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Las elecciones en México

Héctor Maravillo

 

Miembro del BP del CC de la FJC y encargado de la sección de formación política de la FJC

Texto aparecido en El Machete no.6.

 

Introducción

 

Para el próximo 7 de Junio del presente año están planteadas las elecciones intermedias en nuestro país; que significarían la renovación de la mitad de los gobernadores y de la Cámara de Diputados, así como alcaldes y diputados locales de algunos estados. Los 10 partidos políticos a nivel nacional, más los locales y los candidatos independientes, se aprestan para competir en estas elecciones, probar su fuerza, conservar el registro y engullir los más de 5 mil millones de pesos correspondientes.

 

La campaña electoral es un carnaval: entrega masiva de despensas, cientos de anuncios espectaculares, minutos y minutos de spots electorales por radio y televisión, mítines y proselitismo de gente acarreada. Aunque que en éste caso se ve obscurecida por los muertos de la fiesta; por los 6 muertos y 43 desaparecidos en Iguala, Guerrero. El furor democrático, choca de frente con la suma de todos sus males, el resultado necesario de la transición democrática.

 

En medio de una crisis económica mundial, las reformas estructurales que desvalorizan el valor de la fuerza de trabajo, el terror como política de Estado; el proceso electoral 2014-2015 se ve manchado por la sangre fresca y la sombra que han dejado los normalistas muertos y desaparecidos. La democracia mexicana se enfrenta esta vez directamente al “pueblo”, quien se ha organizado y declara desde la Normal Rural de Ayotzinapa, en voz del padre de uno de los 43 desaparecidos que “no permitiremos que haya elecciones”. La base de la democracia se levanta contra esta, derrumbando su mito. [1]  En medio del ruido y la fiesta electoral, aparecen los rostros y las voces de los campesinos pobres y el proletariado de la educación de Guerrero, negándose a continuar con esa farsa; frente a ellos los militares, los funcionarios, los partidos y los empresarios cierran filas amenazando que por cualquier medio habrá elecciones en México. Por fin, la democracia se presenta totalmente desnuda, abiertamente como lo que es, una dictadura de clase. Las clases sociales aparecen a escena y comienza a delimitarse el campo de batalla.

 

 

La democracia burguesa y las elecciones

 

Para entender la situación política de nuestro país, y en particular, las vicisitudes respecto a su “democracia” y las elecciones, debemos empezar por entender cuál es su papel en la época actual. Partimos del hecho de que nuestra época se encuentra determinada por el imperialismo, como fase última y en descomposición del capitalismo, siendo su rasgo fundamental la sustitución de la libre competencia por el monopolio. Debido a que las relaciones políticas y jurídicas se encuentran determinadas por la estructura económica, la forma y el papel que cumpla la “democracia” en determinado periodo responderá al desarrollo de las relaciones de producción.

 

Cuando la burguesía irrumpió en la historia y conquistó el poder político, mediante una serie de revoluciones (Inglaterra, Francia y Estados Unidos) se vio en la necesidad de presentar sus intereses de clase como intereses generales de la nación, como la “voluntad del pueblo”,[2] a través del parlamentarismo, ya sea en su forma más desarrollada de república parlamentarias o representativa o como monarquía parlamentaria. A diferencia de otros modos de producción, como por ejemplo el feudalismo, donde se recurría a la ideología religiosa o la coacción política para asegurar la dominación; en el capitalismo, la necesidad de la libertad mercantil (de vender y comprar mercancías sin restricciones, incluida la fuerza de trabajo) y la “igualdad de condiciones” económicas, en el plano político se vio traducido en la igualdad jurídica de las personas. Así la dominación de la burguesía, en el plano ideológico partía por proclamar a todo miembro del pueblo, sin atender a sus diferencias (de nacimiento, de estado social, de cultura, ocupación, o religión) como coparticipe por igual de la soberanía popular, dejando que la propiedad privada actúe a su modo y haga valer su naturaleza especial (Marx, 1967: 23). Aunque en el plano político la historia ha enseñado que ninguna clase oprimida pudo implantar su dominación sin un periodo de dictadura que implique la conquista del poder político y la represión violenta a la resistencia opuesta por los explotadores (Lenin, 1973: 34).

 

Pese a la necesidad general de la burguesía de presentar a todas las personas como ciudadanos con igualdad jurídica y política, desde un inicio se mostraba su carácter de clase. Por ejemplo, las revoluciones burguesas del siglo XVIII, como la francesa, la inglesa o la estadounidense, establecieron el sufragio censitario, que implicaba que sólo una parte de la población: la que poseía determinada cantidad de propiedades o dinero, o la que contaba con determinado grado de instrucción. Por ese medio, la clase obrera se vio apartada de las elecciones hasta mediados del siglo XIX, y la población negra en Estados Unidos, los pueblos indios en Latinoamérica, y las mujeres en todo el mundo, hasta el siglo XX. Sólo a consecuencia de la movilización social, es decir, como resultado de la lucha de clases, el sufragio se volvió universal.

 

Es en este periodo de desarrollo económico del capitalismo y ascenso político de la burguesía, la clase obrera y los partidos obreros y socialdemócratas de la I y II internacional participaron en las elecciones y los parlamentos con una acción orgánica. En el primer caso para fines de agitación, y en el segundo para introducir reformas dentro de los marcos del capitalismo. El auge del movimiento obrero, dirigido por los partidos socialdemócratas de la II internacional, fue el principal impulsor de los cambios democráticos en Europa que llevaron al sufragio universal, y que ayudaron de sobremanera al sufragio femenino. En esos momentos se consolidó el parlamentarismo como la forma democrática de la dominación burguesa. En ese sentido, puede decirse que durante la época del capitalismo en asenso el parlamentarismo jugo trabajó en cierto modo por el progreso histórico.

 

Sin embargo, a finales del siglo XIX y principios del siglo XX el capitalismo llegó a su última fase, a su etapa imperialista, en la que aún nos encontramos. Esa etapa significó para el capitalismo la pérdida de su estabilidad relativa y el paso hacia la sociedad socialista, por medio de las revoluciones proletarias. En este contexto, es que la democracia burguesa llegó a su estado más desarrollado, donde paradójicamente se niega más completamente a sí misma. Al llegar a su punto más desarrollado y más puro, la democracia burguesa y el parlamentarismo burgués, erran necesaria e indefectiblemente en su objetivo de representar la soberanía popular, la “voluntad de todo el pueblo”, mostrándose una y otra vez, ante cada momento álgido de la lucha de clases, como instrumentos de coerción y opresión de una clase sobre otra. Como se explicaba en la tesis “la democracia burguesa y la dictadura del proletariado” del I Congreso de la Internacional Comunista:

“Los marxistas han dicho siempre que cuanto más desarrollada y “pura” sea la democracia, tanto más abierta, ruda e implacable será la lucha de clases, tanto más “puras” serán la opresión del capital y la dictadura de la burguesía. (…) en las repúblicas más democráticas imperan en la práctica del terror y la dictadura de la burguesía, que se manifiestan abiertamente cada vez que los explotadores creen que se tambalea el poder del capital” (Lenin, 1973: 34. Subrayado propio).

 

Pero entre más se desarrolla la democracia no sólo se vuelve más abierta la lucha de clases, sino que se perfeccionan los mecanismos por los cuales las masas, siendo iguales ante la ley, son desplazadas en la práctica de la intervención en la vida política y el disfrute de los derechos y las libertades democráticas. La democracia se convierte únicamente en el derecho delas clases oprimidas a decidir una vez cada varios años que miembros de la clase dominante han de “representar y aplastar” al pueblo en el parlamento (Lenin, 1973: 34). En el imperialismo, el parlamento y las elecciones se convierten en instrumentos de la mentira, el fraude, la violencia. La “esencia del proceso democrático” es servir de “ingeniería del consenso” basado en la “manipulación consciente e inteligente de los hábitos y opiniones establecidos de las masas”, según las palabras de Edward Bernays en 1949, padre la industria de las relaciones públicas (Chomsky).

 

En la época actual el parlamento (y su base electoral) se han convertido en instrumentos de la mentira, del fraude, de la violencia, de la destrucción, de los actos de bandolerismo. Estamos en una época donde se niega la estabilidad relativa del capitalismo (crisis) y la duración indefinida del régimen, y donde la tarea es preparar la “sublevación proletaria que debe destruir el poder burgués y establecer el nuevo poder proletario”. En estas circunstancias

“Para los comunistas, el parlamento no puede ser actualmente, en ningún caso, el teatro de una lucha por reformas y por el mejoramiento de la situación de la clase obrera, como sucedió en ciertos momentos en la época anterior. El centro de gravedad de la vida política actual está definitivamente fuera del marco del parlamento.” (Lenin, 1973: 174).

 

Por lo tanto, el Partido Comunista sólo puedo admitir la utilización en el parlamento y la participación en las elecciones de forma exclusivamente revolucionaria, “no para dedicarse a una acción orgánica sino para sabotear desde adentro la maquinaria gubernamental y el parlamento”. Las instituciones gubernamentales burguesas sólo deben utilizarse a los fines de su destrucción. (Lenin, 1973: 177). La acción parlamentaria debe consistir en usar la tribuna con fines de agitación revolucionaria; las campañas electorales no deben ir en el sentido de obtener mayor número de parlamentarios sino de movilizar a las masas bajo las consignas de la revolución proletaria.

 

La lucha por la democracia, toma así diferentes sentidos de acuerdo a la situación concreta en la que se enmarca. En la época del capitalismo y el movimiento obrero ascendente, cuando aún existían monarquías y regímenes no parlamentarios en muchos países, la lucha por las conquistas democráticas dentro del capitalismo era el primer paso del movimiento obrero. Se buscaba que la lucha de clases se desarrollara plenamente y para ello era necesario destruir todas las barreras innecesarias; como en la guerra, no se rehuía al combate, sino se buscaba salir a campo abierto para desplegar al ejército proletario plenamente. En la época del imperialismo, la situación cambia radicalmente: la república parlamentaria se convierte en el régimen predominante de todos los países capitalistas, y a través de esa forma de gobierno, se desarrolla la lucha de clases en su forma más pura. En esta situación la lucha por la democracia por el proletariado sólo puede significar una cosa: la lucha por destruir la democracia burguesía y construir un nuevo tipo de democracia, la democracia socialista. En otras palabras, la lucha por la democracia, en tiempos del imperialismo, para la clase obrera y su Partido, sólo pueden significar la toma revolucionaria del poder y la construcción de la dictadura del proletariado. Aún en el caso que la lucha de clases desembocara en regímenes no democráticos (claramente en el sentido de democracia burguesa), como el fascismo u otro tipo de dictaduras, la lucha por la democracia debe estar indisolublemente ligada a la construcción de un nuevo tipo de democracia. La socialdemocracia al plantear la cuestión únicamente como defensa a ultranza de las formas de democracia burguesa, pecan de ingenuidad unas veces y de vil traición en otras, al hacer creer a las masas que la burguesía renunciará voluntariamente al poder, sin oponer resistencia, y a estar dispuesta a someterse a la mayoría de los trabajadores, “como si no hubiese existido y no existiese ninguna maquina estatal para la opresión del trabajo por el capital en la república democrática” (Lenin, 1974: 35)

 

No basta con explicar el carácter de clase de la democracia, y el papel de la democracia burguesa en el imperialismo; hace falta mostrar esta realidad a partir del análisis de la democracia en México. No se trata de confirmar o justificar la teoría, sino de aplicarla al análisis concreto y obtener las consecuencias prácticas de ello. Como afirmaba Lenin “el principio fundamental de la dialéctica es: no hay verdad abstracta, la verdad siempre es concreta”.

 

 

EL DESARROLLO DE LA DEMOCRACIA EN MÉXICO

 

La democracia durante la hegemonía del PRI

 

La Revolución Mexicana trajo consigo un régimen político relativamente estable de más 90 años, donde pese a asonadas militares a principios del siglo XX y el desarrollo de la lucha de clases durante todo ese periodo, nunca se rompieron sus instituciones “democráticas”. A diferencia del siglo XIX en México y los golpes de Estado en Sudamérica durante el siglo XX, México se ha caracterizado por mantener una estabilidad institucional. La causa de esta “santa calma casi absoluta”, como diría Arturo Gámiz y Pablo Gómez, ha sido la transformación de México en un “país capitalista en acelerado desarrollo”, base de la hegemonía burguesa y de lo que “posiblemente es la oligarquía más poderosa de América Latina” (Cfr. Gámiz y Gómez, 1965: 14 y 17).

 

El fin de la revolución mexicana significó el triunfo del grupo de Obregón y Calles, quienes representaban “los intereses de la burguesía que planteaba entrar a la fase de concentración y centralización del capital utilizando la economía estatizada como palanca”, frente “a la División del Norte de Francisco Villa y Emiliano Zapata con el ejército Libertador del Sur, representando a los pueblos indios, campesinos, jornaleros agrícolas, peones del campo y la ciudad, ferrocarrileros y mineros” (PCM, 2014). Pero la llegada al poder del Grupo de Sonora también significa su triunfo sobre los hacendados, el clero y la burguesía pro imperialista del porfiriato. El resultado de la revolución mexicana fue la imposición del proyecto de nación de la burguesía nacional, representada por el ejército constitucionalista y sintetizado en la Constitución de 1917.

 

La situación económica posrevolucionaria, luego de una guerra civil de 10 años, era de un capitalismo débil. Pese a los esfuerzos del gobierno de Porfirio Díaz y Benito Juárez de desarrollar el capitalismo mexicano en su fase premonopolista y crear un mercado nacional unificado, a partir del intenso flujo de capitales y la construcción de vías férreas; la industrialización se encontraba desarrollada sólo en algunos enclaves, predominaba la gran propiedad terrateniente y el país se encontraba aún bastante regionalizado. Esa debilidad intrínseca del capitalismo obligó a la burguesía nacional a crear un sistema de compromisos con los grupos burgueses más cercanos al capital inglés y norteamericano y los terratenientes, para poder consolidar su dominación y asegurarse el control de toda la economía del país (Cfr. Gramsci, 1981: 228). En la superestructura política esto se expresó en la conformación del partido de la revolución vinculado al poder estatal, donde confluían los diversos grupos vencedores de la revolución y asimilaban a los caudillos locales, controlando y repartiéndose en su seno la administración del Estado. Por otro  lado, “la correlación de fuerzas al término de la revolución impuso un contenido democrático y progresista” al Partido y el Estado posrevolucionario, lo cual nunca negó “el carácter de clase del Estado mexicano” (PCM, 2014). El reflejo espiritual de esta situación fue la llamada ideología de la Revolución Mexicana mecanismo idóneo que garantizaron “la dominación y los consensos necesarios sin inestabilidades ni agudización del conflicto de clase”, al conseguir poner a la clase obrera y el campesinado pobre a la cola de la burguesía con la falsa premisa de que la vía de desarrollo capitalista en México llevaría gradualmente al socialismo; además de servir de coartada para reprimir a todas las fuerzas revolucionarias (PCM, 2014)

 

Durante primeros 20 años del periodo posrevolucionario se crearon las bases económicas y políticas para el desarrollo acelerado del capitalismo en México, a partir de la concentración y centralización del capital cuyo principal instrumento fue la intervención estatal en la economía. Políticamente esto se traducía en la centralización del poder político y la consolidación del régimen presidencialista, siendo la creación del partido de gobierno su principal instrumento. El primer paso importante permitió la creación del Partido Nacional Revolucionario en 1929 (antecedente del PRI) fue la asimilación y control del caudillismo y  caciquismo militar, lo que respondía a la necesidad económica de tener un Estado centralizado que fomentara un mercado nacional. La década de 1920 estuvo caracterizada por la existencia de una oposición sustancial en el Congreso de la Unión y levantamientos militares[3]ligados a ésta. Por ello durante esa década comenzó un proceso para eliminar a la oposición del poder legislativo e integrar a todos los grupos revolucionarios en un partido único. Si en las elecciones de 1929 participaron 61 partidos políticos, para 1933 sólo 4 se registraron (Casanova, 1974: 48) y en 1940 tan sólo dos partidos participaron en la elección presidencial; además a partir de las elecciones de 1929 el PNR-PRM-PRI no perdió nunca una elección presidencial, de gobernador o de senaduría al menos hasta 1970 (Casanova, 1974: 24).

 

El régimen cardenista, como representante del ala izquierda de la burguesía (1934-1940) sentó las bases sólidas para la industrialización, la capitalización y la creación de un mercado interno, mediante su política nacionalista, la expropiación petrolera y la Reforma Agraria (Vid. Casanova, 1974: 86, y Gámiz, 1965: 14). La cuenta de las medidas radicales del gobierno cardenista y las concesiones populares costaron bastante caro para el movimiento popular. Significaron el control estatal y del partido de gobierno de las organizaciones nacionales del campesinado (Central Nacional Campesina) y la clase obrera (Central de Trabajadores Mexicanos), principalmente debido al papel oportunista de Vicente Lombardo Toledano y a los errores cometidos por el Partido Comunista Mexicano basados en la errónea tesis de la “unidad a toda costa”. Otro elemento importante de este sexenio fue la superación del militarismo como factor político determinante. En el gobierno de Cárdenas se consolida el control y la disciplina del ejército, a partir de su profesionalización e integración sectorial al Partido de la Revolución Mexicana; aunque el factor determinante fue la eliminación de la base económica de este fenómeno: al desaparecer el latifundio, el ejército tuvo una influencia política diferente.[4]

 

En la medida en que la burguesía se fue consolidando en el poder, se fueron agotando sus rasgos progresistas “hasta convertirse, en virtud de las leyes objetivas de su desarrollo, en la burguesía poderosa, omnímoda y reaccionaria” que conocemos. Con el régimen de Ávila Camacho la burguesía pro imperialista volvió a imponer su orientación en la vida nacional, a partir de entonces la burguesía nacional y la pro imperialista compartieron el poder y vivieron en un constante estira y afloja, disputándose el control absoluto del gobierno a lo interno del PRI pero unidos estrecha e íntimamente contra las masas populares (Gámiz, 1965: 17).[5]

 

Desde el régimen de Cárdenas y hasta la década de 1980 el sistema político mexicano se vio caracterizado por el predominio total del presidencialismo y el partido de gobierno (PRM-PRI), lo cual significa que a partir de esos dos instrumentos se expresaba el poder político de la burguesía. Durante todo ese periodo el sistema de partidos tradicional no funcionó: el Partido Comunista Mexicano se encontraba en una condición de semiclandestinidad desde 1946 y hasta 1977 y su participación en las elecciones se veía nulificada; la oposición de la burguesía más reaccionaria y la iglesia católica a través del PAN era bastante reducida para tener un papel decisivo; y los demás partidos con parlamentarios giraban en torno a la política del PRI, como el PPS y el PARM. Por lo tanto, el poder de los distintos grupos monopólicos que se iban formando en el país no pasaba por la intermediación del parlamento y los partidos políticos, sino que se ejercía primeramente a partir del poder ejecutivo y las distintas corrientes a lo interno del PRI.[6] Una de las formas concretas en que se ejercía esta relación fue a partir de las agrupaciones patronales, que por ley eran “órganos de consulta del Estado para la satisfacción de las necesidades del comercio y la industria nacionales”. A partir de este sistema de cámaras empresariales, el gobierno conocía la opinión de la patronal respecto a cualquier ley antes de proponerla al congreso, a las cuales les enviaba primero el proyecto de ley para que hiciera sus observaciones (Cfr. Casanova, 1974: 65-66).

 

Respecto a las elecciones, en un inicio se recurría al más burdo fraude y a las alianzas electorales (1920-1934). Con la elección de Cárdenas y Ávila Camacho el apoyo popular fue el mecanismo principal para mantener la legitimidad burguesa, aunque no estaba exento de utilizar otros “mecanismos”.[7] Sin embargo, al perder todos sus rasgos progresistas y consolidarse la estructura estatal, el apoyo popular “espontaneo” fue sustituido por el apoyo “forzado”; se creó toda una ingeniería electoral que aseguraba el triunfo aplastante del partido de gobierno: acarreó masivo de personas, robo de urnas, amenazas, control corporativo, y hasta voto de los muertos. La fuente principal de legitimidad ideológica no se buscaba en el principio de la democracia sino en la “ideología de la revolución mexicana”.

 

Pronto lo que en un inició era una palanca de desarrollo se convirtió en un obstáculo de éste. Lo pequeña y frágil burguesía, en un país poco industrializado y con un pequeño mercado interno, se había convertido en una serie de grupos monopólicos en ascenso, consolidados bajo el cobijo de un Estado protector. La tosca oruga se había convertido en una mariposa y para salir del caparazón debía romper lo que había construido. La sed de ganancia de estos grupos monopólicos exigía acabar con las pocas concesiones a la clase obrera y los estratos populares que aún existían, así como repartirse el botín de las empresas paraestatales y abrir el mercado al mundo.

 

Durante la década de los setenta el modelo económico común mente llamado de “desarrollo estabilizador”, un tipo de gestión burguesa entró en crisis. La salida que le dieron los grupos de poder de Luis Echeverría y López Portillo fue de intentar profundizar más el modelo, consiguiendo únicamente agudizar la crisis. Esto generó fricciones entre los grupos monopólicos que pugnaban por una gestión neoliberal y los que respaldaban al gobierno, además de la agudización extrema de la lucha de clases. Económicamente, estos dos sexenios estuvieron marcados por el boom petrolero y la subsiguiente crisis, así como por la nacionalización de la banca. Su resultado principal fue la recomposición y el surgimiento de nuevos grupos monopólicos que  se vieron potenciados (con las privatizaciones en los años ochenta) como Grupo Carso y Telmex (Carlos Slim), Grupo Banacci (Roberto Hernández y Harp Helú), Salinas Pliego, Grupo México (Germán Larrea). En cuanto a la lucha de clases, si desde 1960 comenzaban a aparecer ciertos signos, es hasta la década de 1970 cuando el movimiento campesino, obrero y estudiantil cobra su mayor fuerza. Los años de 1972 a 1976 marcan el momento más álgido de las luchas campesinas, los grupos guerrilleros y la insurgencia obrera.

 

La crisis del tipo de gestión burguesa implicaba además la crisis del modelo de gobierno. La transformación de la superestructura más importante en esos momentos fue la aprobación de la LOPPE en 1976 que en los hechos significó el registro al Partido Comunista Mexicano y a otras fuerzas de izquierda. Esta medida fue esencialmente concebida como una forma de contener el ascenso de la lucha de clases.[8] Por un lado, el régimen aplicaba sus instrumentos más salvajes y brutales para aplastar la guerrilla y el movimiento campesino y obrero; y por otro, ofrecía un rostro democrático (de “apertura democrática” como el eslogan de Luis Echeverría) para encauzar a las demás fuerzas en los límites institucionales. De esa forma las guerrillas de Lucio, Genaro y la Liga 23 de Septiembre fueron ahogadas en sangre, mientras que el viejo Partido Comunista Mexicano aceptaba entrara al proceso electoral en una pendiente hacia el oportunismo y su disolución.

 

De acuerdo con José Woldenberg, el nuevo “apóstol” de la democracia mexicana, las reformas electorales de 1977 iniciaron el camino para transmutar el régimen autoritario-presidencialista casi monopartidista en uno democrático, con un “sistema plural de partidos representativo de las diversas corrientes políticas que cruzaban al país y un sistema electoral capaz de ofrecer garantías de imparcialidad y equidad” (Woldenberg, 2012: 12-13). La LOPPE de 1977 tuvo tres ejes principales: la creación de los diputados de representación proporcional o plurinominales, el registro condicionado con 1.5% de la votación y el financiamiento público a los partidos políticos que crecieran la “oposición”. Su principal resultado fue ampliar el sistema de partidos existentes, principalmente del espectro político de “izquierda”, aunque en un límite bastante acotado. La oposición en la cámara de diputados llegó al 26% en 1977, y el PAN y el PSUM ganaron algunas alcaldías, aunque la cámara de Senadores y las Gubernaturas, así como en general la administración del Estado seguía en manos del PRI. Su función era servir de válvula de escape al descontento popular creciente.

 

La lucha entre los “proyectos de nación” o formas de gestión burguesa entre los distintos grupos monopólicos, resonaba a lo interno del partido hegemónico, en donde pronto comenzaron a aparecer dos corrientes a lo interno: la de los “tecnócratas” y la del “nacionalismo revolucionario”, que luego llegarán a la ruptura en 1988. En 1982 en medio de otra crisis económica, triunfa a lo interno del PRI el primer grupo con la presidencia de Miguel de la Madrid y Carlos Salinas de Gortari. En sus sexenios comienzan las privatizaciones de los sectores paraestatales, la entrada abierta y directa al mercado mundial con el GATT en 1986 y el TLC (1994) y una serie de medidas contra el valor de la fuerza de trabajo. La ideología de la Revolución Mexicana olvidada hacía ya muchos años terminó por desmontarse como instrumento de dominación ideológica, y fue sustituida por el “liberalismo social” propuesto por Salinas de Gortari: neoliberalismo con rostro humano.[9] La burguesía se sentía tan fuerte que no necesitaba ya del apoyo de la clase obrera y el campesinado, bastaba con comprar su voto con programas sociales a través del innovador Programa Nacional de Solidaridad

 

Los monopolios se habían consolidado tanto bajo la falta del Estado que no necesitaban ya mantener en lo más mínimo el sistema de compromisos contraído anteriormente ni mantener las concesiones a la clase obrera. Los límites y la división entre una burguesía nacional que requería protección del Estado y una burguesía pro imperialista terminaron por desdibujarse. Los monopolios se habían fortalecido tanto que el mercado nacional les parecía pequeño, estaban listos para competir en las grandes ligas. Por lo tanto no necesitaban ya de un presidencialismo tan fuerte ni de un partido que asegurará su unidad; se volvía imprescindible un sistema de partidos políticos plurales que las representara en su lucha intermonopolista. Querían devorarse entre sí mismas y los límites internos del PRI les resultaban demasiado estrechos: la hora de la transición democrática había llegado. Además, ya no eran necesarias las concesiones populares para mantener el apoyo popular “espontáneo”, ni siquiera el “forzoso” mediante el charrísimo sindical y el corporativismo; bastaba con el clientelismo electoral y los aparatos represivos del Estado, que llevaban 20 años profesionalizándose en la lucha contrainsurgente.[10] La ideología de la Revolución había muerto y era enterrada junto con la Reforma Agraria, al son de las bombas que caían en Chiapas y los tambores que vitoreaban la entrada al primer mundo.

 

 

La Transición Democrática

 

La particular situación política posrevolucionaria, basada en la hegemonía de la burguesía ejercida por el partido de gobierno y sustentada en la ideología de la Revolución Mexicana, causó una enorme confusión (y aún lo sigue haciendo) en las filas de la clase obrera y el movimiento revolucionario. La concepción errónea de la superestructura posrevolucionaria, que caracterizaba al Estado mexicano como un árbitro por encima de la lucha de clases,[11] disoció la lucha política de la económica, priorizando la primera y olvidando la segunda. Se argumentaba que era necesaria primero una lucha por la democratización política del país contra el autoritarismo; y después, luchar contra la burguesía en el terreno económico y por la revolución socialista. El problema estaba en no comprender el carácter de clase del Estado Mexicano, y por lo tanto, que la forma de gobierno respondía a las necesidades de la acumulación del capital. Poco a poco, el Partido Comunista Mexicano y otras fuerzas de izquierda cayeron en una pendiente hacia el reformismo burgués; los errores ideológicos y políticos se transformaron en la política oportunista, la excepción se convertía en la regla, y de ahí el paso a ser exponentes directos de la burguesía fue muy rápido.

 

A partir de su XVI Congreso[12] en 1972 el Partido Comunista Mexicano planteaba que la revolución en México pasaría por dos fases: una “predominantemente democrática” que sentaría las bases de la orientación socialista del proceso y otra “predominantemente socialista” que culminaría las medidas democráticas y se transformaría en socialismo (Johansson, S., 2002: 22). Fuertemente influenciado por el eurocomunismo y sin volver a recuperar nunca una posición preponderante en la clase obrera, el viejo PCM comenzó a avanzar rápidamente rumbo a su propia desaparición. La introducción de una “fase democrática” dentro de la revolución socialista, que terminaba por aplazar indefinidamente la misma revolución socialista, fue uno de los errores más fatales que cometió el Partido. Al olvidar el inherente carácter de clase de cualquier Estado y la necesidad de la dictadura del proletariado para la revolución y la construcción socialista, el PCM se sumía en la confusión ideológica, y sumía consigo a los sectores obreros y populares que confiaban en él.[13]

Un Partido Comunista débil ideológicamente pronto sucumbe ante el oportunismo. La dinámica electoral absorbió cada vez más al PCM, donde lo principal era conseguir más escaños en el parlamento en detrimento de la lucha de masas en las calles, sin aplicar en ningún momento una política revolucionaria parlamentaria tendiente a destruir la maquinaria gubernamental de la burguesía (Cfr. Lenin. 1974: 177). En 1981, el PCM bajo la lógica de aumentar las fuerzas (obviamente la “fuerza electoral”)  de la izquierda, se disuelve y fusiona con otras cuatro organizaciones para formar el Partido Socialista Unificado de México, y éste en 1986 repitió la historia para convertirse en el Partido Mexicano Socialista. Entre más ensanchaba su espectro político, más confuso era su programa político;[14] el socialismo había sido pospuesto para un futuro perpetuo y sus propuestas de transformaciones económicas coincidían con la “corriente democrática” del PRI, y por lo tanto, con los monopolios proclives a una gestión proteccionista.[15] Esta “vía nacional a la socialdemocracia” la explica muy bien Iván Johansson en los primeros dos capítulos de sus tesis de maestría De la lucha contra el capitalismo a la adopción del neoliberalismo. Evolución de las posiciones en materia económica de una corriente de la izquierda mexicana (PCM-PRD, 1979-2002).

 

En 1988 la “corriente democrática” escindida del PRI por la lucha por la candidatura presidencial, lanza como candidato a Cuahutémoc Cárdenas y es cobijada  primero por los partidos satélites del PPS y el PARM, y después por los restos de la izquierda socialista, encabezado por el PMS y un archipiélago de sectas. El trauma de los comunistas por medio siglo sobre la “unidad de las fuerzas democráticas y revolucionarias”, y el sueño eurocomunista de un gran partido de masas cobraban realidad. Un año después nacía el Partido de la Revolución Democrática, convirtiendo a México en un país pionero de la socialdemocratización de los Partidos Comunistas. El principal objetivo del PRD era el establecimiento de un “Estado democrático de derecho” y el primer paso era la “recuperación del derecho del pueblo a elegir a sus gobernantes: (…) que se asegure la alternancia en el ejercicio del poder, sin pensar nunca en métodos que salieran del marco institucional burgués; por lo tanto es válido decir que el nombre más adecuado hubiera sido Partido de la transición democrática. Se hacía un corrimiento de la contradicción principal del país, sustituyendo la contradicción capital-trabajo por democracia-autoritarismo. Esto se traducía en modificar la lucha anticapitalista por una lucha antineoliberal, es decir, únicamente de cómo gestionar el capitalismo. Pero la crítica al neoliberalismo se da desde un punto cínicamente burgués: abiertamente dicen que éste rompe con el “pacto social surgido de la Revolución Mexicana” lo cual atenta contra la “cohesión de la nación”, además de expresar los “compromisos contraídos por el grupo en el poder de representar los intereses del exterior al interior” (Johansson, 2002: 99-104). Es la voz de los monopolios preocupados por la amenaza de la lucha de clases y el capital extranjero. En una ironía de la vida, el PRD resultó coincidir con la postura de Carlos Salinas de Gortari, ellos también busca un tipo de neoliberalismo con rostro humano.

 

El PRD nació -siguiendo la tradición del PRI- como un partido de fracciones, dado su origen de muchas organizaciones y su discurso pluriclasista; y con un marcado papel de los líderes de “tribu” representantes de cotos de poder antes que de posiciones políticas. Rápidamente las grupos iniciales que formaron al PRD se fusionan formando fracciones y olvidando sus orígenes políticos, en la búsqueda de intereses compartidos: el reparto del poder interno y externo (Cfr. Espinoza: 41). En los primeros años las dos principales tendencias, donde se alineaban las diferentes fracciones, era la encabezada por Cuauhtémoc Cárdenas y por Muñoz Ledo, la primera proponía una ruptura (dentro de los marcos institucionales) del modelo de gobierno y la segunda una transición pactada. Después de 1994, Cárdenas pierde la preponderancia del partido y en 1995 es derrotada la propuesta de “gobierno de salvación nacional” que exigía la renuncia de Zedillo, frente a la propuesta de dialogar con el gobierno (Espinoza, 2006: 46). A partir de ese momento, el PRD se vio favorecido por el nuevo trato gubernamental y nuevos triunfos en 1996, en una nueva “dinámica inclusionista” (Johansson, 2012: 133), que buscaba nuevamente contener el nuevo asenso de la lucha de clases tras el alzamiento zapatista y los efectos del fin de la reforma agraria y el Tratado de Libre Comercio. Así con el fin de aislar al EZLN y cooptar al movimiento popular dentro de los cauces institucionales por intermediación del PRD se firmó el pacto Compromisos para el Acuerdo Político Nacional por los cuatro partidos representados en el Congreso: PAN, PRI, PRD y PT, como base de la reforma política de 1996. Ese periodo coincide con la presidencia del PRD por parte de Andrés Manuel López Obrador (1996-1999),[16] la traición del PRD al EZLN y los indígenas en los Acuerdos de San Andrés y la entrega del gobierno del Distrito Federal a Cuahutémoc Cárdenas. Paralelamente a ello, y con mayor claridad en 2001, se da el progresivo abandono de las posiciones más “radicales” en términos económicos (particularmente en materia de las relaciones económicas con el exterior) y en un creciente alineamiento a los principios de la gestión neoliberal (Johansson, 2012: 133).[17]

 

Al PRD, como fiel representante de la política socialdemócrata, poco tiempo le bastó para mostrarse como un representante de ciertos monopolios y defensor del orden burgués. En enero 1994, los ocho candidatos presidenciales y sus correspondientes partidos políticos firmaron el Acuerdo Político Nacional con la intención de aislar políticamente al EZLN y defender la democracia burguesa en contra de los indígenas chiapanecos. Abiertamente el texto admitía que “el asunto más importante para el país” era “el restablecimiento de una paz justa y duradera”, afirmando que “el avance democrático, para cerrar el paso a todas las formas de violencia, debe procesarse en los espacios de los partidos políticos y las instituciones republicanas”. Para asegurar una “solución concertada y pacífica al conflicto chiapaneco” el régimen político ofrecía la “realización de una elección imparcial en 1994” (Acuerdo Político Nacional, 1994). El acuerdo podía ser ilustrado de la siguiente forma: “Nosotros no hacemos fraudeelecciones1 elecciones2, y ustedes se hacen de la vista gorda en la guerra contrainsurgente en Chiapas”. Un año después, el Compromiso para un acuerdo político nacional (1995) refrendaba los acuerdos, para asegurar “la concordia y la paz social” a cambio de una reforma política y en 2001 se firmaba el Acuerdo Político para el Desarrollo Nacional para resolver la dinámica de una situación donde “ningún partido político tiene la mayoría necesaria en los órganos de representación para decidir, por sí sólo, el desahogo de los asuntos de la Agenda Nacional”. Se repetía la misma política de los años setenta, integración a la vía institucional como única realidad existente u exterminio contrainsurgente; sólo que esta vez como acuerdo de 4 partidos y no como decisión de uno sólo: la democratización rendía sus primeros frutos.

 

La ampliación del sistema de partidos políticos y su participación en el parlamento, permitió que los monopolios tuvieran mayor campo de maniobra para competir. A su vez, sirvió de camisa de fuerzas para el movimiento popular al ponerlo a la cola del ala izquierda de los monopolios. El ejemplo más claro de esto son los pactos que han realizado a lo largo de los últimos años (1994, 1995, 2001, 2006, 2008, 2013), donde independientemente de sus diferencias discursivas todos tienden a coincidir en puntos básicos, que son los intereses comunes de los grandes monopolios. El más cínico de estos acuerdos fue el que firmaron en 2006, propuesto por Carlos Slim testaferro de uno de los más grandes monopolios del país y el mundo, el llamado Pacto de Chapultepec o Acuerdo Nacional para la Unidad, el Estado de Derecho, el Desarrollo, la Inversión y el Empleo.[18] Sus puntos son el preludio del Pacto por México, y entre ellos se encuentra “liberar la inversión productiva nacional de la capacidad de inversión del gobierno” (reforma energética), “crear un clima favorable a la inversión privada y social que aliente el desarrollo empresarial” (reforma laboral), “promover una amplia libertad educativa garantizando la educación gratuita y propiciando la inversión privada en la educación y la salud”. Por lo que ahora muchos se sorprenden y se indignan es algo que ya habían firmado todos los partidos políticos registrados en 2006, entre ellos Andrés Manuel López Obrador.

 

Una paradoja de la transición democrática en México es que mientras más aumenta el número de partidos registrados más se reduce el espectro político que representan. El esquema político izquierda-derecha deja de cobrar sentido, ya que las diferencias ideológicas se difuminan y confunden, corriéndose todos los partidos al centro (ya nadie quiere ser de derecha o de izquierda, todos buscan el cobijo de la “centro-izquierda”, “centro-derecha”). Los partidos políticos actuales ya ni siquiera representan corrientes políticas dentro de la clase burguesa respecto al modelo de acumulación de capital, se vuelven representantes de los intereses corrientes de ciertos grupos monopolistas. La unidad nacional de todos los partidos políticos ante los intereses generales de los monopolios puede observarse claramente en el Pacto por México y las reformas aprobadas; todos coincidían en la necesidad de desvalorizar la fuerza de trabajo a través de la reforma laboral, pero tenían sus matices en torno a que tanto debía introducirse el capital privado extranjero a Pemex.

 

Se ha hecho una descripción relativamente extensa del desarrollo de la transición democrática en México y de su principal defensor el PRD, para mostrar que la situación actual es el resultado necesario de esa política. Para ser un “amplio partido de izquierda” primero debe diluirse la política “radical” para a atraer a más personas (sic), se eliminan las referencias al socialismo y se ignora por completo la lucha de masas extraparlamentaria. Pero después descubren que para competir contra los grandes partidos hace falta dinero, y los únicos que pueden darlo son los monopolios -incluidos los de la droga-; por lo tanto tiene que convertirse en uno de sus representantes: aprobar leyes a su favor, traicionar la popular cuando se vuelva una amenaza. Finalmente no tienen otra opción que acrecentar esta situación o perecer en la “competencia democrática”. Si actualmente el PRD lo controla una fracción particular (los famosos “chuchos”) no es porque estos sean una “camarilla diabólica” y corrupta, sino porque son los que han conseguido obtener el apoyo de mayor número de monopolios. La socialdemocracia funciona entonces -independientemente de lo cínico o soñadores que sean sus miembros- como una simple correa de transmisión de los intereses de los monopolios y sirve para asegurar la dominación capitalista al poner al movimiento obrero y popular a la cola de la burguesía. Por más que intente mostrar un rostro de izquierda, sus afilados colmillos se ven recurrentemente: en la traición de los acuerdos de san Andrés, en la represión a la huelga de 1999 en la UNAM, a su papel frente a la APPO  Atenco, y recientemente en su relación con los carteles de la droga y el genocidio de Iguala.

 

“Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y otra vez, como farsa.” (Marx, 1965: 94). Este es el caso de MORENA respecto al PRD. Lo que al PRD fue un proceso de varios años donde el oportunismo carcomía a las organizaciones que se reivindicaban “socialistas” hasta llevarlas a unificarse con una parte de quienes habían sido sus enemigos por tantos años. La unificación de la “izquierda socialista” con las “fuerzas democráticas dentro del gobierno” fue una triste tragedia de la lucha de clases en nuestro país. MORENA recorre este proceso en tiempo record; logra unificar a una camada de viejos lobos marinos del priismo (como Ricardo Monreal, Alfonso Durazo) con antiguos comunistas descontentos con el PRD. Las razones de esto es la necesidad de reinventar una nueva fórmula socialdemócrata que logre ocupar el puesto desgastado que el PRD ha perdido; lo que antes fue una tragedia, aparece ahora como una farsa. Constancia de ello es el programa político del MORENA, que no es un regreso a la vieja política oportunista de la década de los ochentas sino la continuación de la del PRD en 2012. Por ejemplo, en enero de 2012 a unos meses de las elecciones, AMLO -y no el PRD- firma un “Pacto por México” con sus aliados empresarios titulado Convenio con el sector privado nacional para impulsar la inversión, el empleo y la prosperidad. En ese documento se afirma que la “causa principal del estado de pobreza” es la insuficiencia del crecimiento económico con relación a las necesidades de empleos,  así como del “continuo estado de violencia e inseguridad”, es decir, no tiene nada que ver con alguna contradicción inherente al capitalismo sino a un “inadecuado manejo de la política económica y la corrupción imperante”. Para ello, el entonces precandidato presidencial se comprometía a manejar “sin déficits públicos las finanzas nacionales; combatirá la inflación y reformará el equilibrio de las cuentas externas” (lo que ha sido una continuidad política de austeridad social los últimos 30 años). En resumen su proyecto en términos económicos busca “impulsar el desarrollo a través de las iniciativas privadas y sociales, promoviendo la competencia, pero ejerciendo la responsabilidad del Estado en las actividades estratégicas reservadas por la Constitución (MORENA, 2014). Su política no consiste en un cambio radical respecto al PRD, sino en volver a atrapar a la clase obrera y los estratos populares en la red socialdemócrata, y contener su lucha en los estrechos límites de las instituciones burguesas.

 

 

 

Anexo[19]

La democracia que perdió unas elecciones

 

 

El proceso electoral de este año quedará grabado en la memoria del país porque ha puesto al desnudo la naturaleza de clase de nuestra democracia. Por más que los medios de comunicación y los partidos políticos intentaron ocultarlo, el rasgo característico de estas elecciones fue la confrontación de clases. Varios estados de la república, principalmente Guerrero, Chiapas y Oaxaca, vivieron por cinco días un combate entre el movimiento popular y las fuerzas policiales y militares; los primeros protestando activamente contra la farsa electoral, los segundos asegurándose que ésta se realizara, aún a punta de pistolas y toletes. Lo importante de este proceso no han sido los resultados electorales, los porcentajes o el número de diputados; ha sido el aprendizaje de miles de personas de como la democracia mexicana es únicamente el ropaje actual de la dictadura de los monopolios. Que detrás de las casillas y las urnas, se encuentran los militares y la policía federal, asegurando la dominación de los monopolios por cualquier medio.

 

El primer gran resultado fue la prueba tangible del nivel de descontento acumulado contra las elecciones y los partidos políticos registrados, lo que llamábamos los comunistas la deslegitimación del poder de los monopolios. En los lugares donde históricamente la lucha de clases había sido más aguda (Guerrero, Oaxaca y Chiapas) el descontento se transformó en acción a través del boicot electoral. Durante los días previos al 7 de junio, cientos de personas marcharon, tomaron sedes oficiales y productivas, quemaron urnas, desalojaron al ejército y detuvieron la acción policial; en fin, mostraron que los sectores más radicalizados del pueblo comprendían que en estos momentos la lucha electoral estaba agotada. No se trata de hechos o sectores aislados o atrasados, sino de aquellos que en la práctica han vivido la “transición democrática” con Gabino Cúe o el “gobierno de izquierda” de Ángel Aguirre, y han descubierto que son exactamente igual a sus antiguos verdugos. Su ejemplo es una pequeña venta al futuro.

 

La otra gran manifestación de descontento ha sido los enormes niveles de abstención electoral, que han llegado al 53% de la población. Gran parte de la clase obrera y los estratos populares, no encontrando ninguna propuesta en los partidos registrados que represente sus intereses, simplemente no se presenta a votar. Analizando esto con cuidado, a través de los datos que ofrece el INE se puede probar que el partido de la abstención ha ganado estas elecciones. Por ejemplo, en estados como Baja California, Chihuahua, Oaxaca o Aguascalientes no hay un solo distrito donde la abstención sea menor al 55%, en contraparte sólo hay cinco distritos -¡en todo el país!- donde la abstención fue menor al 30%. Aquí vale la pena anotar algo, en aquellos distritos donde la abstención fue más baja (en Yucatán) coincide con los lugares donde el porcentaje de votos para el PRI fue más alta (superior al 30% de la lista nominal), mostrando lo falso de aquella consigna socialdemócrata “no votar es un voto al PRI”. La anulación del voto también aumento al 4.7% de la votación, lo que significó más de un millón novecientos mil personas. Ni su colosal campaña de invitación al voto, ni la enorme concentración policiaco-militar consiguieron “convencer” u “obligar” a la mitad del país en confiar en su democracia e ir a votar.

 

 

 

 

 

El segundo gran resultado fue el enorme aprendizaje de lucha que dejaron los últimos meses, y con mayor fuerza, los días previos a la elección. Sirvió como un tanteo de fuerzas entre la burguesía y el proletariado y sus aliados. La confrontación abierta y generalizada a nivel regional evidenció que el movimiento popular aún no tiene la fuerza para evitar las elecciones, pero si para hacer tambalear una reforma estructural y obligar al Estado a abortar la salida militar. Pero también demostró que pese a todo el despliegue militar y policial, su fuerza es insuficiente para poder neutralizar la lucha del pueblo insumiso.

 

También derrumbó varios mitos sobre que estamos obligados a “elegir la opción menos peor” o que “no hay condiciones” para el boicot electoral. En los hechos quedó comprobado que el boicot electoral es una táctica viable, al menos regionalmente, con la correlación de fuerzas existentes. Y se probó en los últimos meses que los consejos populares, principalmente donde se han apoyado en la fuerza de las policías comunitarias, son aspectos embrionarios de un nuevo poder; mostrando que los estratos populares pueden tomar y ejercer el poder, sin necesidad y en contraposición al Estado burgués.

 

El tercer gran resultado fue revelar el carácter de clase de todos los partidos registrados quienes pese a sus “diferencias” terminaron unificándose en algo: la necesidad de asegurar la elección a través de las fuerzas armadas y la policía. Este tiempo permitió a miles de personas conocer quiénes son los enemigos del pueblo y quienes sus amigos, quienes están dispuestos a asesinar y reprimir al pueblo -o callar ante ello- con tal de que la farsa electoral continúe y quienes lucharon codo a codo del lado del pueblo. La vieja socialdemocracia, como el PRD o el PT han desnudando completamente su carácter reaccionario y paramilitar, encajando en la categoría de socialfascismo de la que hablaba Stalin y la Internacional Comunista. El PRD en los últimos años ha develado su estrecha vinculación con grupos del narcotráfico como “los Ardillos” con el gobernador de Guerrero Ángel Rivero o el Cártel de los Caballeros Templarios con la estructura perredista de Michoacán. Mientras que el Partido del Trabajo, que perderá su registro, mostró abiertamente su carácter paramilitar al funcionar su militancia, junto a la del PRI y a la del PPG como grupos de choque contra el Movimiento Popular Guerrerense en Tixtla.

 

Frente a todo este descontento la apuesta de los grandes monopolios ha sido fortalecer la nueva socialdemocracia y las candidaturas independientes, como forma de volver a enganchar al proletariado a la farsa electoral (Cabe decir que la apuesta por los pequeños partidos como el Humanista o Encuentro Social fue un completo fiasco, siendo únicamente Movimiento Ciudadano, con olor al Cártel Nuevo Milenio el único que se fortaleció en Jalisco, y el PVEM en su feudo chiapaneco). Morena cosechó el despreció que había ganado el PRD en el Distrito Federal siendo ahí sus mayores triunfos electorales, fuera de ahí su posición en otros estados fue modesta. Sin embargo, luego de la reunión de su Consejo Nacional no queda dudas que sus intereses son meramente electorales. Su principal objetivo no es movilizar al pueblo utilizando el parlamento, sino viceversa utilizar al pueblo para mejorar su posición electoral. Sus propuestas políticas se circunscriben en un reformismo que roza el populismo: entregar la mitad de su dinero a las universidades públicas y rebajar el costo del metro en el DF (del cuál son culpables al dar el apoyo a Mancera y Ebrard años atrás), medidas propagandísticas que en ningún caso suponen un paso adelante en el mejoramiento de las condiciones de la clase obrera, ni de su conciencia política. Mientras que otra parte de los monopolios ha decidido lavarles la cara a los políticos con su supuesta “ciudadanización”, y prefiere ejercer su poder sin la intermediación de ningún partido. El caso más ejemplar es el de “El Bronco” que ha ganado la gubernatura de Nuevo León como candidato independiente bajo el cobijo de los empresarios regiomontanos, perfilándose como candidato presidencial para 2018.

 

Junto con la campaña de propaganda electoral y la apuesta a nuevos representantes (MORENA y el Bronco), la otra apuesta del Estado burgués ha sido el despliegue y la contraofensiva policiaco-militar. Esta vez el Estado y sus aparatos partidarios e instituciones han logrado contener con ciertas dificultades este segundo pico en la tendencia a la insumisión. Pero la concentración policiaco-militar que debió sacar tropas de todos los rincones del país, aereotransportando sus fuerzas desde la frontera norte hasta la costa sur, no fue suficiente y termino descuidando algunos puntos por para asignarles fuerza suficiente -como algunos pueblos de Oaxaca o en Tixtla, Guerrero, donde tuvieron que dejar solas a sus fuerzas paramilitares (PRI-PT). Estamos en un momento en el cual el Estado burgués encuentra sus justificaciones ideológicas y aparatos de reproducción del consenso en quiebra, aun retiene la iniciativa por la superioridad de sus medios y se debate internamente entre modificar su gestión con la esperanza de desactivar el movimiento, o escalar el conflicto con la esperanza de quebrar la capacidad de resistencia y prevenir con ello una ofensiva popular. En lo inmediato los comunistas, las organizaciones revolucionarias, las luchas obreras, el movimiento popular, etc., estarán al pendiente para avanzar en cada frente donde las reformas pierdan terreno por repliegue del enemigo o intento de descarrilamiento de la lucha, para aprovechar cada espacio que la burguesía se vea obligada a ceder o para arrancarla. Frente a la bancarrota del Estado burgués, avanzar o avanzar.

 

 

 

 

 

 

BIBLIOGRAFÍA

 

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[1] De manera sutil lo admite Lorenzo Córdova consejero presidente del Instituto Nacional Electoral al decir que este proceso será “el desafío más complejo del sistema electoral mexicano”.

http://www.vertigopolitico.com/articulo/31940/Elecciones-2015-el-reto-de-mantener-la-seguridad

[2]Y se desprende, asimismo, que toda clase que aspire a implantar su dominación, aunque ésta, como ocurre en el caso del proletariado, condicione en absoluto la abolición de toda la forma de la sociedad anterior y de toda la dominación en general, tiene que empezar conquistado el poder político, para poder presentar su interés como el interés general, cosa a que en primer momento se ve obligada.” (Marx, 1974: 35)

[3] Álvaro Obregón llegó a la presidencia en 1920 tras la rebelión de “Agua Prieta”; en 1923  Adolfo de la Huerta se levanta en armas. En 1927 los generales Arnulfo R. Gómez y Francisco R. Serrano -quienes eran también candidatos presidenciales- fueron detenidos y asesinados por el ejército para frustrar un intento de rebelión militar. En 1929 es sofocada la rebelión escobarista.

[4] La desaparición del latifundio y su transformación en gran propiedad terrateniente capitalista eliminaba la base del militarismo de tipo caudillista. Sin embargo, como bien ilustra Casanova, la disminución del poder político directo y el poder financiero del ejército coincide con la conversión de los jefes militares en empresarios o contratistas (Casanova, 1974: 52). Bien podría plantearse como hipótesis futura como este fenómeno de aburguesamiento de los jefes militares implicó también su incursión en la industria de las drogas años después.

[5] Respecto a la relación entre estas dos alas de la burguesía entre sí y con el imperialismo, son bastante ilustrativas las palabras de Arturo Gámiz y Pablo Gómez:

la burguesía proimperialista que integran los grupos monopolistas del comercio, la industria y las finanzas, los grandes latifundistas y agricultores dedicados a la exportación, pugna porque México se entregue impúdicamente y sin más preámbulo al imperialismo en tanto que la burguesía nacional se resiste, no por decencia y pudor, sino por regatear. La burguesía proimperialista le dice: “no seas tonta, no te hagas la remilgosa, entrégate al imperialismo y tu porvenir está asegurado, ¿o qué, estás enamorada del proletariado? No seas tonta, ese nada te puede ofrecer ¿qué futuro te espera a su lado?, ¿o quieres quedarte a vestir santos?, ¿ni imperialismo ni proletariado? Eso no se puede, o te tumba uno o te tumba el otro”, y la burguesía nacional le contesta: “Claro que no estoy enamorada del proletariado, al contrario, lo odio. Lo que pasa es que todavía quiero seguir viviendo y gozando mi propia vida, me siento muy joven, cuando me canse o me moleste mucho el proletariado entonces me casaré con el imperialismo, además ¿cómo quieres que tenga empeño si es tan tacaño, me ofrece muy poco?” (Gámiz, 1965: 17. Subrayado propio)

[6] Desde 1934 y hasta 1988, sólo hubo 2 elecciones presidenciales donde la oposición tuvo cierta significación, la de 1946 con Ezequiel Padilla y en 1952 con Miguel Henríquez, ambos antiguos miembros del PRI que se salieron al no ser elegidos como candidatos y representantes directos de la burguesía pro imperialista y del imperialismo norteamericano.

[7] Por ejemplo en la elección de 1940, la oposición de derecha representaba de Juan Andreu Almazán denunciaba el fraude electoral y disparos contra casillas donde ganaba este candidato.

[8] El Secretario de Gobernación en aquellos años, Jesús Reyes Heroles, explicaba esto de manera sutil cuando decía:
“Endurecernos y caer en la rigidez es exponernos al fácil rompimiento del orden estatal y del orden político nacional. (..) La unidad democrática supone que la mayoría prescinda de medios encaminados a constreñir a las minorías e impedirles convertirse en mayorías; pero también supone el acatamiento de las minorías a la voluntad mayoritaria y su renuncia a medios trastocadores del derecho.” (Woldenberg, 2012: 14)

[9] Quizás Carlos Salinas de Gortari sea el pionero de esa nueva política que predomina en Latinoamérica de neoliberalismo camuflado.

[10] Durante el sexenio de Salinas de Gortari hubo dos innovaciones políticas que tendrán un papel de suma importancia durante las dos décadas subsiguientes: el perfeccionamiento del sistema de cooptación de organizaciones a través de la Secretaría de Desarrollo Social y el enorme crecimiento del paramilitarismo y el narcotráfico controlado directamente por el Estado con fines represivos.

[11] Ya sea en su versión trotskista de “bonapartismo sui generis” o en versión lombardista.

[12] Aunque desde el XIII Congreso el PCM en 1960 hablaba de una” revolución democrática de liberación nacional”, y en el XV Congreso de 1967 de una “revolución-popular y antiimperialista” (Peláez, G., 20013) , la caracterización de 1972 avanzaba en la disociación de los elementos de transformación económica en la primera “fase” de la revolución, al darle una existencia independiente.

[13] Por ejemplo, el PCM argumentaba que “Los comunistas somos partidarios de un régimen democrático en el que todos los ciudadanos, independiente de su posición social, de su ideología, de sus creencias religiosas y de sus concepciones políticas, gocen del derecho de organizarse en partidos, intervenir en el proceso electoral en igualdad de condiciones, enviar a sus representantes a los órganos electos, realizar la propaganda de sus ideas sin cortapisas y a través de los órganos de difusión masiva organizarse con independencia del gobierno y de las empresas, y luchar por la conquista del poder apoyándose en la mayoría del pueblo, en uso del derecho establecido en la constitución” (Johansson, 2002: 31-32). Su concepción de la democracia no difiere en lo absoluto de un partido liberal, pues ya no queda rastro de su carácter de clase,  de otras formas de democracia como la soviética o de su relación con el socialismo.

[14] “Habiéndose apartado del principio de clase, generalizado su área de atracción social y especializado sus objetivos organizativos, “reduciéndolos a éxitos electorales y a asumir la responsabilidad de gobierno”, era inevitable que los partidos que desembocaron en el PRD fueran evolucionando, tal como sucedió con los grandes partidos socialistas y socialdemócratas europeos después de la segunda guerra mundial, en “organizaciones de acumulación de poder neutrales ideológicamente”, que excluyen cuidadosamente de sus “previsiones cálculos y símbolos” los “cambios políticos radicales” y dirigen su propuesta programática hacia los fines inmediatamente alcanzables” (Johansson, 2012: 183-184). Se transforman en Partidos de la Reforma Social en términos de Lenin.

[15] Por ejemplo, el modelo de desarrollo del PMS que después retoma el PRD intentaba combinar el modelo de sustitución de importaciones, con un mercado interno protegido, junto a un modelo secundario exportador que fomentara la exportación manufacturera. Es decir, ni siquiera se oponía a la inversión extranjera directa, sino que buscaba simplemente que los monopolios mexicanos se encontraran mejor protegidos ante esta (Johansson, 2002: 83).

[16] Es curioso anotar que dentro de la planilla de López Obrador que llegó al CEN del PRD se encontraba Jesús Ortega (Secretario General), Leonel Godoy (representante ante el IFE), Carlos Navarrete (Planeación), Rosario Robles (organización). Que complot tan macabro es aquel que crea a sus propios enemigos.

[17] Por ejemplo el abandono en sus documentos básicos de la propuesta de “eliminar los monopolios” en 1988 y de organizar la economía “bajo un régimen de economía mixta” en 2001. Respecto a su política laboral, el PRD termina por confundir la política salarial con la lucha por la democratización de los sindicatos, conduciendo a posiciones “prácticamente idénticas” las del PAN, respecto a la “democratización de los sindicatos” y la “flexibilización laboral”.

[18] En 2008 se firmó el Acuerdo Nacional por la Seguridad, la Justicia y la Legalidad, donde se establecía que la “política de seguridad es una política de Estado” y se buscaba crear un acuerdo entre todos los niveles de gobierno y la “sociedad civil” contra el crimen organizado; en otras palabras, justificar la política de seguridad abierta con la Guerra contra el narcotráfico (sic.).

[19] El artículo se realizó días antes de las elecciones intermedias del 7 de junio y del boicot electoral convocado en varios estados en la semana anterior a éstas. Por  ello se adjunta un breve análisis de los resultados de las elecciones desde la perspectiva de la clase obrera.

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