La Ilusión de la Democracia
Enrique Cedillo
Pintor y militante del PCM
El Estado capitalista actual, que bajo el eufemismo democracia se presenta como el garante de la representación política de todos independientemente de cualquier condición, es en realidad el poder organizado de una élite monopólica cada vez más reducida en contra de los intereses universales de la gran mayoría trabajadora para su sometimiento, escondiendo las contradicciones económicas que definen las actuales relaciones de producción y, por tanto, al Estado mismo.
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Si preguntamos a cualquier mexicano, estadounidense, español, alemán o argentino en qué sistema vive seguramente responderá que en una democracia, democracia entendida como el sistema de representación parlamentaria donde los gobernantes, elegidos mediante el voto, son meros oficiales ejecutores de la ‘voluntad popular’. En estas democracias, se nos dirá, cuenta igual el voto del pobre que del rico, del patrón que del obrero, del hombre que de la mujer, del negro que del blanco. Las constituciones democráticas modernas, dirán, son la expresión de la equidad absoluta en las relaciones humanas, “el mejor sistema ideado”, y si en la práctica no han podido resolver problemas fundamentales emanados de la inequidad concreta, tales como el hambre y la violencia generalizada, es meramente por errores de aplicación que suelen reducirse a gobernantes (y sociedades) corruptos (y corruptores). Esta ‘democracia’ se contrapone argumentativamente a la ‘dictadura’, que sería la expresión del poder de un solo grupo dominante y no de la sociedad en su conjunto.
¿Pero son correctas estas nociones? Esta concepción supone al Estado como una entidad ajena que se coloca por encima de las relaciones sociales, que de hecho las determina, y que funciona independientemente de ella como su árbitro y mediador, como la entidad capaz de conciliar las contradicciones emanadas en su seno, y por tanto, como expresión ideal de su imagen. Supone que la igualdad legal proclamada en sus discursos puede existir entre grupos económicamente antagónicos, es decir: concibe al estado como la entidad capaz de mediar entre la riqueza de los unos y la pobreza de los otros. En otras palabras, bajo esta idea de democracia, el estado se encuentra por encima de las relaciones económicas, las rige, y puede por tanto regularlas. De esta concepción sigue la idea del parlamento como la arena donde los diferentes grupos y estratos sociales pugnan sus intereses y donde se impone, supuestamente, la voluntad mayoritaria. Es por tanto vital para los grupos contendientes elegir sabiamente a sus representantes si quieren asegurar el triunfo de sus agendas.
Sin embargo, a la luz del materialismo histórico podemos entender lo fundamentalmente erróneas que son estas nociones, como producto consecuente de la imposición de la ideología dominante, es decir, la ideología burguesa[1]. Estas concepciones están diseñadas para esconder la verdadera naturaleza del Estado, que es la maquinaria de dominación de una clase sobre otra, y salvaguardar la continuidad de las relaciones económicas que, en realidad, son base de todas las demás instituciones sociales, incluyendo al Estado mismo. F. Engels explica: “El Estado no es, en modo alguno, un poder impuesto desde fuera de la sociedad; ni es tampoco ‘la realidad de la idea moral’, ‘la imagen y la realidad de la razón’, como afirma Hegel. El Estado es, más bien, un producto de la sociedad al llegar a una determinada fase de desarrollo, es la confesión de que esta sociedad se ha enredado consigo misma en una contradicción insoluble, se ha dividido en antagonismos irreconciliables, que ella es impotente para conjurar. Y para que estos antagonismos, estas clases con intereses económicos en pugna no se devoren a sí mismas y no devoren a la sociedad en una lucha estéril, para eso hízose necesario un Poder situado, aparentemente, por encima de la sociedad y llamado a amortiguar el conflicto, a mantenerlo dentro de los límites del ‘orden’. Y este Poder, que brota de la sociedad pero que se coloca por encima de ella y se divorcia cada vez más de ella, es el Estado.”[2]
Lenin comenta el anterior pasaje: “El Estado es el producto y la manifestación del carácter irreconciliable de las contradicciones de clase. El Estado surge en el sitio, en el momento y en el grado en que las contradicciones de clase no pueden, objetivamente, conciliarse. Y viceversa: la existencia del Estado demuestra que las contradicciones de clase son irreconciliables.”[3] Es decir, que hablar de un Estado “que rige a todos por igual” es en sí mismo contradictorio porque ignora la realidad de la lucha de clases y las relaciones económicas que definen al capitalismo como la apropiación privada de lo socialmente producido (relación infraestructural que, es origen de las graves crisis sociales que atraviesa en general el mundo capitalista). El concepto mismo de democracia, que en su acepción platónica no expresa ningún sistema político en concreto sino una voluntad política, la voluntad de los oprimidos, es decir, la aspiración al poder de la clase dominada sobre la clase dominante, no define como tal ninguna forma de gobierno[4].
El hecho mismo de que el Estado es una máquina de dominación, es decir de represión, desmonta la idea de la democracia total, que abarca a todos independientemente de condición. La primer manifestación del Estado es, como indica Engels en la obra anteriormente citada, como Poder público, “(…) formado no solamente por hombres armados, sino también por aditamentos materiales, las cárceles, las instituciones coercitivas de todo género.” Es decir que el Estado es, por naturaleza, dictadura, dictadura entendida en su definición concreta, que es la imposición ideológica y por la fuerza de los intereses (económicos, de propiedad) de una clase dominante sobre una clase dominada, de explotadores sobre explotados en el caso capitalista[5]. La institucionalidad “democrática” burguesa, por tanto, desprovee al concepto de su contenido de clase, y como se enunciaba en la Declaración de Fráncfort, la reduce “(…) a la formalidad del pluralismo electoral (…) que sobretodo busca asegurar la legalidad de las opciones políticas de la clase explotadora. Una democracia sustentada en el individuo, al que asigna una libertad abstracta, despojada del carácter de clase y del rol en la producción.”[6] De ahí que las democracias burguesas dependan de conceptos ilusorios tales como “el ciudadano” o “la sociedad civil”, que planteando una falsa dicotomía entre Estado y sociedad, se utilizan para esconder la dominación de clase que en la práctica, en la riqueza cada vez más concentrada de unos cuántos individuos contra la miseria generalizada de millones, es evidente.
Por tanto, suponer que las diferentes agendas de clases socialmente antagónicas caben en el espectro de la institucionalidad burguesa es erróneo simplemente porque el Estado burgués es el poder organizado de una de las clases en pugna. Como indican Marx y Engels, “El Gobierno del Estado moderno no es más que una junta que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa.”[7] De tal manera, independientemente de lo que clamen en sus documentos legales[8], todas las “democracias” capitalistas son en realidad dictaduras de la burguesía, una sola dictadura propiamente hablando, pues la clase burguesa, en su fase de imperialismo monopólico, es internacional[9], y su dominio se extiende por el mundo entero. El Estado-Nación es meramente un órgano de administración local de un sistema económico global.
Analicemos esto en el caso específico mexicano. Ninguna de las coaliciones políticas de la burguesía, independientemente de si se identifican como progresistas o si son abiertamente reaccionarias, llámense PRI-PV-PANAL, PRD-PAN-MC o MORENA-PES-PT, representa realmente un espectro político que pueda abarcar el programa mínimo de la clase proletaria. Por el contrario, siendo el Estado burgués en sí el que sostiene sus intereses conjuntos, el parlamentarismo es nada más la palestra en la que los poderes monopólicos compiten por el mercado: la supuesta representatividad política es el triunfo ideológico de la libre concurrencia[10]. El voto es meramente un artilugio que no determina nada: En primer lugar, el programa real de los partidos políticos burgueses está definido por los monopolios que los respaldan, nunca por los intereses “del pueblo que representan”[11], y en segundo lugar, porque el resultado de las elecciones (es decir, quien resulte acreedor a la administración del Estado) no está determinado por la correlación de votos sino por la correlación de fuerzas entre tales monopolios. Donde supuestamente compiten ideologías políticas distintas, donde se nos hace creer que la batalla es entre las cualidades y defectos de José A. Meade, Andrés Manuel López Obrador o Ricardo Anaya, en realidad se están debatiendo los poderes que creen encubrir: Grupo Carso, CEMEX, Femsa, Grupo Alfa, Grupo México, Grupo Modelo, etcétera. El voto solamente mide qué tanto se ha logrado decantar la llamada opinión pública, ideológicamente, hacia los intereses del grupo monopólico dominante. Si en efecto se decanta, la democracia “habrá triunfado”, se declarará ejemplo eminente de la voluntad popular. Sin embargo, cuando no se logra empatar la opinión pública con la agenda de la facción monopólica que resulte triunfante en las guerras económicas, el capital recurre a una de dos cosas: la imposición fascista o el fraude, según su grado de conservadurismo.
No es el Estado sino estos poderes monopólicos los que en efecto determinan hasta el último aspecto de nuestras vidas: qué comemos, qué vestimos, cómo nos comunicamos, la relación que guardamos con lo consumido, cómo lo producimos y distribuimos, y la condición misma del trabajo asalariado, propia y exclusiva del capitalismo. Ese es el verdadero orden de las cosas, y el Estado solamente se encarga de asegurar que las condiciones que lo hacen posible se perpetúen. En las democracias capitalistas, donde por economía se entiende el triunfo de los negocios de la burguesía, la economía no funciona para el Estado, el Estado funciona para la economía. De aquí también que la dicotomía izquierda-derecha es insuficiente para describir la realidad política de la lucha de clases, pues solamente enuncia extremos del mismo sistema social, donde por izquierda se entiende la socialdemocracia y el Estado de bienestar, y por derecha el espectro comprendido entre el liberalismo clásico y el fascismo, todas ellas facetas del capitalismo. Ninguna de estas posiciones puede resolver las grandes problemáticas contra las que se lanzan, como la violencia cruenta del narcotráfico o la grave desnutrición general, simplemente porque no atacan el origen de las mismas, la propiedad privada de los medios de producción: por el contrario, ambas lo reivindican.
De tal manera que el hipotético mexicano, estadounidense, español, alemán o argentino que citamos al principio no vive en una democracia sino en el capitalismo, el capitalismo en su fase imperialista específicamente, cuya realidad es sencillamente descrita por Engels: “De un lado, riquezas inmensas y una plétora de productos que rebasan la capacidad de consumo del comprador. Del otro, la gran masa de la sociedad proletarizada, convertida en obreros asalariados, e incapacitada por ello a adquirir aquella plétora de productos. La división de la sociedad en una clase fabulosamente rica y una enorme clase de asalariados que no poseen nada, hace que esta sociedad se asfixie en su propia abundancia, mientras la gran mayoría de sus individuos apenas están garantizados, o no lo están en absoluto, contra la más extrema penuria.”[12] Esa es la realidad concreta sobre la que se desarrolla la lucha de clases contemporánea, e ignorarlo es suponer que pueden existir en equidad grupos sociales con circunstancias materiales totalmente desiguales. La “democracia pura”, por tanto, si queremos entenderla como la coexistencia en igualdad de toda la humanidad sin condición, dependería precisamente de que no hubiera condición, es decir, de la desaparición de las clases sociales y con ellas del Estado (Comunismo). Sin embargo, al no haber ya clases sociales tampoco es correcto el término democracia: no hay gobierno donde sólo hay administración de la propiedad social. Engels continúa: “Con cada día que pasa, este estado de cosas va haciéndose más absurdo y más innecesario. Debe ser eliminado, y puede ser eliminado. Es posible un nuevo orden social en donde desaparecerán las actuales diferencias de clase, y en el que – tal vez después de un breve periodo de transición, acompañado de ciertas privaciones, pero en todo caso muy provechoso moralmente – mediante el aprovechamiento y desarrollo armónico y proporcional de las inmensas fuerzas productivas ya existentes de todos los individuos de la sociedad, con el deber general de trabajar, se dispondrá por igual para todos, en proporciones cada vez mayores, de los medios necesarios para vivir, para disfrutar de la vida y para educar y ejercer todas las facultades físicas y espirituales.”
Concluyendo, la ilusión de la democracia se construye fundamentalmente sobre una lectura errónea de la naturaleza del Estado que se desvanece ante los análisis científicos del marxismo leninismo, que termina como un resquicio ideológico, como la carcaza de una promesa vacía, y por sus inherentes contradicciones, incumplible.
[1] “Por burguesía se comprende a la clase de los capitalistas modernos, que son los propietarios de los medios de producción social y emplean trabajo asalariado. Por proletarios se comprende a la clase de los trabajadores asalariados modernos, que privatizados de medios de producción propios, se ven obligados a vender su fuerza de trabajo para poder existir.” (Nota de F. Engels a la edición
inglesa de 1888 del Manifiesto del Partido Comunista)
[2] El Origen de la Familia, la Propiedad Privada y el Estado, 1884
[3] El Estado y la Revolución, 1917
[4] De ahí que por “democracia” pueda hacerse pasar prácticamente lo que sea, incluso el Estado oligárquico-monopólico abiertamente imperialista de los E.U.A., la Unión Europea, Japón, Rusia, México, etc., siempre que se cumplan ciertos requisitos meramente formales (que han cambiado en las diferentes fases del capitalismo, pero incluyen por naturaleza la anti-monarquía y el parlamentarismo representativo).
[5] Una de las ilusiones con las que el supuesto estado democrático se sostiene es, de hecho, la creencia de que las instituciones represivas existen para salvaguardar el bienestar común, cuando son meramente instrumento de protección de la propiedad de la clase dominante, cosa que incluso los economistas clásicos burgueses pudieron ver. En La Riqueza de las Naciones, Adam Smith escribe: “La adquisición de propiedad valiosa y abundante, por tanto, requiere necesariamente la instauración del gobierno civil. Donde no hay propiedad, o al menos ninguna que exceda el valor de dos o tres días de trabajo, el gobierno civil es innecesario. El gobierno civil supone cierta subordinación. Pero ya que la necesidad de gobierno civil crece gradualmente con la adquisición de propiedad valiosa, con el aumento de la acumulación de propiedad, aumenta también gradualmente el nivel de subordinación.” (Libro V, Parte II: Del Costo de la Justicia)
[6] Se conoce como Declaración de Fráncfort a las tesis llamadas Objetivos y Tareas de la Democracia Socialista publicadas por la Internacional Socialista en Alemania Federal en 1951.
[7] Manifiesto del Partido Comunista, 1848
[8] A algunos les sorprende que el contenido de la lata no siempre es lo que dice la etiqueta, a pesar de que la publicidad fraudulenta es una de las piedras angulares de la mercadería capitalista: el fidget spinner no quita el estrés, las malteadas no adelgazan y la constitución no representa a todos por igual.
[9] También lo es, desde luego y en consecuencia, la clase proletaria, cuyas condiciones de explotación son las mismas en todos los países de la pirámide imperialista.
[10] “Por libertad se entiende, dentro del régimen burgués de la producción, el librecambio, la libertad de comprar y vender.” (Marx & Engels, Manifiesto del Partido Comunista).
[11] Esto, por ejemplo, es evidente en gobiernos como el estadounidense, donde bajo el llamado lobbying (cabildeo), el capital puede abierta y descaradamente comprar “representación legislativa” e imponer su agenda. La realidad es que todas las democracias capitalistas funcionan así, aunque veladamente. La llamada Ley Kumamoto, por ejemplo, tiene como objeto retirar este velo y substituirlo con otro: el dominio del capital disfrazado de sociedad civil o “candidaturas independientes” (que suelen representar a los pequeños propietarios que no compiten con los grandes monopolios).
[12] Introducción a la edición de 1891 de Trabajo Asalariado y Capital, de Karl Marx.