuales mexicanos deben imponerse la obligación de hacer comprender al pueblo, de una manera más viva, las estrechas conexiones que existen entre el sentimiento de independencia nacional y la voluntad de paz. Los intelectuales deben tratar de que todo el pueblo entienda el contenido de la lucha por la paz, para que se pueda imponer por la acción conjunta de los pueblos de toda la tierra, unidos en la amistad y en el afán común de su mejoramiento. Para esto, los intelectuales tendrán que examinar todas las proposiciones o iniciativas que hagan en favor de la paz, vengan de donde vinieren, para lograr la conjugación de todas las voluntades y de las actividades en torno al problema decisivo de nuestro tiempo: la conservación de la paz.
Texto inédito. Escrito en 1951.