El papel de la violencia en la historia
Por Federico Engels
Apliquemos ahora nuestra teoría a la historia contemporánea de Alemania y a su práctica de la violencia a hierro y sangre. Veremos claramente la causa de que la política de hierro y sangre había de tener éxito temporal y de que deba hundirse por fin (1).
En 1815, el Congreso de Viena (2) vendió y repartió Europa de tal manera que el mundo entero pudo convencerse de la incapacidad total de los potentados y los hombres de Estado. La guerra general de los pueblos contra Napoleón fue la reacción del sentimiento nacional de todos los pueblos que éste pisoteara. En recompensa, los príncipes y los diplomáticos del Congreso de Viena pisotearon aún con más desprecio este sentimiento nacional. La dinastía más pequeña valía más que el pueblo más grande. Alemania e Italia volvieron a ser fraccionadas en pequeños Estados. Polonia fue desmembrada por cuarta vez, Hungría seguía subyugada. Y no se puede decir siquiera que los pueblos hayan sido víctimas de una injusticia: ¿por qué lo admitieron y por qué saludaron en el zar ruso (3) a su liberador?
Pero eso no podía durar mucho. Desde fines de la Edad Media, la historia trabaja en el sentido de constituir en Europa grandes Estados nacionales. Sólo Estados de ese tipo forman la organización política normal de la burguesía europea en el poder y ofrecen, a la vez, la condición indispensable para el establecimiento de la colaboración internacional armoniosa entre los pueblos, sin la cual es imposible el poder del proletariado. Para asegurar la paz internacional, es preciso primero eliminar todos los roces nacionales evitables, es preciso que cada pueblo sea independiente y señor en su casa. Y, efectivamente, con el desarrollo del comercio, de la agricultura, de la industria y, a la vez, del poderío social de la burguesía, el sentimiento nacional se había elevado en todas partes, y las naciones dispersas y oprimidas exigían unidad e independencia.
Por ello, en todas partes, excepto Francia, la meta de la revolución de 1848 era satisfacer las reivindicaciones nacionales a la par que las exigencias de libertad. Pero, detrás de la burguesía, que merced al primer asalto, se vio victoriosa, se alzaba por doquier la figura amenazante del proletariado, con cuyas manos, en realidad, había sido lograda la victoria, y eso puso a la burguesía en los brazos del adversario recién vencido, en los brazos de la reacción monárquica, burocrática, semifeudal y militar, de cuyas manos sucumbió la revolución de 1849. En Hungría, donde las cosas ocurrieron de otro modo, entraron los rusos y aplastaron la revolución. Sin contentarse con eso, el zar se fue a Varsovia y se erigió en árbitro de Europa. Nombró a Cristiano de Glücksburg, su dócil criatura, para la sucesión del trono de Dinamarca. Humilló a Prusia como ésta jamás había sido humillada, prohibiéndole hasta los más tímidos deseos de explotar las tendencias alemanas a la unidad, constriñiéndola a restaurar la Dieta federal (4) y a someterse a Austria. Todo el resultado de la revolución se redujo, por tanto, a primera vista, a la instauración en Austria y Prusia de un gobierno de la forma constitucional, pero en el espíritu viejo. El zar ruso se hizo amo y señor de Europa aún más que antes.
Pero, en realidad, la revolución sacó de un solo poderoso golpe a la burguesía, incluso en los países desmembrados y, en particular, en Alemania, de la vieja rutina tradicional. La burguesía logró una participación, aunque modesta, en el poder político, y cada éxito político suyo lo utiliza en beneficio del ascenso industrial. El «año loco» (5), que felizmente había pasado, mostró a la burguesía de una manera palpable que debía poner fin de una vez y para siempre al letargo y a la indolencia de otros tiempos. A raíz de la lluvia de oro de California y de Australia (6) y de otras circunstancias se produjo una inusitada ampliación de las relaciones comerciales mundiales y una animación en los negocios jamás vista; lo único que había que hacer era no perder la ocasión y asegurarse uno su participación. La gran industria, cuyas bases habían sido sentadas desde 1830 y, sobre todo, desde 1840 en el Rin, en Sajonia, en Silesia, en Berlín y en algunas ciudades del Sur, comenzó a extenderse y a perfeccionarse rápidamente; la industria a domicilio en los cantones se extendía más y más. La construcción de ferrocarriles se aceleró, y el enorme crecimiento de la emigración creó una línea transatlántica alemana que no necesitaba subvenciones. Los comerciantes alemanes comenzaron a afianzarse en proporciones mayores que nunca en todas las plazas comerciales ultramarinas; se erigieron en intermediarios de una parte cada vez más importante del comercio mundial, comenzando poco a poco a atender las ventas no sólo de los artículos ingleses, sino también alemanes.
Pero, la división de Alemania en pequeños Estados con sus distintas y múltiples legislaciones del comercio y los oficios había de convertirse pronto en traba insoportable para esa industria, cuyo nivel se había elevado inmensamente, y para el comercio, que dependía de ella. ¡Cada dos millas un derecho comercial distinto, por doquier condiciones diferentes en el ejercicio de una misma profesión, en todas partes cada vez nuevas triquiñuelas, nuevas trampas burocráticas y fiscales y, con frecuencia, barreras gremiales, contra las que no ayudaban ni siquiera las patentes oficiales! ¡Además, las numerosas legislaciones locales, las limitaciones del derecho de estancia que impedían a los capitalistas trasladar en suficiente cantidad la mano de obra que se hallaba a su disposición allí donde el mineral, el carbón, la fuerza hidráulica y otros recursos naturales permitían establecer empresas industriales! La posibilidad de explotar libremente la mano de obra masiva del país fue la primera condición del progreso industrial; pero, en todas partes en las que el industrial patriota reunía a obreros procedentes de todos los confines, la policía y la asistencia pública se oponían al establecimiento de los inmigrados. Un derecho civil alemán, la completa libertad de domicilio para todos los ciudadanos del Imperio, una legislación industrial y comercial única no eran ya fantasías patrióticas de estudiantes exaltados, sino que constituían las condiciones de existencia necesarias para la industria.
Además, en cada Estado, incluso enano, había su propia moneda, regían distintos sistemas de pesas y medidas, hasta dos o tres en un mismo Estado. Y de todas estas innumerables monedas, medidas o pesas, ninguna era reconocida en el mercado mundial. ¿Podía acaso extrañar que los comerciantes y los industriales que tenían que presentarse en el mercado mundial o hacer la competencia a las mercancías importadas debiesen usar monedas, medidas y pesas extranjeras, además de las propias; que el hilado de algodón se pesase en libras inglesas, los tejidos de seda se fabricasen en metros, las cuentas para el extranjero se estableciesen en libras esterlinas, en dólares y en francos? ¿Cómo podían surgir grandes establecimientos de crédito sobre la base de sistemas monetarios de tan limitada propagación, aquí con billetes de banco en gúldenes, allí en táleros prusianos, al lado en táleros de oro, en táleros a «nuevos dos tercios», en marco de banco, en marco corriente, en monedas de veinte y de veinticuatro gúldenes, y todo acompañado de infinitos cálculos y fluctuaciones del cambio?
Incluso cuando se lograba superar, en fin, todo eso, ¡cuántas fuerzas costaban todos estos roces, cuánto dinero se perdía y tiempo! Y en Alemania se comenzó también, por fin, a comprender que, en nuestros días, el tiempo es dinero.
La joven industria alemana debía mostrar lo que valía en el mercado mundial: sólo podía crecer mediante la exportación. Pero, para ello debía contar en el extranjero con la protección del derecho internacional. El comerciante inglés, francés o norteamericano podía permitirse en el extranjero incluso más que en su casa. La legación de su país intervendría en favor suyo y, en caso de necesidad, intervendrían varios buques de guerra. ¿Y el comerciante alemán? El austríaco podía aún contar hasta cierto grado con su legación en el Levante, pues en otros lugares no le ayudaba mucho. Pero, cuando un comerciante prusiano se quejaba en su embajada de alguna injusticia de que había sido víctima, le respondían siempre: «¡Lo tiene bien merecido! ¿Qué hace usted aquí? ¿Por qué no se queda tranquilamente en su casa?» Y el súbdito de algún Estado pequeño no gozaba de derecho alguno en ninguna parte. Dondequiera que llegasen los comerciantes alemanes se hallaban siempre bajo una protección extranjera –francesa, inglesa, norteamericana– o tenían que naturalizarse rápidamente en su nueva patria (7). Incluso si su legación quisiese intervenir en favor de ellos, ¿qué ayudaría? A los propios cónsules y embajadores alemanes les trataban como a unos limpiabotas.
De ahí se ve que las aspiraciones de una «patria» única tenían una base muy material. No era ya la aspiración nebulosa de las corporaciones de estudiantes reunidos en sus festejos de Wartburg (8), cuando «el valor y la fuerza ardían en las almas alemanas» y cuando, como se dice en una canción con música francesa, «quería el joven ir al ferviente combate y a la muerte por su patria» (9), a fin de restaurar la romántica pompa imperial de la Edad Media; y, al declinar los años, ese joven ardiente se convertía en un criado corriente, pietista y absolutista, de su príncipe. No era ya un llamamiento a la unidad, mucho más terrenal, de los abogados y otros ideólogos burgueses de la fiesta de los liberales de Hambach (10), que se creían que amaban la libertad y la unidad como tales, sin darse cuenta de que la helvetización de Alemania para formar una república de pequeños cantones, a lo que se reducían los ideales de los más sensatos de ellos, era tan imposible como el Imperio de Hohenstaufen de los mencionados estudiantes. No, era el deseo del comerciante práctico y de los industriales, nacido de la necesidad inmediata de los negocios, de barrer la basura legada por la historia de los pequeños Estados, que obstruía el camino del libre desarrollo del comercio y la industria, de suprimir todos los impedimentos superfluos que esperaban al negociante alemán en su tierra si quería presentarse en el mercado mundial y de los que estaban libres todos sus rivales. La unidad alemana devino una necesidad económica. Y los que la reivindicaban ahora sabían lo que querían. Habían sido formados en el comercio y para el comercio, se entendían y sabían cómo había que ponerse de acuerdo. Sabían que se debía pedir altos precios, pero que también se debía bajarlos sin mucho regateo. Cantaban acerca de la «patria del alemán», incluidas Estiria, Tirol y Austria «rica en victorias y gloria» (11), así como:
«Von der Maas bis an die Memel,
Von der Elsch bis an den Belt,
Deutschland, Deutschland über alles,
Über alles in der Welb (12).
Y, de pagarse al contado, estaban dispuestos a bajar una parte considerable –del 25 al 30 por ciento– de esa patria que debía ser cada vez mayor (13). Su plan de unificación estaba hecho y podía ponerse en práctica inmediatamente.
Pero, la unidad de Alemania no era una cuestión puramente alemana. Desde la guerra de los Treinta años (14), ningún asunto público alemán se había decidido sin la injerencia, muy sensible, del extranjero (15). En 1740, Federico II conquistó la Silesia con ayuda de los franceses. En 1803, Francia y Rusia dictaron palabra por palabra la reorganización del Sacro Imperio Romano por decisión de la diputación imperial (16). Luego, Napoleón implantó en Alemania un orden de cosas que respondía a sus intereses. Finalmente, en el Congreso de Viena (17), bajo la influencia de Rusia principalmente y de Inglaterra y Francia, fue dividida en treinta y seis Estados y más de doscientas parcelas de territorio grandes y pequeños, y las dinastías alemanas, exactamente igual que en la Dieta de Ratisbona de 1802 a 1803 (18), ayudaron lealmente a eso y agravaron aún más el desmembramiento del país. Por si fuera poco, unos trozos de Alemania fueron entregados a príncipes extranjeros. Así, Alemania, además de impotente y sin recursos, desgarrada por discordias intestinas, se encontró condenada a la nulidad desde el punto de vista político, militar e incluso industrial. Peor aún, Francia y Rusia, por precedentes repetidos, se tomaron el derecho a desmembrar Alemania, de la misma manera que Francia y Austria se arrogaron el de cuidar de que Italia permaneciese dividida. De este derecho imaginario se valió el zar Nicolás en 1850, al impedir del modo más grosero todo cambio de la Constitución, exigió y logró el restablecimiento de la Dieta federal, símbolo de la impotencia de Alemania.
Por tanto, no hubo de reconquistar la unidad de Alemania sólo en lucha contra los príncipes y otros enemigos del interior, sino también contra el extranjero. O incluso más: con la ayuda del extranjero. Y ¿cuál era a la sazón la situación en el extranjero?
En Francia, Luis Bonaparte había aprovechado la lucha entre la burguesía y la clase obrera para subir a la presidencia con la ayuda de los campesinos, y al trono imperial con la ayuda del ejército. Sin embargo, un nuevo emperador, Napoleón, llevado al trono por el ejército en las fronteras de la Francia de 1815 era un aborto. El Imperio napoleónico renacido significaba la expansión de Francia hasta el Rin, la realización del sueño tradicional del chovinismo francés. Pero, en los primeros tiempos, no cabía hablar de la toma del Rin por Bonaparte; toda tentativa en este sentido hubiera tenido como consecuencia una coalición europea contra Francia. Mientras tanto se ofreció una ocasión para aumentarla potencia de Francia y conseguir nuevos laureles al ejército mediante una guerra, emprendida con el ascenso de casi toda Europa, contra Rusia, la cual se había aprovechado del período revolucionario en Europa Occidental para apoderarse con toda tranquilidad de los principados del Danubio y preparar una nueva guerra de conquista contra Turquía. Inglaterra se alió a Francia, Austria adoptó una actitud favorable respecto de las dos, sólo la heroica Prusia seguía besando el knut ruso, con el cual todavía ayer la fustigaban, y mantenía una neutralidad benevolente hacia Rusia. Pero ni Inglaterra ni Francia buscaban una victoria seria sobre el adversario, y, por eso, la guerra terminó con una humillación muy ligera de Rusia y con una alianza ruso-francesa contra Austria (19).
La guerra de Crimea hizo de Francia la potencia dirigente de Europa, y al aventurero Luis Napoleón, el héroe del día, lo que, en verdad, no quiere decir gran cosa. Pero, la guerra de Crimea no aportó aumento de territorio a Francia, por cuya razón iba preñada de una nueva guerra, en la que Luis Napoleón debía satisfacer su verdadera vocación de «aumentador de las tierras del Imperio» (20). Esta nueva guerra fue preparada ya en el curso de la primera, cuando Cerdeña recibió el permiso de unirse a la alianza occidental como satélite de la Francia imperial y especialmente como avanzadilla de éste contra Austria; la preparación de la guerra prosiguió al concluirse la paz mediante el acuerdo de Luis Napoleón con Rusia (21), a la que nada era más agradable que un castigo para Austria.
Luis Napoleón se hizo el ídolo de la burguesía europea. Y no sólo merced a la «salvación de la sociedad» del 2 de diciembre de 1851 (22), con la que, la verdad sea dicha, puso fin al poder político de la burguesía, pero con tal de salvar el poder social de la misma; no sólo por haber mostrado que, en las condiciones favorables, el sufragio universal podía ser transformado en un instrumento de opresión de las masas; no sólo porque, bajo su reinado, la industria, el comercio y, sobre todo, la especulación y la Bolsa alcanzaron una prosperidad inaudita; sino, ante todo, porque la burguesía reconocía en él al primer «gran hombre de Estado» que era la carne de su carne y la sangre de su sangre. Era un advenedizo, como cualquier auténtico burgués. «Pasado por todas las aguas», conspirador carbonario en Italia, oficial de artillería en Suiza, distinguido vagabundo endeudado y agente de la policía especial en Inglaterra (23), pero siempre y en todas partes pretendiente al trono, con su pasado aventurero y con sus compromisos morales en todos los países, se había preparado para el papel de emperador de Francia y regidor de los destinos de Europa. Así, el burgués ejemplar, el burgués norteamericano, se prepara a devenir millonario mediante una serie de bancarrotas honestas y fraudulentas. Llegado a emperador, además de subordinar la política a los intereses del lucro capitalista y de la especulación bursátil, se atenía en la política misma a los principios de la Bolsa de valores y especulaba con el «principio de las nacionalidades». El desmembramiento de Alemania y de Italia habían sido hasta entonces un derecho inalienable de la política francesa: Luis Napoleón se puso inmediatamente a la venta al por menor de ese derecho a cambio de las llamadas compensaciones. Estaba dispuesto a ayudar a Italia y Alemania a poner fin a su desmembramiento a condición de que Alemania e Italia le pagasen cada su paso hacia la unificación nacional con concesiones territoriales. Eso, además de satisfacer el chovinismo francés y de llevar a la extensión progresiva del Imperio hasta las fronteras de 1801 (24), volvía a hacer de Francia una potencia específicamente ilustrada y liberadora de los pueblos y colocaba a Luis Napoleón en la situación de protector de las nacionalidades oprimidas. Y toda la burguesía ilustrada e inspirada en ideas nacionales (puesto que estaba vivamente interesada en suprimir todo lo que podía obstaculizar los negocios en el mercado mundial) aclamó unánime ese espíritu de liberación universal.
Se comenzó en Italia (25). Aquí imperaba, desde 1849, de modo absoluto, Austria, pero, ésta era, a la sazón, la cabeza de turco de toda Europa. La pobreza de los resultados de la guerra de Crimea no se imputaba a la indecisión de las potencias occidentales, que no habían querido más que una guerra de ostentación, sino sólo a la posición indecisa de Austria, en la que nadie tenía más culpa que dichas potencias mismas. Pero Rusia se sentía tan ofendida por el avance de los austríacos hacia el Prut –gratitud por la ayuda rusa, en Hungría en 1849 (aunque precisamente este avance la salvó)–, que acogía con placer cualquier ataque a Austria. Con Prusia no se contaba ya para nada, y en el Congreso de la paz de París (26) la trataron en canaille. Así, la guerra de liberación de Italia «hasta el Adriático», emprendida con la colaboración de Rusia, se inició en la primavera de 1859 y terminó ya en verano en el Mincio. Austria no fue arrojada de Italia, Italia no se vio «libre hasta el Adriático» y no fue unificada, Cerdeña aumentó su territorio; pero Francia obtuvo Saboya y Niza, llegando así a sus fronteras con la Italia de 1801 (27).
Pero, los italianos no quedaron satisfechos. En Italia dominaba la manufactura propiamente dicha, y la gran industria se hallaba en pañales. La clase obrera estaba aún lejos de ser completamente expropiada y proletarizada; en las ciudades poseía aún sus propios medios de producción, mientras que, en el campo, el trabajo industrial suponía un ingreso secundario de los pequeños campesinos propietarios o arrendatarios. Por eso, la energía de la burguesía no había sido todavía socavada por el antagonismo de un proletariado moderno consciente de sus intereses de clase. Y por cuanto la división en Italia no se mantenía más que por la dominación extranjera de Austria, bajo cuya protección los abusos de los príncipes llegaron al extremo del mal gobierno, la nobleza, propietaria de grandes extensiones de tierra, y las masas populares urbanas estuvieron al lado dela burguesía, campeona de la independencia nacional. Pero, en 1859, se sacudió la dominación extranjera, excepto en Venecia; Francia y Rusia impidieron en lo sucesivo toda injerencia extranjera en Italia; nadie la temía más. E Italia tenía en la persona de Garibaldi a un héroe de carácter clásico, que podía hacer y hacía milagros. Acompañado de mil voluntarios derrocó todo el reino de Nápoles, unificó prácticamente a Italia y rompió la red artificial tramada por la política de Bonaparte. Italia estaba libre y, en realidad, unificada, pero no merced a las intrigas de Luis Napoleón, sino a la revolución.
Desde la guerra de Italia, la política exterior del Segundo Imperio no era ya secreto para nadie. Los vencedores del gran Napoleón debían ser castigados, pero, l’un après l’autre, uno tras otro. Rusia y Austria ya recibieron lo suyo, ahora el turno era de Prusia. Y a ésta la despreciaban más que nunca; su política durante la guerra de Italia había sido cobarde y miserable, igual que en los tiempos de la paz de Basilea de 1795 (28). La «política de las manos libres» (29) había llevado a Prusia a una situación en que ésta se vio completamente aislada en Europa, todos sus vecinos grandes y pequeños se alegraban con la idea del espectáculo de la Prusia derrotada completamente y al ver que sus manos estaban libres sólo para ceder a Francia la orilla izquierda del Rin.
En efecto, durante los primeros años que siguieron al de 1859, por doquier y, más que nada, en el propio Rin se propagó el convencimiento de que la orilla izquierda del Rin pasaba irrevocablemente a manos de Francia. Cierto es que no se ansiaba mucho ese paso, pero se le consideraba fa talmente inevitable y, la verdad sea dicha, no se le temía mucho. Renacían entre los campesinos y los pequeños burgueses de la ciudad los viejos recuerdos de los tiempos franceses, que les habían traído efectivamente la libertad; y entre la burguesía, la aristocracia financiera, sobre todo la de Colonia, estaba ya muy ligada a las fullerías del «Crédit Mobilier» (30) y otras compañías bonapartistas fraudulentas, y exigía a voz en cuello la anexión (31).
Pero la pérdida de la orilla izquierda del Rin significaría el debilitamiento, no sólo de Prusia, sino también de Alemania. Y Alemania estaba más dividida que nunca. El enajenamiento entre Austria y Prusia llegó al extremo debido a la neutralidad de esta última durante la guerra de Italia; la pequeña chusma de príncipes miraba, con miedo y ansia a la vez, a Luis Napoleón, como protector futuro de una nueva Confederación del Rin (32). Tal era la situación de la Alemania oficial. Y eso ocurría cuando sólo las fuerzas mancomunadas de toda la nación estaban en condiciones de impedir el desmembramiento del país.
Ahora bien, ¿cómo mancomunar las fuerzas de toda la nación? Quedaban tres caminos abiertos después del fracaso de los intentos de 1848, casi todos nebulosos, fracaso que disipó precisamente muchas nubes.
El primer camino era el de la verdadera unificación del país mediante la supresión de todos los Estados separados, es decir, era un camino abiertamente revolucionario. En Italia, ese camino acababa de llevar a la meta: la dinastía de Saboya se puso al lado de la revolución, apropiándose de ese modo la corona italiana. Pero nuestros saboyanos alemanes, los Hohenzollern, lo mismo que sus Cavours más audaces a la Bismarck eran absolutamente incapaces para tanto. El pueblo tendría que hacerlo él mismo, y en una guerra por la orilla izquierda del Rin sabría hacer todo lo necesario. La inevitable retirada de los prusianos al otro lado del Rin, el asedio de las plazas fuertes renanas y la traición de los príncipes de Alemania del Sur, que hubiera sucedido indudablemente, podían originar un movimiento nacional capaz de hacer añicos todo el poder de los dinastas. Y entonces, Luis Napoleón hubiera sido el primero en envainar la espada. El Segundo Imperio sólo podía luchar contra Estados reaccionarios, frente a los que aparecía como continuador de la revolución francesa, como liberador de los pueblos. Contra un pueblo que se hallaba en estado de revolución era impotente; además, la revolución alemana victoriosa podía dar un impulso al derrocamiento de todo el Imperio francés. Este sería el caso más favorable; en el peor de los casos, si los príncipes se pusiesen al frente del movimiento, la orilla izquierda del Rin se entregaría temporalmente a Francia, se denunciaría ante el mundo entero la traición activa o pasiva de los dinastas y se crearía una crisis de la que no habría otra salida que la revolución, la expulsión de los príncipes y la instauración de la República alemana única.
Tal y como estaban las cosas, Alemania sólo podía emprender ese camino de la unificación si Luis Napoleón comenzase la guerra por la frontera del Rin. Pero esta guerra no tuvo lugar por razones que expondremos más adelante. Mientras tanto, tampoco el problema de la unificación nacional dejaba de ser una cuestión urgente y vital que había que resolver de un día para otro so pena de hundimiento. La nación podía esperar hasta cierto momento.
El segundo camino era la unificación bajo la hegemonía de Austria. Austria había conservado en 1815 de buen grado su situación de Estado con territorio compacto y redondeado impuesta por las guerras napoleónicas. No pretendía más a sus posesiones anteriores en Alemania del Sur y se contentaba con que se le juntaran antiguos y nuevos territorios que se pudiesen ajustar geográfica y estratégicamente al núcleo restante de la monarquía. La separación de la Austria alemana del resto de Alemania, iniciada con la implantación de barreras aduaneras por José II, agravada por el régimen policiaco de Francisco I en Italia y llevada al extremo por la disolución del Imperio germánico y la formación de la Confederación del Rin, se mantuvo, prácticamente, en vigor incluso después de 1815. Metternich levantó entre su Estado y Alemania una verdadera muralla china. Las tarifas aduaneras impedían la entrada de productos materiales de Alemania, la censura, los espirituales; las más inverosímiles restricciones en materia de pasaportes limitaban al extremo mínimo las relaciones personales. En el interior, un absolutismo arbitrario, único incluso en Alemania, aseguraba al país contra todo movimiento político, hasta el más débil. De ese modo, Austria permanecía al margen de todo movimiento liberal burgués de Alemania. En 1848 se vinieron por tierra, en su mayor parte, al menos, las barreras espirituales que se habían levantado entre ellas; pero los acontecimientos de ese año y sus consecuencias no podían en absoluto contribuir a la aproximación entre Austria y el resto de Alemania; al contrario, Austria se jactaba más y más de su situación de gran potencia independiente. y por eso, aunque se quería a los soldados austríacos en las fortalezas federales (33), mientras se odiaba y se burlaba de los prusianos, y aunque en todo el Sur y Oeste, preferentemente católicos, Austria era todavía popular y gozaba de respeto, nadie pensaba en serio en la unificación de Alemania bajo la dominación de Austria, salvo unos que otros príncipes de Estados alemanes pequeños y medios.
Y no podía ser de otro modo. Austria misma no deseaba otra cosa, aunque siguiese alentando a la chita callando anhelos románticos imperiales. La frontera aduanera austríaca se hizo con el tiempo la única barrera material de separación en Alemania, lo que la hacía tanto más sensible. La política de gran potencia independiente no tenía sentido si no significaba el abandono de los intereses alemanes en favor de los específicamente austríacos, es decir, italianos, húngaros, etc. Lo mismo que antes de la revolución, después de ésta, Austria era el Estado más reaccionario de Alemania, la que más a regañadientes seguía la corriente moderna; además, era la última gran potencia específicamente católica. Cuanto más el Gobierno de Marzo (34) trataba de restaurar el viejo poder de los curas y los jesuitas, más se hacía imposible su hegemonía sobre un país protestante en uno o dos tercios. Y, finalmente, la unificación de Alemania bajo la dominación austríaca sólo hubiera sido posible como resultado del desmembramiento de Prusia. Eso, de por sí, no hubiera significado una desgracia para Alemania, pero el desmembramiento de Prusia por Austria no hubiera sido menos funesto que el desmembramiento de Austria por Prusia en la víspera de la inminente victoria de la revolución en Rusia (después de la cual no tenía sentido desmembrar a Austria, que había de desmoronarse por sí misma).
Dicho en breves palabras, la unidad alemana bajo el auspicio de Austria era un sueño romántico que se hizo ver como tal cuando los príncipes alemanes, pequeños y medios, se reunieron en Francfort, en 1863, para proclamar al emperador Francisco José de Austria emperador de Alemania. El rey de Prusia (35) se limitó a no venir, y la comedia imperial se cayó miserablemente al agua.
Quedaba el tercer camino: la unificación bajo la dirección de Prusia. Y este camino, que ha seguido efectivamente la historia, nos hace bajar del dominio de la especulación al suelo firme, aunque bastante sucio, de la política práctica, de la «política realista» (36).
Después de Federico II, Prusia veía en Alemania, al igual que en Polonia, un simple territorio de conquista, territorio del que uno toma todo lo que puede, pero que, como es lógico, hay que compartir con otros. El reparto de Alemania con la participación del extranjero –Francia en primer término–, tal era la «misión alemana» de Prusia desde 1740. «Je vais, je crois, jouer votre feu; si les as me viennent, nous partagerons» (creo que voy hacer su juego de usted; si me tocan los ases, los repartiremos), tales fueron las palabras de Federico al despedirse del embajador francés (37), cuando emprendía la primera guerra (38). Fiel a esa «misión alemana», Prusia traicionó a Alemania en 1795, al concertarse la paz de Basilea, consintiendo de antemano (el tratado del 5 de agosto de 1796) cederla orilla izquierda del Rin a los franceses a cambio de la promesa de aumento de territorio y obtuvo, efectivamente, una recompensa por su traición al Imperio, por acuerdo de la decisión de la diputación imperial dictado por Rusia y Francia. En 1805 volvió a hacer traición a sus aliados, a Rusia y Austria, en cuanto Napoleón la llamó ostentando Hannover como cebo -y ella lo mordió-, pero se enredó tanto en su propia y estúpida astucia que se vio arrastrada a la guerra contra Napoleón y recibió en Jena el castigo que merecía (39). Federico Guillermo III, aún bajo la impresión de esos golpes, hasta después de las victorias de 1813 y 1814 quiso renunciar a todas las plazas exteriores del Oeste de Alemania, limitarse a las posesiones del Nordeste de Alemania, retirarse, como Austria, lo más lejos posible de Alemania, lo cual convertiría a toda la Alemania Occidental en una nueva Confederación del Rin bajo la dominación protectora rusa o francesa. El plan no tuvo éxito: a despecho de la voluntad del rey, Westfalia y Renania le fueron impuestas y con ellas una nueva «misión alemana».
Ahora se acabó temporalmente con las anexiones, sin contar la compra de mínimos trozos de territorio. En el país volvió a florecer progresivamente la vieja administración de los junkers y los burócratas; las promesas de Constitución dadas al pueblo en el momento de la extrema agravación de la situación se vulneraban con pertinacia. Pero, con todo y con eso, la burguesía se elevaba sin cesar incluso en Prusia, ya que sin industria y sin comercio hasta el arrogante Estado prusiano se reducía ahora a cero. Hubo de hacer concesiones económicas a la burguesía lentamente, con una resistencia tenaz y en dosis homeopáticas. Y, de un lado, estas concesiones le ofrecían a Prusia la perspectiva de apoyo a la «misión alemana»: de esta manera, Prusia, para suprimir las fronteras aduaneras ajenas entre sus dos mitades, invitó a los Estados alemanes vecinos a formar la unión aduanera. Así surgió la Unión aduanera que no fue más que una buena intención hasta 1830 (sólo Hesse-Darmstadt entró en ella), pero luego, a medida que se fue acelerando algo el desarrollo político y económico, anexionó económicamente a Prusia la mayor parte del interior de Alemania. Las tierras no prusianas del litoral quedaron fuera de la Unión hasta después de 1848.
La Unión aduanera fue un gran éxito de Prusia. El que significase la victoria sobre la influencia austríaca era todavía lo de menos. Lo esencial consistía en que había atraído al lado de Prusia a toda la burguesía de los Estados alemanes pequeños y medios. Excepto Sajonia, no había un solo Estado alemán en el que la industria no hubiese logrado un desarrollo aproximadamente igual a la de Prusia; y eso no se debía solamente a premisas naturales e históricas, sino, además, a la ampliación de las fronteras aduaneras y a la extensión consecutiva del mercado interior. Y, a medida que se dilataba la Unión aduanera, a medida que a ese mercado interior se incorporaban los pequeños Estados, los nuevos burgueses de los mismos se acostumbraba a ver en Prusia su soberano económico y, posiblemente, en el porvenir, soberano político. Y los profesores silbaban lo que los burgueses cantaban. Mientras en Berlín, los hegelianos argumentaban filosóficamente la misión de Prusia de ponerse al frente de Alemania, en Heidelberg, los alumnos de Schlosser y, sobre todo, Háusser y Gervinus probaban lo mismo históricamente. Se partía, naturalmente, de que Prusia cambiaría su sistema político y que satisfaría las pretensiones de los ideólogos de la burguesía (40).
Por lo demás, todo eso no se hacía en virtud de preferencias especiales por el Estado prusiano, como, por ejemplo, ocurrió con los burgueses italianos, que reconocieron el papel rector de Piamonte después de que éste se puso abiertamente a la cabeza del movimiento nacional y constitucional. Nada de eso, todo se hizo a regañadientes; los burgueses eligieron a Prusia como el mal menor, porque Austria no los admitía en sus mercados y porque Prusia, comparada con Austria, conservaba, de mal grado, cierto carácter burgués, ya por la sola razón de su avaricia financiera. Dos buenas instituciones constituían una ventaja de Prusia ante los otros grandes Estados: el servicio militar obligatorio y la instrucción escolar obligatoria. Las implantó en tiempos de miseria desesperada, y se contentaba en las épocas mejores con quitarles lo que podían tener de peligroso en ciertas condiciones, llevándolas a cabo con negligencia y desfigurándolas premeditadamente. Pero, en el papel, seguían en pie, de modo que Prusia se reservaba la posibilidad de desencadenar un día la energía potencial latente en las masas populares en unas proporciones imposibles en otro lugar con igual número de habitantes. La burguesía se adaptó a esas dos instituciones; el servicio militar personal para los que lo cumplían durante un año, es decir, para los hijos de los burgueses, era soportable y se podía eludir fácilmente alrededor de 1840 con ayuda de un soborno, tanto más que en el ejército no se apreciaba mucho a la sazón a los oficiales de la Landwehr (41), reclutados en los medios comerciales e industriales. Y el gran número de hombres que poseían cierta suma de conocimientos elementales, que existían incontestablemente en Prusia, merced a los tiempos de la escuela obligatoria, era útil en el más alto grado para la burguesía; a medida que crecía la gran industria eso terminó por ser incluso insuficiente (42). Se quejaban, principalmente en los medios pequeñoburgueses, del alto costo de estas dos instituciones, que se expresaba en altos impuestos (43); la burguesía ascendente había calculado que los gajes, desagradables, pero inevitables, relacionados con la futura situación del país, como gran potencia, se compensarían con creces merced al aumento de las ganancias.
En una palabra, los burgueses alemanes no se hacían ilusión alguna acerca de la amabilidad de Prusia. Y el que la idea de la hegemonía prusiana hubiese ganado influencia entre ellos a partir de 1840 era porque y por cuanto la burguesía prusiana, gracias a su rápido desarrollo económico, se ponía al frente de la burguesía alemana en los aspectos económico y político; porque y por cuanto los Rotteck y los Welcker del Sur constitucional desde hacía mucho tiempo habían sido eclipsados por los Camphausen, los Hansemann y los Milde del Norte prusiano; porque los abogados y los profesores habían sido eclipsados por los comerciantes y los industriales. En efecto, entre los liberales prusianos de los últimos años que precedieron al de 1848, sobre todo en el Rin, se sentían aires revolucionarios muy distintos de los que había entre los cantonalistas liberales de Alemania del Sur (44). A la sazón aparecieron las dos mejores canciones políticas populares desde el siglo XVI: la canción del alcalde Tschech y la de la baronesa von Droste-Vischering, cuya temeridad indigna ahora a los viejos que las cantaban con desenvoltura en 1846:
Hatte je ein Mensch so’n Pech
Wie der Bürgermeister Tschech.
Dass er dicken Mann
Auf zwei Schritt nicht treffen kann! (45)
Pero todo eso había de cambiar pronto. Sobrevinieron la revolución de Febrero, las jornadas de Marzo en Viena y la revolución de Berlín del 18 de marzo. La burguesía venció sin grandes combates, y no tenía deseo de luchar en serio cuando llegaba al caso. Porque la misma burguesía que había coqueteado aún hacía poco tiempo con el socialismo y el comunismo de entonces (sobre todo en Renania) se dio cuenta de que no había formado a obreros individuales, sino una clase obrera, un proletariado, todavía medio dormido, en verdad, pero que se despertaba paulatinamente y era revolucionario por su naturaleza. Y ese proletariado, que había conquistado en todas partes la victoria para la burguesía, presentaba ya, sobre todo en Francia, unas reivindicaciones incompatibles con la existencia de todo el régimen burgués; la primera lucha grave entre estas dos clases tuvo lugar en París el 23 de junio de 1848; tras cuatro días de lucha, el proletariado fue derrotado. A partir de ese momento, la masa de la burguesía pasa en toda Europa al lado de la reacción, se alía a los burócratas, feudales y curas absolutistas, a los que había derrocado con la ayuda de los obreros, contra los «enemigos de la sociedad», es decir, contra los mismos obreros.
En Prusia, esto se expresó en que la burguesía traicionó a los representantes que ella había elegido y vio con satisfacción secreta o manifiesta que el gobierno los dispersaba en noviembre de 1848 (46). El ministerio junker-burocrático, que se afianzó entonces en Prusia por un período de diez años, tuvo que gobernar indudablemente bajo una forma constitucional, pero se vengaba por eso mediante todo un sistema de triquiñuelas y vejaciones mezquinas, inauditas hasta entonces incluso en Prusia, que hacían sufrir principalmente a la burguesía. Pero ésta, arrepentida, se ensimismó, soportando humildemente los golpes y puntapiés con que la colmaban como castigo por sus anteriores apetitos revolucionarios y acostumbrándose paulatinamente a la idea que expresó con posterioridad: ¡pese a todo, somos unos perros!
Vino la regencia. A fin de probar su fidelidad realista, Manteuffel rodeó con espías al heredero al trono (47), al emperador actual, exactamente de la misma manera que lo ha hecho ahora Puttkamer con la redacción de Sozialdemokrat (48). En cuanto el heredero se hizo regente, se echó, como era lógico, a Manteuffel, y comenzó la «era nueva» (49). No era más que un cambio de la decoración El príncipe regente se dignó permitir a la burguesía que volviese a ser liberal. Esta se valió contenta del permiso, pero se creyó que tenía la sartén por el mango, que el Estado prusiano iría a bailar al son de su flauta. Pero no era ésa en absoluto la intención de los «círculos competentes», valiéndonos de la expresión de la prensa rastrera. La reorganización del ejército debía ser el precio que los burgueses liberales habían de pagar por la «era nueva». El gobierno no exigía más que se cumpliese el servicio militar obligatorio en las proporciones en que se había cumplido hacia 1816. Desde el punto de vista de la oposición liberal, no se podía objetar absolutamente nada que no se encontrase en evidente contradicción con sus propias frases acerca de la potencia y la misión alemana de Prusia. Pero, la oposición liberal subordinó su aceptación a la condición de que el servicio militar obligatorio se limitase legislativamente a dos años como máximo. De por sí, eso era perfectamente racional; la cuestión estribaba solamente en saber si se podía extorcar esa decisión al gobierno, en si estaba la burguesía liberal del país dispuesta a insistir en ello hasta el fin, al precio de cualesquiera sacrificios. El gobierno insistía firme en tres años de servicio militar, y la Cámara, en dos; estalló el conflicto (50). Y, a la par que el conflicto en el problema militar, la política exterior volvía a desempeñar el papel decisivo incluso en la política interior.
Hemos visto cómo Prusia, por su actitud en la guerra de Crimea y en la de Italia, perdió todo lo que le quedaba de consideración. Esta lastimosa política hallaba una excusa parcial en el mal estado del ejército. Puesto que ya antes de 1848 no se podía instaurar nuevos impuestos ni conseguir préstamos sin el consentimiento de los estamentos, y no se quería convocar para ese fin a los representantes de los mismos, jamás se disponía de suficiente dinero para el ejército, y, dada esa avaricia sin límite, éste llegó a un estado de completa decadencia. Arraigado en el reinado de Federico Guillermo III, el espíritu de gala y exagerada disciplina hizo el resto. El conde de Waldersee escribe hasta qué punto ese ejército de gala se mostró impotente en los campos de batalla de Dinamarca en 1848. La movilización de 1850 fue un fiasco completo (51): faltaba todo, y lo que había no servía para nada en la mayoría de los casos. Cierto es que los créditos votados por la Cámara remediaron la situación; el ejército se sacudió de la vieja rutina; el servicio en campaña, al menos en la mayoría de los casos, comenzó a desalojar los desfiles de gala. Pero la fuerza del ejército seguía la misma que hacia 1820, mientras que las otras grandes potencias, sobre todo Francia, precisamente el peligro mayor, habían aumentado considerablemente sus fuerzas militares. Mientras tanto, en Prusia regía el servicio militar obligatorio; cada prusiano era, en el papel, un soldado, pero, al aumentar la población de 10 ½millones (1817) a 17 ¾, millones (1858), el contingente del ejército fijado no permitía incorporar a sus filas y formar a más de un tercio de los útiles para el servicio militar. Ahora el gobierno exigía un reforzamiento del ejército que correspondiese exactamente casi al aumento de la población desde 1817. Sin embargo, los mismos diputados liberales que habían exigido sin cesar al gobierno que se pusiese al frente de Alemania, que protegiese el poderío de Alemania respecto del exterior y restableciese su prestigio internacional, esos mismos hombres se mostraban tacaños, calculaban y no querían consentir nada que no se basase en el servicio de dos años. ¿Tenían ellos suficiente fuerza para hacer valer su voluntad, en la que insistían tan pertinaces? ¿Les respaldaba el pueblo o, al menos, la burguesía, dispuesto a acciones decididas?
Al contrario. La burguesía aplaudía sus torneos oratorios con Bismarck, pero, en realidad, organizó un movimiento dirigido en la práctica, aunque inconscientemente, contra la política de la mayoría de la Cámara prusiana. Los atentados de Dinamarca a la Constitución de Holstein y los intentos de dinamarquizar por la fuerza el Schleswig indignaban al burgués alemán; éste estaba acostumbrado a que le potreasen las grandes potencias, pero montaba en cólera por los puntapiés que le propinaba la pequeña Dinamarca. Se fundó la Liga nacional (52); precisamente la burguesía de los pequeños Estados formaba su fuerza. Y la Liga nacional, con todo su liberalismo, exigía ante todo la unificación de la nación bajo la hegemonía de Prusia, de una Prusia en lo posible liberal, en caso de necesidad, de la Prusia tal y como era. Lo que la Liga nacional exigía en primer término era que se acabase con la situación miserable de los alemanes en el mercado mundial, tratados como gente de segunda clase, que se refrenara a Dinamarca y que se mostrara los colmillos a las grandes potencias en Schleswig-Holstein. Además, ahora se podía exigir la dirección prusiana sin las vaguedades e ilusiones que acompañaban esta reivindicación hasta 1850. Se sabía perfectamente que significaba la expulsión de Austria de Alemania, que abolía, de hecho, la soberanía de los pequeños Estados y que lo uno y lo otro era imposible sin la guerra civil y sin la división de Alemania. Pero no se temía más la guerra civil, y la división no hacía más que el balance del cierre de la frontera aduanera con Austria. La industria y el comercio de Alemania habían alcanzado tan alto desarrollo, la red de firmas comerciales alemanas, que abarcaba el mercado mundial, se había extendido tanto y se había hecho tan densa que no se podía tolerar más el sistema de pequeños Estados en la patria, así como la carencia de derechos y la ausencia de protección en el exterior. Al propio tiempo, cuando la más poderosa organización política que jamás había tenido la burguesía alemana les negaba, en realidad, el voto de confianza a los diputados de Berlín, ¡estos últimos seguían regateando en torno a la duración del servicio militar!
Tal era la situación cuando Bismarck decidió inmiscuirse activamente en la política exterior.
Bismarck es Luis Napoleón, es el aventurero francés pretendiente a la corona, convertido en junker prusiano de provincia y en estudiante alemán de corporación. Lo mismo que Luis Napoleón, Bismarck es un hombre de gran espíritu práctico y muy astuto, un hombre de negocios innato y socarrón que, en otras circunstancias, podría competir en la Bolsa de Nueva York con los Vanderbilt y los Jay Gould; y, en verdad, no organizó mal sus pequeños asuntos personales. No obstante, tan desarrollada inteligencia en el dominio de la vida práctica suele ir acompañada de horizontes muy limitados, y en este aspecto Bismarck supera a su antecesor francés. Este último, a despecho de todo, se formó por su cuenta sus «ideas napoleónicas» (53) en el curso de su período de vagabundaje, aunque éstas no valían más de lo que valía él, mientras que Bismarck, como veremos más adelante, jamás había tenido siquiera sombra de idea política propia, ya que sólo combinaba a su manera ideas ajenas. Y esa estrechez de horizontes fue precisamente su suerte. Sin ella jamás hubiera podido enfocar toda la historia universal desde el punto de vista específico prusiano; y de haber en esta su concepción del mundo ultraprusiana una hendidura cualquiera que dejase penetrar la luz del día, se hubiera confundido en toda su misión y se hubiera acabado su gloria. En efecto, apenas cumplió a su manera su misión especial, prescrita desde el exterior, se vio en un atolladero; luego veremos qué saltos hubo de dar debido a la ausencia absoluta de ideas racionales y a su incapacidad de comprender por su cuenta la situación histórica que había creado.
Si, por su vida anterior, Luis Napoleón se había acostumbrado a no pararse en la elección de los medios, Bismarck aprendió de la historia de la política prusiana, principalmente de la política del llamado gran elector (54) y de Federico II sobre todo, a proceder con todavía menos escrúpulos; podía hacer todo eso conservando la alentadora conciencia de que seguía fiel a la tradición nacional. Su espíritu práctico le enseñaba a que, en caso de necesidad, había que relegar a segundo plano sus veleidades de junker; cuando le parecía que esa necesidad había pasado, las veleidades resurgían rápidamente; pero, eso era una señal de decadencia. Su método político era el del estudiante de corporación: en la Cámara aplicaba sin reparo a la Constitución prusiana la interpretación literal y burlesca de las cervecerías, con ayuda de la cual se salía de los apuros en las tabernas estudiantiles; todas las innovaciones que introducía en la diplomacia habían sido tomadas por él de las corporaciones de estudiantes. Ahora bien, si Luis Napoleón no estaba muy seguro de sí en los momentos decisivos, como, por ejemplo, durante el golpe de Estado de 1851, cuando Morny hubo de recurrir positivamente a la violencia para que continuase lo que había comenzado, o como en la víspera de la guerra de 1870, cuando, por indeciso, estropeó toda la situación, hay que reconocer que con Bismarck eso no ocurre nunca. Su fuerza de voluntad jamás le abandona, sino que se traduce más bien en franca brutalidad. Y en ello reside, en primer término, el secreto de sus éxitos. Todas las clases dominantes de Alemania, los junkers, lo mismo que los burgueses, habían perdido hasta tal punto sus últimos restos de energía, en la Alemania «culta» era tan común el no tener voluntad, que el único hombre que efectivamente aún la poseía se hizo por eso el más grande de todos, se erigió en tirano que reinaba sobre todos, ante el cual todos «saltaban la varita», como decían ellos mismos, a despecho del sentido común y la honestidad elementales. En todo caso, en la Alemania «inculta» no se ha ido todavía tan lejos: el pueblo trabajador ha mostrado que tiene voluntad con la que no puede ni siquiera la fuerte voluntad de Bismarck.
Nuestro junker de la Vieja Marca tenía por delante una brillante carrera, haciéndole falta nada más que emprender las cosas con valor e inteligencia. ¿Acaso Luis Napoleón no se hizo ídolo de la burguesía precisamente por haber disuelto su Parlamento, pero aumentando sus ganancias? ¿Acaso Bismarck no poseía el mismo talento de hombre de negocios que los burgueses admiraban tanto en el falso Bonaparte? ¿Acaso no se sentía atraído por su Bleichröder como Luis Napoleón por su Fould? ¿Acaso en la Alemania de 1864 no había una contradicción entre los diputados burgueses a la Cámara, que por avaricia querían acortar el plazo del servicio militar, y los burgueses fuera de la Cámara, los de la Liga nacional, que ansiaban actos nacionales a todo precio, actos para los que hacía falta la fuerza militar? ¿Acaso no hubo análoga contradicción en Francia, en 1851, entre los burgueses de la Cámara que querían refrenar el poder del presidente y los burgueses de fuera de la misma, que ansiaban la tranquilidad y un gobierno fuerte, la tranquilidad a todo precio, contradicción que Luis Napoleón resolvió dispersando a los camorristas parlamentarios y dando la tranquilidad a las masas de la burguesía? ¿Acaso la situación de Alemania no era aún más favorable para un golpe de mano audaz? ¿Acaso el plan de reorganización del ejército no había sido ya presentado en forma acabada por la burguesía y acaso ésta no había expresado públicamente su deseo de que apareciese un enérgico hombre de Estado prusiano que pusiese en práctica el plan, excluyese a Austria de Alemania y unificase los pequeños Estados alemanes bajo la hegemonía de Prusia? Y si hubiese de maltratar algo la Constitución prusiana y apartar a los ideólogos de la Cámara y de fuera de ella, dándoles lo merecido, ¿acaso no se podía, igual que Luis Bonaparte, respaldarse en el sufragio universal? ¿Qué podía ser más democrático que la implantación del sufragio universal? ¿No habrá demostrado Luis Napoleón que es absolutamente inofensivo, al tratarlo como es debido? Y ¿no ofrecía precisamente ese sufragio universal el medio de apelar a las grandes masas populares, de coquetear ligeramente con el movimiento social naciente, caso de que la burguesía se mostrase recalcitrante?
Bismarck puso manos a la obra. Había que repetir el golpe de Estado de Luis Napoleón, mostrar palpablemente a la burguesía alemana la auténtica correlación de fuerzas, disipar por la fuerza sus ilusiones liberales, pero cumplir las exigencias nacionales suyas que coincidían con los designios de Prusia. Fue Schleswig-Holstein que dio pábulo para la acción. El terreno de la política exterior estaba preparado. Bismarck atrajo al zar ruso (55) a su lado con los servicios policíacos que le prestara en 1863 en la lucha contra los insurgentes polacos (56); Luis Napoleón también había sido trabajado y podía justificar con su preferido «principio de las nacionalidades» su indiferencia, si no la protección tácita, respecto de los planes de Bismarck; en Inglaterra, el Primer Ministro era Palmerston, que había puesto al pequeño lord John Russel al frente de los asuntos exteriores con el único fin de convertirlo en un hazmerreír. Austria era una rival de Prusia en la lucha por la hegemonía en Alemania, y precisamente en ese problema se inclinaba menos que nada a ceder la primacía a Prusia, tanto más que en 1850 y 1851 se había portado en Schleswig-Holstein como esbirro del emperador Nicolás, procediendo, prácticamente, de manera más vil que la propia Prusia. Por tanto, la situación era extraordinariamente propicia. Por más que Bismarck odiase a Austria y por más que Austria quisiese, por su parte, descargar su cólera sobre Prusia, al morir Federico VII de Dinamarca, no les quedaba otra cosa que emprender la campaña conjunta contra Dinamarca, con el tácito consentimiento de Rusia y de Francia. El éxito estaba asegurado de antemano si Europa permanecía neutral; ocurrió precisamente eso: los ducados fueron conquistados y cedidos con arreglo al tratado de paz (57).
Prusia tenía en esa guerra, además, otro objetivo: probar frente al enemigo su ejército, instruido a partir de 1850 sobre bases nuevas, así como reorganizado y fortalecido después de 1860. El ejército confirmó su valor más de lo que se esperaba y, además, en las situaciones bélicas más distintas. El combate de Lyngby, en Jutlandia, donde 80 prusianos apostados tras un seto vivo pusieron en fuga, merced a la rapidez del fuego, a un número triple de daneses, mostró que el fusil de percusión era muy superior al de avancarga y que se sabía manejarlo. Al propio tiempo se presentó una oportunidad para observar que los austríacos habían sacado de la guerra italiana y del modo de combatir de los franceses la enseñanza de que el disparar no servía de nada y el auténtico soldado debía arremeter en seguida con la bayoneta contra el enemigo; se lo tomaron en cuenta, ya que no cabía desear táctica enemiga más a propósito frente a las bocas de los fusiles de retrocarga. Y para poner a los austríacos en condiciones de convencerse de eso lo más pronto posible en la práctica, los condados conquistados fueron colocados bajo la soberanía común de Austria y Prusia, de acuerdo con el tratado de paz; se creó, en consecuencia, una situación provisional que no podía por menos de engendrar conflicto tras conflicto y brindaba, por eso, a Bismarck la plena posibilidad de utilizar, a su elección, uno de ellos como pretexto para su gran lucha contra Austria. Dada la costumbre de la política prusiana –«utilizar hasta el fin sin vacilaciones» la situación favorable, según expresión del señor von Sybel–, era natural que, so pretexto de liberar a los alemanes de la opresión danesa, se anexasen a Alemania 200.000 habitantes daneses de Schleswig del Norte. Pero quien quedó con las manos vacías fue el duque de Augustenburg, candidato de los Estados pequeños y de la burguesía alemana al trono de Schleswig-Holstein.
Así, en los ducados, Bismarck cumplió la voluntad de la burguesía alemana en contra de la voluntad de la misma. Expulsó a los daneses. Desafió al extranjero, y el extranjero no se movió. Pero se trató a los ducados recién liberados como a países conquistados; sin preguntar su voluntad se les repartió temporalmente entre Austria y Prusia. Prusia volvió a ser gran potencia y no era más la quinta rueda del carro europeo; el cumplimiento de los anhelos nacionales de la burguesía marchaba con éxito, pero el camino elegido no era el camino liberal de la burguesía. El conflicto militar prusiano proseguía y se hacía cada día más insoluble. Debía comenzar el segundo acto de la comedia política de Bismarck.
* * *
La guerra de Dinamarca había cumplido una parte de los anhelos nacionales. Schleswig-Holstein había sido «liberado». El protocolo de Varsovia y el de Londres, en los que las grandes potencias habían ratificado la humillación de Alemania ante Dinamarca (58) fueron rotos y arrojados a los pies de las mismas, sin que éstas chistaran siquiera. Austria y Prusia volvieron a estar juntas, sus tropas vencieron luchando hombro con hombro, y ninguno de los potentados pensaba más en tocar el territorio alemán. Las apetencias renanas de Luis Napoleón, hasta entonces relegadas a segundo plano por otras ocupaciones –la revolución italiana, la sublevación polaca, las complicaciones de Dinamarca y, finalmente, la expedición a México (59)– no tenían ahora la menor probabilidad de éxito. Para un estadista prusiano conservador, la situación mundial era, por tanto, la mejor que se podía desear. Pero, Bismarck, hasta 1871, no era conservador en absoluto, y menos aún en ese momento, y la burguesía alemana no estaba satisfecha de ninguna manera.
La burguesía alemana seguía en poder de la consabida contradicción. De una parte, exigía el poder político exclusivo para ella misma, es decir, para un ministerio elegido de entre la mayoría liberal de la Cámara; y ese ministerio debía sostener una lucha de diez años contra el viejo sistema representado por la corona, antes de que su nuevo poder fuese reconocido definitivamente. Eso significaría diez años de debilitamiento interior. Pero, de otra parte, la burguesía exigía una transformación revolucionaria de Alemania, posible sólo mediante la violencia y, por tanto, mediante una dictadura efectiva. Y a partir de 1848, la burguesía había mostrado paso a paso, en cada momento decisivo, que no tenía ni sombra de la energía necesaria para realizar una u otra cosa, sin hablar ya de las dos a la vez. En política no existen más que dos fuerzas decisivas: la fuerza organizada del Estado, el ejército, y la fuerza no organizada, la fuerza elemental de las masas populares. En 1848, la burguesía había desaprendido de apelar a las masas; les tenía más miedo que al absolutismo. Y el ejército no estaba en absoluto a su disposición. Como era lógico, se hallaba a la de Bismarck.
En el conflicto en torno a la Constitución, que no había terminado aún, Bismarck combatió al extremo las exigencias parlamentarias de la burguesía. Pero ardía en deseos de hacer valer sus reivindicaciones nacionales, ya que éstas coincidían con los anhelos más íntimos de la política prusiana. Si cumpliese una vez más la voluntad de la burguesía contra la voluntad de esta misma, si llevase a la práctica la unificación de Alemania tal y como había sido formulada por la burguesía, el conflicto se hubiera resuelto de por sí, y Bismarck hubiera devenido el ídolo de los burgueses del mismo modo que Luis Napoleón, su modelo.
La burguesía le señaló el objetivo, y Luis Napoleón, la vía de lograrlo; el lograrlo era obra de Bismarck.
A fin de poner a Prusia a la cabeza de Alemania no sólo era preciso expulsar por la fuerza a Austria de la Confederación Germánica (60), sino, además, someter los pequeños Estados alemanes. La guerra «fresca y alegre» (61) de alemanes contra alemanes había sido siempre en la política prusiana el procedimiento predilecto de aumentar su territorio; un bravo prusiano no tenía motivos para temer tal cosa. El segundo procedimiento principal de la política prusiana, la alianza con el extranjero contra los alemanes, tampoco podía suscitar dudas. Al sentimental zar Alejandro de Rusia lo tenía en el bolsillo. Luis Napoleón jamás había negado la misión de Prusia de desempeñar en Alemania el papel de Piamonte y estaba dispuesto a concertar una pequeña transacción con Bismarck. Prefería, si fuese posible, conseguir lo que le hacía falta, por vía pacífica, en forma de compensaciones. Además, no tenía necesidad de toda la orilla izquierda del Rin de una vez; si se la diesen por partes, a trozo por cada avance nuevo de Prusia, chocaría menos, pero no por menos llevaría a la meta. En los ojos de los chovinistas franceses, una milla cuadrada en el Rin equivalía a toda la Saboya y Niza. Comenzaron, por tanto, las negociaciones con Luis Napoleón y se obtuvo su consentimiento para la ampliación de Prusia y la constitución de una Confederación Germánica del Norte (62). Está fuera de duda que se le ofreció en cambio una porción de territorio alemán en el Rin (63); durante las negociaciones con Govone, Bismarck habló de la Baviera y la Hesse renanas. Cierto es que, posteriormente, lo negó. Pero, un diplomático, sobre todo prusiano, tiene sus propias ideas de hasta qué límite está autorizado o incluso obligado a practicar cierta violencia respecto de la verdad. La verdad es una mujer, y le debe gustar que se haga eso, razonaba el junker. Luis Napoleón no era tan tonto como para consentir la dilatación de Prusia sin que ésta le prometiese una compensación; era más probable que Bleichröder prestase dinero sin cobrar interés. Pero no conocía bastante bien a sus prusianos y, en fin de cuentas, hizo el tonto. En una palabra, una vez inofensivo, se concertó una alianza con Italia para asestar el «golpe en el corazón».
Los filisteos de diversos países se sintieron profundamente indignados con esa expresión. ¡Absolutamente sin razón! A la guerre comme à la guerre (64). Esta expresión no hace más que probar que Bismarck veía en la guerra civil alemana de 1866 (65) lo que era efectivamente, es decir, una revolución, y que estaba dispuesto a llevarla a cabo con medios revolucionarios. Y lo hizo así. Su modo de proceder respecto de la Dieta federal era revolucionario. En lugar de acatar la decisión constitucional del órgano federal, lo acusó de haber violado la confederación -puro subterfugio-, rompió la Federación, proclamó una Constitución nueva con un Reichstag elegido sobre la base del sufragio universal revolucionario y expulsó, al final, la Dieta federal de Francfort (66). En Alta Silesia organizó una legión húngara al mando del general revolucionario Klapka y otros oficiales revolucionarios; los soldados de esta legión, desertores y prisioneros de guerra húngaros, debían luchar contra sus generales legítimos (67). Después de la conquista de Bohemia, Bismarck dirigió una proclama A los habitantes del glorioso reino de Bohemia, cuyo contenido se contradecía violentamente con las tradiciones legitimistas. Concertada la paz, se apoderó en favor de Prusia de todas las posesiones de tres príncipes federales alemanes legítimos y de una ciudad libre (68), con la particularidad de que la expulsión de estos príncipes, que no tenían menos «derecho divino» que el rey de Prusia, no suscitaba el menor remordimiento de la conciencia cristiana y legitimista de este último. Dicho en breves palabras, era una revolución completa llevada a cabo con medios revolucionarios. Por supuesto, estamos lejos de reprocharlo. Al contrario, le reprochamos el no haber sido suficientemente revolucionario, el haber sido nada más que un revolucionario prusiano desde arriba, el haber iniciado toda una revolución desde unas posiciones desde las que sólo se puede realizarla a medias, el haberse contentado, una vez tomado el camino de las anexiones, con cuatro miserables pequeños Estados.
Pero apareció renqueando Napoleón el Pequeño y pidió su recompensa. Durante la guerra hubiera podido tomar en el Rin todo lo que quisiese: no ya el territorio, sino las plazas fuertes estaban sin protección. Titubeaba; esperaba una guerra duradera que agotase las dos partes, pero de pronto se asestaron golpes rápidos: Austria fue derrotada en ocho días. Exigió primero lo que Bismarck había designado al general Govone como territorio posible de compensación: la Baviera y la Hesse renanas con Maguncia. Pero, Bismarck ya no podía entregar eso aunque quisiese. Los grandes éxitos de la guerra le habían impuesto nuevas obligaciones. Desde el momento en que Prusia asumió el deber de apoyar y proteger a Alemania no podía ya vender al extranjero Maguncia, la llave del Rin Medio. Bismarck se negó. Luis Napoleón estaba dispuesto a regatear; no pidió más que Luxemburgo, Landau, Sarrelouis y la cuenca hullera de Serrebruck. Pero tampoco eso podía ahora ceder Bismarck, tanto más que esta vez se exigía también territorio de Prusia. ¿Por qué Luis Napoleón no se apoderó de ello en el momento oportuno, cuando los prusianos estaban enfrascados en Bohemia? En fin, lo de las compensaciones en favor de Francia no dio resultado. Bismarck sabía que eso significaba una guerra ulterior contra Francia, pero era precisamente eso lo que quería.
Al concertarse la paz, Prusia utilizó esta vez la situación favorable con más escrúpulos que lo solía hacer en casos de éxito. Había bastantes motivos para ello. Sajonia y Hesse-Darmstadt fueron integradas en la nueva Confederación Germánica del Norte y, por tanto, perdonadas. A la Baviera, Wurtemberg y Baden había que tratarlos con moderación, ya que Bismarck se proponía concluir con ellos alianzas defensivas y ofensivas secretas. Y Austria, ¿acaso Bismarck no le había prestado servicio al cortar las trabas tradicionales que la sujetaban a Alemania y a Italia? ¿Acaso no le había creado por vez primera, finalmente, la tan ansiada situación independiente de gran potencia? ¿Acaso no comprendía, en realidad, mejor que la propia Austria, lo que le vendría mejor al vencerla en Bohemia? ¿Acaso Austria no debía comprender, al razonar sensatamente, que la situación geográfica y la proximidad territorial de los dos países convertía la Alemania unificada por Prusia en su aliada necesaria y natural?
Así, por vez primera en toda su existencia, Prusia pudo cubrirse con una aureola de generosidad, renunciando al embutido para quedarse con el jamón.
En los campos de batalla de Bohemia no fue derrotada sólo Austria, sino también la burguesía alemana. Bismarck le mostró que sabía mejor que ella lo que le convenía más. No cabía pensar siquiera en la continuación del conflicto por parte de la Cámara. Las pretensiones liberales de la burguesía habían sido enterradas para mucho tiempo, pero sus exigencias nacionales se cumplían cada día más y más. Bismarck hizo realidad su programa nacional con una rapidez y precisión que la asombraron. Y, después de mostrarle palpablemente, in corpore vile, en su propio cuerpo miserable, su decrepitud, falta de energía y, a la vez, su completa incapacidad de poner en práctica su propio programa, Bismarck, ostentando generosidad también con ella, se presentó ante la Cámara, ahora ya prácticamente desarmada, para pedir un proyecto de ley de indemnidad por el gobierno anticonstitucional durante el conflicto. La Cámara, emocionada hasta las lágrimas, aprobó el proyecto, ya completamente inofensivo (69).
No obstante, se le recordó a la burguesía que también ella había sido vencida en Königgrätz (70). La Constitución de la Confederación Germánica del Norte fue cortada siguiendo el patrón de la Constitución prusiana (71), en la auténtica interpretación que se le diera en el conflicto. Se prohibió negarse a votar los impuestos. El canciller federal y sus ministros los nombraba el rey de Prusia independientemente de toda mayoría parlamentaria. La independencia del ejército respecto del Parlamento, asegurada merced al conflicto, se mantuvo también respecto del Reichstag. Pero, los diputados a este último tenían la alentadora conciencia de haber sido elegidos por sufragio universal. Se lo recordaba también, aunque de modo desagradable, la presencia de dos socialistas entre ellos (72). Por vez primera aparecían diputados socialistas, representantes del proletariado, en una asamblea parlamentaria. Era un presagio amenazante.
En los primeros tiempos todo eso no tenía importancia. Tratábase ahora de llevar a término y utilizar la nueva unidad del Imperio en beneficio de la burguesía, al menos la de Alemania del Norte, y, con ayuda de eso, atraer también a la nueva Confederación a los burgueses de Alemania del Sur. La Constitución Federal suprimió las relaciones económicas más importantes de la legislación de los Estados y las asignó a la competencia de la Confederación, a saber: el derecho civil común y la libertad de circulación en todo el territorio de la Confederación, el derecho de domicilio, la legislación de los oficios, del comercio, las aduanas, la navegación, la moneda, las pesas y medidas, los ferrocarriles, las vías acuáticas, los correos y telégrafos, las patentes, los bancos, toda la política exterior, los consulados, la protección del comercio en el extranjero, la policía médica, el derecho penal, el procedimiento judicial, etc. La mayor parte de estos problemas fue resuelta ahora por vía legislativa y, considerada en conjunto, en un espíritu liberal. Así se eliminaron –¡en fin!–, las más monstruosas manifestaciones del sistema de pequeños Estados, que impedían más que nada el desarrollo del capitalismo, por una parte y, por otra, los apetitos de dominación prusiana. Pero no era una realización de alcance histórico universal, como lo proclamaba ahora a los cuatro vientos el burgués, que se volvía chovinista; era una imitación extremamente atrasada e incompleta de lo realizado por la revolución francesa setenta años antes y llevado a cabo desde hacía mucho tiempo por todos los demás Estados civilizados. En lugar de jactarse habría que sentir vergüenza de que la «muy culta» Alemania hubiese sido la última.
Durante todo ese período de existencia de la Confederación Germánica del Norte, Bismarck accedía gustoso a la burguesía en el terreno económico e incluso en la discusión de los problemas de los poderes parlamentarios sólo mostraba su puño de hierro metido en guante de terciopelo. Eran sus mejores tiempos. A veces se podía incluso dudar de su estrechez de espíritu específicamente prusiana, de su incapacidad de comprender que en la historia universal existen otras fuerzas más poderosas que los ejércitos y las intrigas diplomáticas apoyadas en estos últimos.
El que la paz con Austria estuviese preñada de la guerra con Francia lo sabía perfectamente Bismarck y, además, lo deseaba. Esa guerra debía ofrecer precisamente el medio de concluir la creación del Imperio prusiano-alemán que la burguesía alemana le había planteado (73). Las tentativas de trasformar paulatinamente el Parlamento aduanero (74) en Reichstag y de incorporar de este modo poco a poco los Estados del Sur a la Confederación del Norte fracasaron, tropezando con la unánime exclamación de los diputados de esos Estados: «¡Ninguna ampliación de competencia!» Los ánimos de los gobiernos que acababan de ser vencidos en los campos de batalla no eran más favorables. Sólo una prueba nueva y palpable de que Prusia era mucho más fuerte que ellos y que, además, era bastante fuerte para protegerlos, por consiguiente, sólo una nueva guerra, una guerra de toda Alemania, podía llevarlos rápidamente a la capitulación. Además, la línea de separación a lo largo del Meno (75), convenida secretamente antes entre Bismarck y Luis Napoleón, parecía, después de la victoria, impuesta por este último a Prusia, por lo cual la unificación con Alemania del Sur constituía una violación del derecho reconocido esta vez formalmente de Francia a dividir la Alemania, era un motivo de guerra.
Mientras tanto, Luis Napoleón debía ver si hallaba algún terreno en cualquier parte de la frontera alemana que pudiese apropiarse como compensación por Sadowa. Al reorganizarse la Confederación Germánica del Norte se dejó al margen Luxemburgo; así, este último era ahora un Estado que, aun completamente independiente, se hallaba en unión personal con Holanda. Además, Luxemburgo estaba casi tan afrancesado como Alsacia y tendía mucho más hacia Francia que hacia Prusia, a la que odiaba positivamente.
Luxemburgo ofrece un ejemplo asombroso de lo que la miseria política de Alemania desde fines de la Edad Media ha hecho de las regiones fronterizas franco-alemanas, un ejemplo tanto más asombroso que, hasta 1866, Luxemburgo pertenecía nominalmente a Alemania. Compuesto hasta 1830 por una parte alemana y una francesa, la primera, no obstante, se sometió pronto a la influencia de la civilización francesa, superior. Los emperadores alemanes de la casa de Luxemburgo eran, por su idioma y educación, franceses. Después de su incorporación al ducado de Borgoña (1440), Luxemburgo, al igual que el resto de los Países Bajos, no mantenía más que relaciones nominales con Alemania: su admisión a la Confederación Germánica en 1815 no cambió nada. Después de 1830, su mitad francesa y una gran porción de la parte alemana pasaron a Bélgica. Pero en la parte alemana que quedaba, todo se conservaba sobre bases francesas: en los tribunales, en las instituciones gubernamentales, en la Cámara, todo se hacía en francés; todos los documentos oficiales y privados, todos los libros comerciales se escribían en francés; la enseñanza en las escuelas medias se practicaba en francés; el idioma culto seguía siendo el francés, por supuesto un francés que se las veía negras a causa del desplazamiento alto alemán de las consonantes. En breves palabras, en Luxemburgo se hablaban los dos idiomas: un dialecto popular franco-renano y el francés; pero el alto alemán seguía siendo un idioma extranjero. La guarnición prusiana de la capital agravaba más que mejoraba la situación. Todo eso es bastante humillante para Alemania, pero es verdad. Y este afrancesamiento voluntario de Luxemburgo arroja la verdadera luz sobre semejantes fenómenos en Alsacia y la Lorena alemana.
El rey de Holanda (76), duque soberano de Luxemburgo, sabía aprovechar muy bien su dinero y se mostró dispuesto a vender el ducado a Luis Napoleón. Los luxemburgueses hubieran consentido sin reserva la incorporación a Francia: lo probó su posición en la guerra de 1870. Desde el punto de vista del derecho internacional, Prusia no podía objetar en absoluto, ya que ella misma había provocado la exclusión de Luxemburgo de Alemania. Sus tropas se hallaban en la capital como guarnición de una plaza fuerte federal alemana; desde el momento en que Luxemburgo dejó de ser una plaza fuerte federal, dichas tropas no tenían más razón de encontrarse allí. Ahora bien, ¿por qué no se marcharon, por qué Bismarck no pudo consentir la anexión?
Simplemente porque las contradicciones en que se había embrollado habían salido a la superficie. Antes de 1866, Alemania era para Prusia nada más que un territorio para anexiones que había que compartir con el extranjero. Después de 1866, Alemania pasó a ser un protectorado de Prusia, al que había que defender contra las guerras extranjeras. Cierto es que, por razones de Prusia, partes enteras de Alemania no fueron incluidas en la llamada Alemania recién formada. Pero, el derecho de la nación alemana a la integridad de su propio territorio imponía ahora a la corona prusiana el deber de impedir la incorporación de esos territorios de la antigua confederación a Estados extranjeros y de tener abierta la puerta para su anexión futura al nuevo Estado prusiano-alemán. Por esa razón se detuvo a Italia en la frontera del Tirol (77) y por la misma razón Luxemburgo no debía ahora pasar a manos de Luis Napoleón. Un gobierno realmente revolucionario podía proclamarlo abiertamente, pero no el revolucionario prusiano del rey, el que consiguió, finalmente, hacer de Alemania un «concepto geográfico» (78) al estilo de Metternich. Desde el punto de vista del derecho internacional, se había colocado en la situación de infractor y sólo podía salir del apuro recurriendo a su predilecta interpretación del derecho internacional en boga en las tabernas corporativas de estudiantes.
El que no se le hubiera puesto abiertamente en ridículo se debió sólo a que, en la primavera de 1867, Luis Napoleón no estaba aún preparado de ninguna manera para una guerra grande. Se llegó a un acuerdo en la Conferencia de Londres. Los prusianos se retiraron de Luxemburgo; la fortaleza fue demolida, el ducado se proclamó neutral (79). Se volvió a aplazar la guerra.
Luis Napoleón no podía sentirse tranquilo. Aceptó de buen grado el acrecentamiento del poderío de Prusia, pero sólo a condición de recibir las correspondientes compensaciones en el Rin. Estaba dispuesto a contentarse con poco e incluso a moderar aún más sus modestas pretensiones, pero no consiguió nada, lo engañaron en todo. Pero, un imperio bonapartista en Francia sólo era posible si desplazaba progresivamente la frontera hacia el Rin y si Francia seguía siendo -en realidad o, al menos, en la imaginación- el árbitro de Europa. No se logró correr la frontera, la situación de árbitro se hallaba ya en peligro, la prensa bonapartista gritaba a voz encuello acerca de la revancha por Sadowa; a fin de mantenerse en el trono, Luis Napoleón debía permanecer fiel a su papel y conseguir por la fuerza lo que no había logrado por las buenas, pese a todos los servicios que había prestado.
Por ambas partes comenzó una preparación activa diplomática y militar para la guerra. Y aquí tuvo lugar el siguiente incidente diplomático.
España buscaba un candidato al trono. En marzo (80), Benedetti, embajador francés en Berlín, oye decir que el príncipe Leopoldo de Hohenzollern solicita el trono; París le encarga comprobarlo. El subsecretario de Estado von Thile le asegura bajo palabra de honor que el gobierno prusiano no sabe nada. Durante su viaje a París, Benedetti conoce el punto de vista del emperador: «esta candidatura es esencialmente antinacional, el país no lo consentirá, hay que impedirlo».
Diremos de pasada que con eso, Luis Napoleón probaba que había venido ya mucho a menos. En efecto, ¿podía haber una «venganza por Sadowa» más bella que el reinado de un príncipe prusiano en España, los inconvenientes que se desprendían de ello, el enfrascamiento de Prusia en las relaciones internas de los partidos españoles, posiblemente una guerra, una derrota de la enana marina de Prusia y, en todo caso, Prusia en una situación extremamente grotesca ante los ojos de Europa? Pero, Luis Napoleón no podía permitirse ya semejante espectáculo. Su crédito estaba tan minado que tenía que contar con el punto de vista tradicional, según el cual un príncipe alemán en el trono de España colocaría a Francia entre dos fuegos y, por consiguiente, no se podía tolerar, punto de vista pueril después de 1830.
Así, Benedetti visitó a Bismarck para recibir nuevas explicaciones y exponerle la posición de Francia (el 11 de mayo de 1869). No consiguió saber nada determinado. En cambio, Bismarck se enteró de lo que quería enterarse: que la presentación de la candidatura de Leopoldo significaría la guerra inmediata con Francia. De este modo, Bismarck obtuvo la posibilidad de comenzar la guerra cuando le viniese mejor.
En efecto, en julio de 1870, volvió a surgir la candidatura de Leopoldo, lo que llevó inmediatamente a la guerra, por más que se opusiese a ello Luis Napoleón. Este no sólo se dio cuenta de que había caído en la trampa. Comprendió igualmente que se trataba de su poder imperial y confiaba muy poco en la honradez de su pandilla bonapartista de azufre (81), que le aseguraba que estaba todo preparado hasta el último botón en las polainas, y se fiaba todavía menos de sus aptitudes militares y administrativas; ya sus propias vacilaciones aceleraban su caída.
Bismarck, al contrario, además de estar completamente preparado en el aspecto militar, se respaldaba esta vez efectivamente en el pueblo, que, tras de todas las mentiras diplomáticas de ambos partidos, sólo veía una cosa: no se trataba sólo de una guerra por el Rin, sino de una guerra por su existencia nacional. Por vez primera desde 1813, los reservistas y la Landwehr afluyeron en masa, llenos de entusiasmo y de espíritu combativo, para ponerse bajo las banderas. No importaba cómo se había producido todo eso, no importaba que parte de la herencia nacional de dos milenios Bismarck había o no había prometido por su propia iniciativa a Luis Napoleón, tratábase de dar a entender al extranjero de una vez y para siempre que no debía inmiscuirse en los asuntos interiores alemanes y que Alemania no tenía la misión de apuntalar el vacilante trono de Luis Napoleón con concesiones de territorio alemán. Y frente a tal entusiasmo nacional desaparecieron todas las diferencias de clase, se disiparon todos los antojos de las cortes de Alemania del Sur acerca de la Confederación del Rin y todos los pujos de restauración de los príncipes expulsados.
Las dos partes se buscaban aliados. Luis Napoleón estaba seguro de Austria y Dinamarca y, hasta cierto punto, de Italia. Bismarck tenía a su lado a Rusia. Pero Austria, como siempre, no estaba preparada y no pudo intervenir activamente antes del 2 de septiembre, y el 2 de septiembre Luis Napoleón era ya prisionero de los alemanes; además, Rusia notificó a Austria que la atacaría en cuanto ésta atacase a Prusia. En Italia, Luis Napoleón recogía los frutos de su doblez política: había querido levantar el movimiento de la unidad nacional, pero, a la vez, había querido proteger al papa contra esa unidad nacional; seguía ocupando Roma con tropas que necesitaba en casa, pero que no podía retirar sin obligar a Italia a que respetase Roma y la soberanía del papa, y eso, a su vez, no permitía que Italia acudiese en su ayuda. Finalmente, Dinamarca recibió de Rusia la orden de estar quieta.
Pero los rápidos golpes de las armas alemanas desde Spickeren y Woerth hasta Sedán (82) ejercieron en la localización de la guerra un efecto más decisivo que todas las negociaciones diplomáticas. El ejército de Luis Napoleón fue derrotado en todos los combates y, finalmente, tres cuartas partes del mismo se vieron prisioneros en Alemania. La culpa de ello no la tenían los soldados, que habían combatido con bastante valor, sino el jefe y el régimen. Pero quien había creado, como Luis Napoleón, su Imperio con ayuda de una pandilla de canallas, quien había mantenido en sus manos a lo largo de dieciocho años el poder en ese Imperio sólo por haberle dado a esa caterva la posibilidad de explotar a Francia, quien había colocado en los principales puestos del Estado a hombres de esa gavilla, y en los cargos secundarios, a los cómplices de aquéllos, no debía emprender una lucha de vida o muerte, si no quería verse en un atolladero. En menos de cinco semanas se desmoronó el edificio del Imperio que durante largos años había entusiasmado al filisteo de Europa. La revolución del 4 de septiembre (83) no hizo más que recoger los escombros, y Bismarck, que había empezado la guerra para fundar el Imperio pequeño alemán, se vio una bella mañana en el papel de fundador de la República Francesa.
Según la propia proclama de Bismarck, la guerra no se había llevado contra el pueblo francés, sino contra Luis Napoleón. Con la caída de este último, desaparecía todo motivo de guerra. Lo mismo pensaba el gobierno del 4 de septiembre –no tan ingenuo en otros problemas– y quedó muy sorprendido cuando Bismarck mostró de pronto todo lo junker prusiano que era.
Nadie en el mundo odia tanto a los franceses como los junkers prusianos. Y no sólo porque éstos, exentos de impuestos, habían sufrido en 1806-1813 el duro castigo que les habían impuesto los franceses y las consecuencias de su propia vanidad; era mucho peor el que esos ateos franceses hubiesen turbado tanto las cabezas con su criminal revolución que la anterior magnificencia de los junkers se había enterrado casi completamente hasta en la vieja Prusia, y los pobres junkers tenían que sostener año tras año una lucha tenaz por los últimos restos de esa magnificencia, habiendo la mayor parte de ellos bajado al rango de deplorable nobleza parasitaria. Francia merecía la venganza por todo eso, y los oficiales junkers del ejército, bajo la dirección de Bismarck, se encargaron de ello. Se redactaron las listas de las contribuciones de guerra que Francia había cobrado a Prusia, se evaluaron luego las proporciones de la contribución de guerra que debían pagar las ciudades y los departamentos de Francia, habida cuenta, naturalmente, que Francia era un país mucho más rico. Se requisaban víveres, forrajes, ropa, calzado, etc. con una implacabilidad ostentativa. Un alcalde de las Ardenas, que declaró no poder satisfacer la exigencia, recibió sin más ni más veinticinco golpes de bastón; el gobierno de París publicó pruebas oficiales de eso. Los francotiradores (84), que procedían tan exactamente de acuerdo con el decreto de 1813 sobre el Landsturm (85) prusiano, como si lo hubiesen estudiado para eso, eran fusilados sin piedad sobre el terreno. Son igualmente fidedignos los cuentos de los relojes de péndola enviados a Alemania: Kölnische Zeitung (86) publicó eso. Sólo en opinión de los prusianos esos relojes no se consideraban robados, sino hallados como bienes sin dueño en las casas de campo abandonadas en las inmediaciones de París y anexadas en favor de los familiares que se habían quedado en la patria. De esta manera, los junkers, bajo la dirección de Bismarck, se encargaron de que, a despecho de la conducta irreprochable tanto de los soldados como de una gran parte de los oficiales, se mantuviese el carácter específicamente prusiano de la guerra y de que los franceses no se olvidasen de ello; pero estos últimos hicieron recaer sobre todo el ejército la responsabilidad por la odiosa mezquindad de los junkers.
No obstante, a esos mismos junkers les tocó en suerte rendir al pueblo francés unos honores que la historia jamás había visto. Cuando todas las tentativas de eliminar el bloqueo de París habían fracasado, cuando todos los ejércitos franceses habían sido rechazados, cuando la última gran ofensiva de Bourbaki sobre la línea de comunicación de los alemanes fracasó, cuando toda la diplomacia europea abandonó a Francia a su propia suerte, sin mover un dedo, París, presa del hambre, hubo de capitular. Y los corazones de los junkers latieron aún más fuerte cuando pudieron, en fin, entrar triunfantes en el nido impío y vengarse a sus anchas de los archirrebeldes parisinos, cosa que no les permitiera hacer en 1814 el emperador ruso Alejandro, y en 1815, Wellington; ahora podían ensañarse en el foco y la patria de la revolución.
París capituló, pagó 200 millones de contribución de guerra; los fuertes fueron entregados a los prusianos; la guarnición depuso las armas a los pies de los vencedores y entregó su artillería de campaña; los cañones de las fortificaciones fueron desmontados de las cureñas; todos los medios de resistencia pertenecientes al Estado fueron entregados uno por uno. Pero no se tocó a los verdaderos defensores de París, la guardia nacional, el pueblo parisino en armas; nadie se atrevió a exigirle sus armas ni sus cañones (87). Y para anunciar al mundo entero que el victorioso ejército alemán se había detenido respetuosamente frente al pueblo armado de París, los vencedores no entraron en la ciudad, se contentaron con ocupar por tres días los Campos Elíseos –¡un jardín público!– ¡en el que se hallaban vigilados y bloqueados por centinelas de los parisinos! Ningún soldado alemán entró en el Ayuntamiento de París, ninguno pudo pasear por los jardines y los pocos, que fueron admitidos al Louvre para admirar las obras de arte, hubieron de pedir permiso para ello, a fin de no violar las condiciones de la capitulación. Francia había sido derrotada, París se moría de hambre, pero el pueblo parisino se había ganado con su glorioso pasado tal respeto que ningún vencedor se atrevió siquiera a exigir su desarme, ninguno tuvo el valor de entrar en sus casas para hacer un registro y profanar con una marcha triunfal esas calles, campo de batalla de tantas revoluciones. Fue como si el recién salido emperador alemán (88) se quitase el sombrero ante los revolucionarios vivos de París, como en otros tiempos su hermano (89) se descubriera ante los cadáveres de los combatientes de Marzo en Berlín (90) y como si todo el ejército alemán, formado detrás del emperador, les presentase armas.
Pero fue el único sacrificio que hubo de aceptar Bismarck. So pretexto de que en Francia no había gobierno que pudiese concertar la paz con él, lo que era tanto verdad, como mentira, tanto el 4 de septiembre, como el 28 de enero (91), se valió de sus éxitos de una manera puramente prusiana, hasta la última gota, y no se declaró dispuesto a la paz hasta que vio a Francia completamente postrada. Al concluir la paz, volvió a «utilizar sin escrúpulos la situación favorable», como un buen viejo prusiano. Además de extorsionar la cuantía inaudita de 5 mil millones de indemnización, se arrancó a Francia dos provincias –Alsacia y la Lorena alemana, con Metz y Estrasburgo– y las incorporó a Alemania. Con esa anexión, Bismarck se portó por vez primera como un político independiente, que, además de cumplir con sus métodos propios un programa que le había sido impuesto desde fuera, ponía en práctica los productos de su propia actividad cerebral; y aquí cometió su primer error colosal (92).
Alsacia había sido conquistada en lo fundamental por Francia ya en la guerra de los Treinta años. Richelieu había abandonado con eso el firme principio de Enrique IV:
«Que la lengua española sea de España, la alemana, de Alemania, pero donde se habla francés me pertenece a mí».
Richelieu partía aquí del principio de la frontera natural del Rin, de la frontera histórica de la vieja Galia. Era una necedad; pero el Imperio alemán, que comprendía los dominios lingüísticos franceses de Lorena, de Bélgica y hasta del Franco Condado, no tenía derecho a reprochar a Francia la anexión de países de habla alemana. Y si Luis XIV se apoderó en 1681, en tiempos de paz, de Estrasburgo, con ayuda de un partido de inspiración francesa de la ciudad (93), no era Prusia la que debía indignarse por ello después de haber recurrido, en 1796, a la violencia, aunque sin éxito, respecto de la ciudad libre imperial de Nuremberg, a la que no le había invitado, por cierto, ningún partido prusiano (94).
La Lorena fue vendida a Francia por Austria en 1735 de acuerdo con el tratado de paz de Viena y pasó en 1766 definitivamente a manos de Francia. A lo largo de los siglos no había pertenecido más que nominalmente al Imperio alemán, sus duques eran franceses en todos los aspectos y casi siempre se habían aliado a Francia.
En los Vosgos, hasta la Revolución francesa, había una multitud de pequeños señores que se portaban respecto de Alemania como dignatarios imperiales dependientes directamente del emperador y, a la vez, reconocían la soberanía de Francia respecto de ellos. Sacaban provecho de esa doble situación. Y, puesto que el Imperio alemán lo toleraba, en lugar de pedir cuentas a esos dinastas, no podía quejarse cuando Francia, en virtud de sus derechos soberanos, puso bajo su protección contra esos señores expulsados, a los habitantes de dichos dominios.
En total, este territorio alemán antes de la revolución no había sido afrancesado en absoluto. El idioma alemán seguía siendo el de las escuelas y las instituciones administrativas, al menos en Alsacia. El gobierno francés favorecía a las provincias alemanas que, después de largas y devastadoras guerras, ahora, a partir de comienzos del siglo XVIII, no habían vuelto a ver al enemigo en sus tierras. Desgarrado por eternas guerras intestinas, el Imperio alemán no podía verdaderamente suscitar entre los alsacianos el deseo de volver a la madre patria; al menos gozaban de la tranquilidad y la paz, sabían cómo marchaban los asuntos, y los filisteos, que marcaban la pauta, veían en ello los caminos inescrutables del Señor. Además, su suerte no carecía de ejemplos, ya que los habitantes de Holstein se hallaban también bajo la dominación extranjera de Dinamarca.
Pero sobreviene la Revolución francesa. Lo que Alsacia y Lorena no se habían atrevido siquiera a esperar de Alemania les regaló Francia. Las trabas feudales fueron rotas. El campesino siervo sujeto a la correa devino hombre libre, en muchos casos propietario libre de su finca y de su campo. En las ciudades desaparecieron el poder de los patricios y los privilegios gremiales. Se expulsó a la nobleza y, en las posesiones de los pequeños príncipes y señores, los campesinos siguieron el ejemplo de sus vecinos; echaron a los dinastas, las cámaras del gobierno y la nobleza y se proclamaron ciudadanos franceses libres. En ninguna parte de Francia, el pueblo se adhirió con mayor entusiasmo a la revolución que en las regiones de habla alemana. Y cuando el Imperio germánico declaró la guerra a la revolución, cuando se vio que los alemanes, además de soportar aún obedientes sus cadenas, se dejaban utilizar para volver a imponer a los franceses su antigua servidumbre y, a los campesinos de Alsacia, los señores feudales que acababan de ser expulsados, se acabó el germanismo de Alsacia y Lorena, cuyos habitantes aprendieron a odiar y a despreciar a los alemanes. Entonces se compuso en Estrasburgo la Marsellesa y fueron los alsacianos los primeros en cantarla; los franceses alemanes, a despecho del idioma y del pasado, en los campos de centenares de batallas en la lucha por la revolución, se unieron a los franceses nacionales para formar un mismo pueblo.
¿Acaso la gran revolución no había hecho el mismo milagro con los flamencos de Dunkerque, con los celtas de Bretaña y con los italianos de Córcega? y cuando nos quejamos de que lo mismo haya ocurrido a los alemanes, ¿no nos habremos olvidado de toda nuestra historia, que lo ha hecho posible? ¿Habremos olvidado que toda la orilla izquierda del Rin, aun habiendo tenido una participación pasiva en la revolución estuvo en favor de los franceses cuando los alemanes volvieron a entrar en esas tierras en 1814 y siguió así hasta 1848, cuando la revolución rehabilitó a los alemanes a los ojos de la población de las regiones renanas? ¿Acaso nos olvidamos de que el entusiasmo de Heine por los franceses y hasta su bonapartismo no eran otra cosa que el eco del estado de espíritu de todo el pueblo de la orilla izquierda del Rin?
Cuando los aliados entraron en Francia en 1814, precisamente en Alsacia y Lorena tropezaron pon los enemigos más decididos, con la resistencia más fuerte por parte del propio pueblo, ya que se sentía el peligro de que habría que volver a pertenecer a Alemania. Mientras tanto, en Alsacia y Lorena se hablaba aún casi exclusivamente el alemán. Pero, cuando ya no había peligro de que se le apartase de Francia, cuando se puso fin a los apetitos anexionistas de los chovinistas románticos alemanes, se comprendió que era necesario unirse más estrechamente a Francia incluso desde el punto de vista del idioma; a partir de ese momento se hizo lo mismo que en Luxemburgo, se procedió voluntariamente al paso de las escuelas a la enseñanza en francés. No obstante, el proceso de transformación era muy lento; sólo la actual generación de la burguesía se ha afrancesado efectivamente, mientras que los campesinos y los obreros siguen hablando el alemán. La situación es aproximadamente la misma que en Luxemburgo; el alemán literario cede el lugar al francés (excepto parcialmente en el púlpito), pero el dialecto popular alemán ha perdido terreno sólo en la frontera lingüística, siendo de uso familiar más común que en la mayor parte de Alemania.
Tal es el país que Bismarck y los junkers prusianos, sostenidos, al parecer, por la reminiscencia de un romanticismo chovinista inseparable de todas las iniciativas alemanas, se propusieron volverlo a convertir en país alemán. El propósito de convertir Estrasburgo, la patria de la Marsellesa, en ciudad alemana fue tan absurdo como el deseo de hacer de Niza, la patria de Garibaldi, una ciudad francesa. Pero, en Niza, Luis Napoleón respetaba las conveniencias, poniendo a votación el problema de la anexión, y la maniobra tuvo éxito. Sin hablar ya de que los prusianos detestaban, y no sin motivo de peso, semejantes medidas revolucionarias -no se conocía un solo caso de que las masas populares hubiesen querido unirse a Prusia-, se sabía demasiado bien que precisamente aquí la población era más unánime en su deseo de ser francesa que los propios franceses nacionales. Y la separación fue llevada a cabo mediante la violencia. Era algo así como una venganza por la Revolución francesa; se arrancó uno de los trozos que se habían fundido con Francia precisamente merced a la revolución.
Desde el punto de vista militar, la anexión tenía en ese caso un objetivo determinado. Con Metz y Estrasburgo, Alemania adquiría un frente de defensa de excepcional fuerza. Mientras Bélgica y Suiza sigan neutrales, tos franceses sólo pueden emprender una ofensiva masiva en la estrecha franja comprendida entre Metz y los Vosgos y, además, Coblenza, Metz, Estrasburgo y Maguncia constituyen el cuadrilátero de plazas fuertes más poderoso y más grande del mundo. Pero, la mitad de este cuadrilátero, al igual que el austríaco en Lombardia (95), se halla en país enemigo y sirve allí de ciudadela para reprimir a la población. Es más: a fin de cerrar el cuadrilátero había que salir de la zona de propagación del idioma alemán, había que anexar a un cuarto de millón de franceses nacionales.
Por consiguiente, la gran ventaja estratégica es el único punto que puede justificar la anexión. Ahora bien, ¿puede esta ventaja compararse en alguna medida con el daño que ha causado?
Al junker prusiano le importa un comino el inmenso daño moral que se ha causado el joven Imperio alemán proclamando abierta y desvergonzadamente como principio básico la violencia brutal. Al contrario, le hacen falta súbditos recalcitrantes y sometidos por la violencia, ya que éstos sirven de prueba del crecimiento del poderío prusiano; en realidad, jamás ha tenido otros. Pero con lo que debía contar era con las consecuencias políticas de la anexión. Y éstas eran evidentes. Incluso antes de que la anexión adquiriese fuerza de ley, Marx la anunció al mundo en una circular de la Internacional: La anexión de Alsacia y Lorena hace de Rusia el árbitro de Europa (96). Y los socialdemócratas lo repitieron con harta frecuencia desde la tribuna del Reichstag hasta que el propio Bismarck reconoció la razón de esta frase en su discurso parlamentario del 6 de febrero de 1888, gimoteando ante el todopoderoso zar, amo de la guerra y la paz.
En efecto, eso estaba claro como la luz del día. Al arrancar a Francia dos de sus provincias más fanáticamente patrióticas, se la echaban en los brazos del que le diese la esperanza de recuperarlas, y hacían de Francia un enemigo eterno. Cierto es que Bismarck, que representa en este aspecto digna y conscientemente a los filisteos alemanes, exige de los franceses que no renuncien a Alsacia y Lorena sólo en el sentido jurídico estatal, sino también en el moral y que, además, se alegren bastante, puesto que estos dos pedazos de la Francia revolucionaria «han sido devueltos a la madre patria», de la que no quieren saber absolutamente nada. Pero, por desgracia, los franceses no lo hacen, del mismo modo que los alemanes no renunciaron durante las guerras napoleónicas a la orilla izquierda del Rin, aunque en esa época dicha región no pensaba volver al poder de estos últimos. Por cuanto los alsacianos y los loreneses quieren volver a Francia, ésta procurará y debe procurar recobrarlos, deberá buscar los medios de conseguirlo y, entre otras cosas, deberá buscarse aliados. Y su aliado natural contra Alemania es Rusia.
Si las dos naciones más grandes del continente occidental se neutralizan recíprocamente mediante su hostilidad, si entre ellas existe, además, una eterna manzana de la discordia, que las incita a combatirse mutuamente, de ello sale ganando sólo Rusia, ya que se le desatan más y más las manos, Rusia, que en sus designios anexionistas tropezará con menos obstáculos por parte de Alemania y podrá contar más con el apoyo incondicional de Francia. ¿Acaso Bismarck no ha colocado a Francia en una situación en que ésta tiene que implorar la alianza rusa y abandonar amablemente Constantinopla a Rusia si ésta sólo promete a Francia la devolución de las provincias perdidas? Y si, pese a ello, la paz se ha mantenido durante diecisiete años, ¿no habrá que atribuirlo a otro hecho, a que el sistema de formación de reservas militares implantado en Francia y en Rusia requiere dieciséis años, al menos, y después de los recientes perfeccionamientos alemanes, veinticinco años para formar los necesarios contingentes anuales? ¿Acaso la anexión de Alsacia y Lorena, que durante los últimos diecisiete años ha sido el factor principal determinante de toda la política de Europa, no es ahora también la causa fundamental de toda la crisis que entraña el peligro de guerra en el continente? ¡Suprímase nada más que esto, y la paz estará asegurada!
El burgués alsaciano, que habla el francés con una pronunciación alto alemana, ese petulante híbrido que hace alarde de francés, como si fuera un francés depura cepa, que mira a Goethe por encima del hombro y se entusiasma con Racine, pero que no puede deshacerse de la torturante conciencia de su secreto origen alemán y, precisamente por eso, tiene que hablar con desdén de todo lo alemán, de modo que no puede siquiera servir de intermediario entre Alemania y Francia, ese burgués alsaciano es, indudablemente, un individuo despreciable, ya sea un industrial de Mulhouse, ya un periodista de París. Pero ¿quién lo ha hecho así, sino la historia de Alemania de los últimos trescientos años? ¿Acaso no eran hasta hace poco tiempo casi todos los alemanes en el extranjero, sobre todo los comerciantes, como los alsacianos, que abjuraban de su origen alemán, que se sometían a toda clase de torturas para adoptar la nacionalidad extranjera de su nueva patria y se colocaban voluntariamente en la misma situación ridícula, al menos, que los alsacianos, los cuales se ven más o menos forzados a ello por las circunstancias? Por ejemplo, en Inglaterra, todos los comerciantes alemanes inmigrados entre 1815 y 1840 se asimilaron casi enteramente, hablaban entre sí casi exclusivamente en inglés e, incluso ahora, en la Bolsa de Manchester, se pueden ver no pocos viejos filisteos alemanes que darían la mitad de su fortuna por poder pasar por verdaderos ingleses. Sólo después de 1848 se produjeron ciertos cambios en este problema, y a partir de 1870, cuando un teniente de reserva llega a Inglaterra y Berlín envía allí su contingente, el servilismo anterior cede incluso lugar a la arrogancia prusiana, que nos hace no menos ridículos ante los ojos de los extranjeros.
¿Acaso, después de 1871, la reunificación con Alemania se hizo más atractiva para los alsacianos? Al contrario. Los sometieron a una dictadura, mientras que al lado, en Francia, regía la república. Se implantó en su provincia el importuno y pedante sistema prusiano de la Landrath, en comparación con la cual la injerencia administrativa de las llamadas prefecturas francesas, rigurosamente reglamentada por la ley, parecía de oro. Se puso pronto fin a los últimos restos de la libertad de prensa, del derecho de reunión y de asociación, se disolvió los recalcitrantes consejos municipales y se instaló en las funciones de alcaldes a burócratas alemanes. En cambio, se trató de agradar por todos los medios a los «notables», es decir, a los aristócratas y burgueses afrancesados completamente, protegiendo sus intereses explotadores contra los campesinos y los obreros de habla alemana, pero que no eran de mentalidad alemana, que constituían el único elemento con el que hubiera sido posible una tentativa de reconciliación. Y ¿qué se logró con eso? Pues, que en febrero de 1887, cuando toda Alemania se dejó intimidar y envió al Reichstag la mayoría del cartel (97) de Bismarck, Alsacia y Lorena eligieron nada más, que a franceses decididos, rechazando a todos los sospechosos de la más mínima simpatía hacia los alemanes.
Ahora bien, siendo los alsacianos como son, ¿tenernos derecho a indignarnos por eso? De ninguna manera. El que se opongan a la anexión es un hecho histórico que hay que explicar y no anular. Y aquí debemos preguntarnos: ¿cuántas faltas históricas graves habrá debido cometer Alemania para que fuese posible semejante estado de ánimo en Alsacia? Y ¿qué aspecto debe tener nuestro nuevo Imperio alemán, visto desde fuera, si después de diecisiete años de regermanización, los alsacianos se muestran unánimes al decirnos: dejadnos en paz? ¿Tenemos el derecho a pensar que dos campañas victoriosas y diecisiete años de dictadura de Bismarck bastan para acabar con todas las consecuencias de toda la bochornosa historia de tres siglos?
Bismarck había logrado su objetivo. Su nuevo Imperio prusiano-alemán había sido proclamado en Versalles, en la sala de gala de Luis XIV (98). Francia se hallaba desarmada a sus pies; la altanera ciudad de París, a la que ni él mismo se había atrevido a tocar, había sido llevada por Thiers a la insurrección de la Comuna y, luego, derrotada por los soldados del ex ejército imperial que regresaban del cautiverio. Todos los filisteos de Europa admiraban a Bismarck como no habían admirado a su modelo, a Luis Bonaparte, en los años 50. Con el apoyo de Rusia, Alemania se erigió en la primera potencia de Europa, y todo el poder en Alemania se hallaba concentrado en manos del dictador Bismarck. Ahora todo dependía de cómo sabría utilizar ese poder. Si hasta entonces había puesto en práctica los planes de unidad de la burguesía sin recurrir a los medios burgueses, sino a los bonapartistas, ahora ese problema estaba resuelto en cierta medida; tratábase de concebir planes propios y mostrar qué ideas era capaz de engendrar su propia cabeza. Y eso debía hacerse patente en la organización interior del nuevo Imperio.
La sociedad alemana consta de grandes propietarios de tierras, campesinos, burgueses, pequeños burgueses y obreros; todos ellos se agrupan, a su vez, en tres clases principales.
La gran propiedad rural se concentra en manos de unos cuantos magnates (sobre todo en Silesia) y de un número considerable de propietarios medios, que prevalecen en las viejas provincias prusianas al Este del Elba. Precisamente estos junkers prusianos predominan en toda la clase de los grandes propietarios de tierras. Son agricultores en la medida en que explotan sus fincas con ayuda de gerentes y, además, suelen ser, con mucha frecuencia, propietarios de destilerías y fábricas de azúcar de remolacha. En los casos en que ha sido posible, las tierras han pasado a pertenecer a las familias en concepto de mayorazgo. Los hijos menores van al ejército o a ocupar cargos en la administración civil; así, de esa pequeña nobleza terrateniente depende otra, aún más pequeña, de oficiales y funcionarios, cuyas filas crecen, además, a cuenta de los altos oficiales y funcionarios procedentes de la burguesía, a los que se conceden a montones títulos nobiliarios. En el límite inferior de esta ralea noble se forma, como es lógico, una numerosa nobleza de parásitos, el lumpenproletariado noble, que vive de deudas, juegos dudosos, indiscreciones, mendicidad y espionaje político. El conjunto de toda esa pandilla constituye el mundo de los junkers prusianos y viene a ser uno de los pilares principales del Estado prusiano. Pero, el núcleo terrateniente de estos junkers se asienta sobre una base muy precaria. El deber de mantener el tren de vida que corresponde a ese estado resulta cada día más caro; hace falta dinero para mantener a los hijos menores hasta que obtengan el grado de teniente o de asesor y para casar a las hijas; visto que ante el cumplimiento de estas obligaciones se relegan a segundo plano todas las otras consideraciones, no tiene nada de extraño que las rentas no sean suficientes y que haya que firmar letras de cambio o recurrir a la hipoteca. En una palabra, todo el mundo de los junkers se halla constantemente al borde del abismo: cualquier calamidad -guerra, mala cosecha o crisis comercial-le amenaza con la quiebra; por tanto, no tiene nada de asombroso que, a lo largo de los últimos cien años y pico, lo haya salvado de la ruina toda clase de ayuda del Estado; en efecto, sólo existe merced a la ayuda de éste. Es una clase que se mantiene artificialmente y está condenada a desaparecer; no hay ayuda del Estado qué pueda mantener su existencia durante mucho tiempo. Pero, con ella dejará de existir también el viejo Estado prusiano.
El campesino es, políticamente, un elemento poco activo. Mientras sigue siendo propietario se arruina más y más debido a las condiciones de producción desfavorables en la hacienda parcelaria campesina, privada de los antiguos pastizales comunales de la marca y de la comunidad, sin lo cual el campesino no tiene posibilidad de criar ganado. Como arrendatario, se encuentra en condiciones todavía peores. La pequeña explotación campesina implica más que nada la economía natural y se arruina en la economía monetaria. De ahí las crecientes deudas, la expropiación masiva por los acreedores hipotecarios y la necesidad de recurrir a industrias a domicilio únicamente para no perder su porción de tierra. En el aspecto político, el campesinado suele ser, en la mayoría de los casos, indiferente o reaccionario: ultramontano (99) en la región renana debido a su viejo odio a los prusianos; en otras zonas es particularista o conservador protestante. En esta clase, el sentimiento religioso sirve todavía de expresión de los intereses sociales o políticos.
De la burguesía hemos hablado ya. Desde 1848 ha experimentado un inaudito auge económico. Alemania tuvo una participación creciente en el colosal progreso de la industria después de la crisis comercial de 1847, progreso logrado merced al establecimiento de una línea de navegación a vapor transoceánica en esa época, merced a la enorme ampliación de la red ferroviaria y al descubrimiento de las minas de oro en California y en Australia. Precisamente el afán de la burguesía de suprimir los obstáculos provenientes de la división en pequeños Estados ante el comercio y de conseguir en el mercado mundial una situación igual a la de sus rivales extranjeros fue lo que dio impulso a la revolución de Bismarck. Ahora, cuando los miles de millones que pagaba Francia inundaban Alemania, para la burguesía comenzaba un nuevo período de febril actividad empresarial, y aquí, por vez primera, mediante la quiebra a escala nacional (100), Alemania mostró que era una gran nación industrial. A la sazón, la burguesía era económicamente la clase más poderosa de la población; el Estado tenía que someterse a sus intereses económicos; la revolución de 1848 le dio al Estado una forma constitucional exterior, en la que la burguesía podía ejercer también la dominación política y habituarse al ejercicio del poder. No obstante, estaba aún lejos del auténtico poder político. No había salido victoriosa del conflicto con Bismarck: la liquidación del conflicto mediante la revolución en Alemania desde arriba le mostró aún más claramente que, por el momento, el poder ejecutivo, en el mejor de los casos, dependía de ella muy poco e indirectamente, que no podía destituir ministros, ni influir en el nombramiento de los mismos, ni disponer del ejército. Además, era cobarde y débil frente a un poder ejecutivo enérgico; pero, los junkers eran iguales, y para ella eso era más perdonable dado el antagonismo económico directo entre ella y la revolucionaria clase obrera industrial. Sin embargo, no cabía la menor duda de que debía aniquilar poco a poco económicamente a los junkers y que, entre todas las clases poseedoras, ella era la única que tenía perspectivas en el porvenir.
La pequeña burguesía constaba, en primer lugar, de los restos de los artesanos medievales, que, en Alemania, atrasada durante mucho tiempo, eran mucho más numerosos que en los demás países de Europa Occidental; en segundo lugar, de burgueses arruinados y, en tercer lugar, de elementos de la población desheredada que habían llegado a ser pequeños comerciantes. Con la expansión de la gran industria, la existencia de toda la pequeña burguesía perdía lo que le quedaba de su estabilidad; los cambios de ocupación y las quiebras periódicas se erigieron en regla. Esta clase antes tan estable, núcleo fundamental de los filisteos alemanes, que llevaba antes una vida tan acomodada y se distinguía por su domesticidad, servilismo, devoción y honorabilidad, se hundió hasta llegar a un estado de completa confusión y de descontento con la suerte que Dios le había deparado. De los artesanos que quedaban, unos exigían a voz en cuello la restauración de los privilegios corporativos, otros se convertían parcialmente en dóciles demócratas progresistas (101) y parcialmente se acercaban hasta a los socialdemócratas y se adherían directamente, en ciertos casos, al movimiento obrero.
Finalmente, los obreros. Los obreros agrícolas, al menos los del Este de Alemania, se hallaban aún en dependencia semiservil y no estaban en condiciones de responder de sus actos. En cambio, entre los obreros de la ciudad, la socialdemocracia progresó rápidamente y creció a medida que la gran industria fue proletarizando a las masas populares y agravando de este modo al extremo la oposición de clase entre capitalistas y obreros. Si los obreros Socialdemócratas estaban todavía escindidos en dos partidos (102) rivales, después de la aparición de El Capital de Marx, las divergencias de principio entre dichos partidos desaparecieron casi enteramente. El lassalleanismo de estricta observancia, con su específica reivindicación de «cooperativas de producción subvencionadas por el Estado», se fue reduciendo paulatinamente a la nada, revelando cada vez más su incapacidad de crear el núcleo de un partido obrero bonapartista-socialista estatal. Las faltas que unos jefes habían cometido en este aspecto fueron corregidas por el sano sentido común de las masas. La unificación de las dos tendencias socialdemócratas, que se retrasaba casi exclusivamente debido a cuestiones personales, estaba asegurada para un futuro próximo. Pero ya en la época de la escisión y a despecho de la misma, el movimiento era bastante poderoso para infundir pavor a la burguesía industrial y para paralizarla en su lucha contra el gobierno, todavía independiente de ella; por lo demás, después de 1848, la burguesía alemana no ha podido ya desembarazarse del fantasma rojo.
Esa división en clases era la base de la división en partidos en el Parlamento y los landtags. Los grandes propietarios de tierras y una parte de los campesinos formaban la masa de conservadores; la burguesía industrial constituía el ala derecha del liberalismo burgués, los liberales nacionales; el ala de izquierda –el Partido Demócrata debilitado o, como lo llamaban, Partido Progresista– constaba de pequeños burgueses, apoyados por una parte de la burguesía, como también de obreros. Finalmente, los obreros tenían su propio partido, el Socialdemócrata, al que pertenecía también la pequeña burguesía.
Un hombre en la situación de Bismarck y con el pasado de Bismarck debiera haberse dicho, al comprender en alguna medida el estado de las cosas, que los junkers, tal y como eran, no formaban una clase viable, que, de todas las clases poseedoras, sólo la burguesía podía pretender a un porvenir, y que, por consecuencia (hacemos abstracción de la clase obrera, pues no pensamos pedir a Bismarck que comprenda su misión histórica), su nuevo Imperio prometía tener una existencia tanto más segura cuanto más preparase su transformación paulatina en un Estado burgués moderno. No le vamos a pedir lo que en aquellas condiciones concretas le era imposible. No era posible ni oportuno pasar a la sazón inmediatamente a la forma de gobierno parlamentario, con un Reichstag dotado de poder decisivo (como la Cámara de los Comunes en Inglaterra); la dictadura de Bismarck ejercida en forma parlamentaria debía aún parecerle a él mismo necesaria; no le reprochamos en absoluto el haberla conservado en los primeros tiempos; únicamente preguntamos ¿con qué fin había que emplearla? Difícilmente se dudará de que la única vía que permitía asegurar al nuevo Imperio una base sólida y una evolución interior tranquila consistía en preparar un régimen que correspondiese al de la Constitución inglesa. Parecía que, con abandonar la mayor parte de los junkers, condenados inevitablemente a la ruina, a su ineludible suerte, era todavía posible formar con la parte restante y con los nuevos elementos una clase de grandes propietarios de tierra independientes, clase que sólo sirviese de fleco ornamental de la burguesía; una clase a la que la burguesía, incluso en plena posesión de su poder, debía entregar la representación oficial en el Estado, y con ello los puestos más rentables y una influencia muy grande. Al hacer concesiones políticas a la burguesía, que con el tiempo igual no se le podría negar (al menos así debían pensar las clases poseedoras), al hacerle esas concesiones paulatinamente e incluso muy de tarde en tarde y en pequeñas dosis, se podría, por lo menos, encauzar el nuevo Imperio por un camino que permitía alcanzar los otros Estados occidentales de Europa, que la habían adelantado mucho en el aspecto político, liberarse, finalmente, de los últimos vestigios del feudalismo y de la tradición filistea, todavía muy fuerte en los medios burocráticos y, lo que era lo principal, adquirir la capacidad de mantenerse en sus propios pies cuando sus fundadores, ya nada jóvenes, entregasen el alma a Dios.
Además, eso no era tan difícil. Los junkers y los burgueses no tenían energía, ni siquiera media. Los primeros lo habían probado en los últimos sesenta años, cuando el Estado no cesaba de adoptar medidas en beneficio de ellos, pese a la oposición de estos Don Quijotes. La burguesía, a la que la larga historia anterior había acostumbrado a la docilidad, se resentía aún mucho del conflicto; desde entonces, los éxitos de Bismarck quebrantaron todavía más la fuerza de su resistencia, mientras que el miedo ante el movimiento obrero creciente de una manera amenazadora hizo el resto. En esas condiciones, a un hombre que había hecho realidad las aspiraciones nacionales de la burguesía no le costaría trabajo invertir el tiempo que le diese la gana para satisfacer sus aspiraciones políticas, muy modesta en general ya de por sí. Lo único que necesitaba era tener una idea clara del objetivo.
Desde el punto de vista de las clases poseedoras, era ese el único camino razonable. Desde el punto de vista de la clase obrera, estaba claro que era ya demasiado tarde para instaurar un poder burgués duradero. La gran industria y con ella la burguesía y el proletariado, se constituyeron en Alemania en una época en que la burguesía y el proletariado podían, casi al mismo tiempo, presentarse cada uno por su cuenta en el escenario político, en que, por consiguiente, la lucha entre las dos clases había comenzado ya antes de haber la burguesía conquistado el poder político exclusivo o predominante. Pero, si hasta era ya demasiado tarde para un poder firme y tranquilo de la burguesía en Alemania, la mejor política todavía en 1870, desde el punto de vista de las clases poseedoras en general, era el rumbo hacia ese poder de la burguesía. En efecto, sólo así se podían eliminar las innumerables supervivencias de los tiempos del feudalismo putrefacto, que seguían pululando en la legislación y la administración; sólo así se podía aclimatar gradualmente en suelo alemán el conjunto de los resultados de la Gran Revolución francesa, en una palabra, cortar a Alemania su vieja y larguísima trenza china y llevarla consciente y definitivamente a la vía de la evolución moderna, poner sus condiciones políticas a tono con las industriales. Y cuando, en lo sucesivo, se desplegase la lucha inevitable entre la burguesía y el proletariado, ésta transcurriría, al menos, en condiciones normales, en las que cada cual podría ver de qué se trataba, y no en un ambiente de confusión y oscuridad, de entrelazamiento de intereses y de perplejidad que observamos en Alemania en 1848, con la única diferencia de que, esa vez, la perplejidad abarcaba exclusivamente a las clases poseedoras, ya que la clase obrera sabe lo que quiere.
Como estaban las cosas en 1871 en Alemania, un hombre como Bismarck hubo de aplicar, efectivamente, una política de maniobra entre las distintas clases. Aquí no se le puede reprochar nada en absoluto. Trátase sólo de saber qué objetivo se planteaba esa política. Si marchaba consciente y resueltamente, no importa a qué ritmo, hacia la instauración, en fin de cuentas, del poder de la burguesía, respondía a la evolución histórica en la medida en que era, en general, posible desde el punto de vista de las clases poseedoras. Si en cambio, marchaba hacia el mantenimiento del viejo Estado prusiano, hacia la prusificación paulatina de Alemania, era reaccionaria y, en fin de cuentas, estaba condenada al fracaso. Si no se planteaba más que conservar el poder de Bismarck, era bonapartista y debía acabar como todo bonapartismo.
***
La tarea siguiente era la Constitución del Imperio. Como material se tenía, de una parte, la Constitución de la Confederación Germánica del Norte y, de otra, los tratados con los Estados alemanes del Sur (103). Los factores, con ayuda de los cuales Bismarck debía crear la Constitución eran, por una parte, las dinastías representadas en el Consejo federal y, por otro, el pueblo representado en el Reichstag. En la Constitución de Alemania del Norte y en los tratados se puso un límite a las pretensiones de las dinastías. El pueblo, al contrario, podía pretender a una participación considerablemente mayor en el poder político. Había ganado en los campos de batalla la independencia, en cuanto a la intervención extranjera en los asuntos interiores y la unificación de Alemania, en la medida en que se podía hablar de unificación, y precisamente él debía decidir, en primer término, el uso que cabía dar a esa independencia y el modo de realizar y utilizar concretamente esa unificación. E incluso si el pueblo reconocía las bases del derecho incluidas ya en la Constitución de la Confederación Germánica del Norte y en los tratados, ello no era óbice en absoluto para conseguir con la nueva Constitución una participación en el poder mayor que con la precedente. El Reichstag era la única institución que representaba, de hecho la nueva «unidad». Cuanto mayor peso adquiría la voz del Reichstag, cuanto más independiente era la Constitución del Imperio respecto de las constituciones particulares de las tierras, tanto mayor debía ser la cohesión del nuevo Imperio, tanto más debían fundirse en el alemán el bávaro, el sajón y el prusiano.
Para cualquiera que viese más allá de la punta de su nariz eso debía estar completamente claro. Pero, Bismarck tenía otra opinión. Se servía, al contrario, de la embriaguez patriótica, que se había intensificado después de la guerra, precisamente para lograr que la mayoría del Reichstag renunciase tanto a toda ampliación como hasta a la definición clara de los derechos del pueblo y que se limitase a restituir simplemente en la Constitución del Imperio la base jurídica de la Constitución de la Confederación Germánica del Norte y de los tratados. Todas las tentativas de los pequeños partidos de expresar en la Constitución los derechos del pueblo a la libertad fueron rechazadas, hasta la propuesta del centro católico acerca de la inclusión de los artículos de la Constitución prusiana referentes a la garantía de la libertad de prensa, de reunión y de asociación y a la independencia de la Iglesia. De este modo, la Constitución prusiana, cercenada dos o tres veces, era más liberal aún que la Constitución del Imperio. Los impuestos no se votaban anualmente, sino que se establecían de una vez y para siempre, «por la ley», así que quedaba descartada para el Reichstag la posibilidad de rechazar la aprobación de los mismos. De esta manera se aplicó a Alemania la doctrina prusiana, incomprensible en el mundo constitucional no alemán, según la cual los representantes del pueblo sólo tenían el derecho en el papel a rechazar los gastos, mientras que el gobierno recogía en su saco los ingresos en moneda contante y sonante. Sin embargo, a la vez que se privaba al Reichstag de los mejores medios de poder y se le reducía a la humilde posición de la Cámara prusiana, quebrantada por las revisiones de 1849 y de 1850, por la camarilla de Manteuffel, por el conflicto y por Sadowa, el Consejo federal dispone, en lo fundamental, de toda la plenitud de poder que poseía nominalmente la antigua Dieta federal y dispone de esa plenitud de hecho, ya que se ve libre de las trabas que paralizaban la Dieta federal. El Consejo federal, además de tener un voto decisivo en la legislación, a la par que el Reichstag, es, a la vez, la máxima instancia administrativa, puesto que promulga decretos sobre la aplicación de las leyes del Imperio y, además, adopta acuerdos sobre «las deficiencias que surgen al poner en práctica las leyes del Imperio…», es decir, de las deficiencias que en otros Estados civilizados sólo pueden ser eliminadas mediante una nueva ley (artículo 7, § 3, que recuerda mucho un caso de conflicto jurídico).
Así, Bismarck no procuraba apoyarse principalmente en el Reichstag, que representa la unidad nacional, sino en el Consejo federal, que representa la dispersión particularista. No tuvo el valor, a pesar de que se hacía pasar por un portavoz de la idea nacional, de ponerse realmente al frente de la nación o de los representantes de ésta; la democracia debía servirle a él, y no él a la democracia; Bismarck no se fiaba en el pueblo, sino más bien en las intrigas de entre bastidores, en su habilidad de amañarse, con ayuda de medios diplomáticos, de la miel y del látigo, una mayoría, aunque recalcitrante, en el Consejo federal. La estrechez de concepción y la mezquindad de criterio que se revelan aquí responden perfectamente al carácter de ese señor tal y como lo hemos conocido hasta ahora. Sin embargo, no debe asombrarnos el que sus grandes éxitos no le hayan ayudado a situarse aunque no fuese más que por un instante por encima de su propio nivel.
Sea como fuere, todo se redujo a dar a la Constitución del Imperio un eje único y fuerte, es decir, el canciller del Imperio. El Consejo federal debía llegar a ocupar una posición que hiciese imposible otro poder ejecutivo responsable que no fuese el del canciller del Imperio y, en virtud de ello, descartase la posibilidad de existencia de ministros responsables del Imperio. En efecto, todo intento de organizar la administración del Imperio mediante la Constitución de un ministerio responsable se entendía como un atentado a los derechos del Consejo federal y tropezaba con una resistencia insuperable. Como se advirtió pronto, la Constitución estaba «hecha a la medida» de Bismarck. Significaba un paso más por el camino de su poder dictatorial mediante el balanceo entre los partidos en el Reichstag y entre los Estados particularistas en el Consejo federal, significaba un paso más por el camino del bonapartismo.
Por lo demás, no se puede decir que la nueva Constitución del Imperio, sin contar algunas concesiones a Baviera y a Wurtemberg, sea un paso directamente atrás. Pero eso es lo mejor que se puede decir de ella. Las necesidades económicas de la burguesía fueron satisfechas en lo esencial, y ante sus pretensiones políticas, por cuanto las presentaba todavía, se levantaron las mismas barreras que en el período del conflicto.
¡Por cuanto la burguesía presentaba aún pretensiones políticas! En efecto, es incontestable que esas pretensiones se reducían en boca de los liberales nacionales a proporciones muy modestas y disminuían cada día. Estos señores, muy lejos de pretender que Bismarck les diese facilidades de colaborar con él, aspiraban más bien agradarle donde fuese posible y, con frecuencia, incluso donde no lo era ni debía serlo. Nadie reprocha a Bismarck el despreciarlos, pero ¿acaso los junkers habían sido siquiera un pelo mejores o más valientes?
El dominio siguiente, en el que había que instaurar la unidad del Imperio, la circulación monetaria, fue puesto en orden por las leyes promulgadas de 1873 a 1875 sobre la moneda y los bancos. El establecimiento del patrón de oro ha sido un progreso significativo, pero se ha llevado a cabo lentamente y con muchas vacilaciones, y no cuenta incluso ahora con una base bastante firme. El sistema monetario adoptado, en el que se ha tomado como base bajo el nombre de marco el tercio de tálero, admitido con división decimal, fue propuesto ya a fines de los años 30 por Soetbeer; de hecho, la unidad era la moneda de veinte marcos de oro. Cambiando de un modo casi imperceptible el valor de la misma se podría hacerla equivalente, ya bien al soberano inglés, ya bien a la moneda de 25 francos de oro, ya bien a la de cinco dólares de oro norteamericanos e incorporarse de este modo a uno de los tres sistemas monetarios principales del mercado mundial. Sin embargo se prefirió crear un sistema monetario propio, dificultando sin necesidad el comercio y los cálculos de las cotizaciones. Las leyes sobre el papel moneda del Imperio y los bancos limitaban la especulación en títulos de los pequeños Estados y sus bancos y, vista la quiebra que se produjo mientras tanto, procedían con cierta cautela perfectamente justificable para Alemania, todavía carente de experiencia en este dominio. También aquí, los intereses económicos de la burguesía se tuvieron debidamente en cuenta.
Finalmente había que implantar una legislación única en la esfera de la justicia. La resistencia de los Estados medios a la extensión de la competencia del Imperio al derecho civil material fue superada, pero el código civil está todavía en fase de elaboración, mientras que la ley penal, el procedimiento penal y civil, el derecho comercial, la legislación sobre las quiebras y la organización judicial obedecen ya a un modelo uniforme. La supresión de las normas jurídicas materiales y formales abigarradas de los pequeños Estados era ya, de por sí, una necesidad imperiosa del continuo progreso de la sociedad burguesa y constituye también el principal mérito de las nuevas leyes, mucho mayor que su contenido.
El jurista inglés se apoya en un pasado jurídico que ha salvado, a través de la Edad Media, una buena parte de la antigua libertad germánica, que ignora el Estado policiaco, estrangulado ya en su embrión por las dos revoluciones del siglo XVII, y ha alcanzado su apogeo en dos siglos de desarrollo continuo de la libertad civil. El jurista francés se apoya en la Gran Revolución que, después de acabar con el feudalismo y la arbitrariedad policíaca absolutista tradujo las condiciones de vida económica de la sociedad moderna recién nacida al lenguaje de las normas jurídicas en su clásico código proclamado por Napoleón. Y ¿cuál es, pues, la base histórica en que se apoyan nuestros juristas alemanes? Nada más que el proceso de descomposición secular y pasivo de los vestigios de la Edad Media, acelerado en su mayor parte por golpes desde fuera y que, todavía hoy, no ha terminado; una sociedad económicamente atrasada, en la que el junker feudal y el maestro de un gremio andan como fantasmas en busca de nuevo cuerpo para encarnarse; una situación jurídica, en el que, la arbitrariedad policíaca -habiendo desaparecido en 1848 la justicia secreta de los príncipes abre todavía una hendedura tras otra. De estas escuelas, peores de las peores, salieron los padres de los nuevos códigos del Imperio, y la obra ha salido al estilo de la casa. Sin hablar ya del aspecto puramente jurídico, la libertad política se las ha visto negras en esos códigos. Si los tribunales de regidores (104) dan a la burguesía y la pequeña burguesía la posibilidad de participar en la obra de refrenar a la clase obrera, el Estado se protege en la medida de lo posible contra el peligro de una oposición burguesa renovada limitando la competencia de los tribunales de jurados. Los puntos políticos del código penal son en muchos casos tan indefinidos y elásticos como si estuvieran cortados a la medida del actual tribunal del Imperio, y éste, a la de aquéllos. De suyo se entiende que esos nuevos códigos son un paso adelante en comparación con el derecho civil prusiano, código que ni siquiera Stöcker podría fabricar hoy algo más siniestro aunque lo castrasen. Pero, las provincias que han conocido hasta ahora el derecho francés sienten mucho la diferencia entre la copia descolorida y el original clásico. Y precisamente la renuncia de los liberales nacionales a su programa hizo posible este reforzamiento del poder estatal a cuenta de las libertades civiles, ese auténtico primer paso atrás.
Cabe mencionar, además, la ley de prensa promulgada por el Imperio. El código penal ya había reglamentado en lo esencial el derecho material en todo lo referente a este problema; trátase del establecimiento de disposiciones formales idénticas para todo el Imperio, la supresión de las cauciones y los derechos de timbre que subsistían aún en unos u otros lugares, que constituían el principal contenido de esa ley y, a la vez, el único progreso logrado en este dominio.
A fin de que Prusia pudiese presentarse una vez más como un Estado modelo se implantó en ella la llamada administración autónoma. Tratábase de suprimir los más chocantes vestigios de feudalismo y, al propio tiempo, dejar en lo posible las cosas como estaban. Para eso sirvió la ordenanza de los distritos (105). El poder policiaco de los señores junkers en sus fincas era ya un anacronismo. Había sido abolido en cuanto a la designación, como privilegio feudal, pero restaurada en cuanto al fondo, al crearse los distritos rurales autónomos [Gutsbezirke], dentro de los cuales el propietario es, ya personalmente, el prepósito [Gutsvorsteher] con atribuciones de preboste rural [landlicher Gemeindevorsteher], ya el que nombra a semejante prepósito; este poder de los junkers fue restaurado de hecho también merced a la transferencia de todo el poder policial y de toda la jurisdicción policial dentro del distrito administrativo [Amtsbezirk] al jefe de distrito [Amtsvorsteher], que en el campo ha sido casi siempre un gran propietario de tierra; bajo su férula se hallaban, por tanto, las comunidades rurales. Fueron abolidos los privilegios feudales de los particulares, pero la plenitud de poder ligada a ello fue dada a la clase entera. Con ayuda de semejante escamoteo, los grandes propietarios de tierra ingleses se transformaron en jueces de paz, en amos y señores de la administración rural, de la policía y de los organismos inferiores de la jurisdicción, asegurándose de este modo, bajo un título nuevo, modernizado, el continuo usufructo de todos los puestos de poder esenciales que ya no podían mantener en sus manos bajo la vieja forma feudal. Pero ésa es la única similitud entre la «administración autónoma» alemana y la inglesa. Quisiera yo ver al ministro inglés que se atreviese proponer al Parlamento que los funcionarios elegidos para cargos administrativos locales necesitasen ser aprobados por el gobierno, que, en caso de voto de oposición, el gobierno pudiese imponer los suplentes, que se instituyeran los cargos de funcionarios del Estado con las atribuciones de los Landraths prusianos, de miembros de administraciones de distrito y de oberpresidentes; proponer la injerencia de la administración estatal, prevista en la ordenanza de los distritos, en los asuntos interiores de las comunidades, los distritos y las comarcas; proponerla supresión del derecho de recurrir a los tribunales, tal y como se dice casi en cada página de la ordenanza de los distritos, completamente inaudito en los países de habla inglesa y de derecho inglés. Y mientras las asambleas de distrito y las provinciales constan siempre, a la manera feudal antigua, de representantes de tres estamentos -los grandes propietarios de tierras, las ciudades y las comunidades rurales-, en Inglaterra, hasta el gobierno más archiconservador presenta un proyecto de ley acerca de la entrega de toda la administración de los condados a organismos mediante un sufragio casi universal (106).
El proyecto de ordenanza de los distritos para las seis provincias orientales (1871) fue la primera prueba de que Bismarck no pensaba disolver la Prusia en Alemania, sino que, al contrario, se disponía a reforzar más aún este baluarte del viejo prusianismo, es decir, estas seis provincias. Los junkers han conservado, bajo otro nombre, todos los poderes esenciales, que les aseguran su dominación, mientras que los ilotas de Alemania, los obreros agrícolas de estas regiones, tanto los domésticos, como los jornaleros, siguen, en realidad, bajo el régimen de la servidumbre, lo mismo que antes, siendo admitidos a cumplir sólo dos funciones públicas: ser soldados y servir de ganado de votación a los junkers durante las elecciones al Reichstag. El servicio que Bismarck ha prestado con eso al partido revolucionario socialista es inexpresable y merece toda clase de agradecimiento.
Ahora bien, ¿qué cabe decir de la estupidez de los señores junkers, que, igual que los niños mal educados, patalean protestando contra esta ordenanza de los distritos, implantada exclusivamente en beneficio suyo, en aras de mantener sus privilegios feudales disimulados con una denominación ligeramente modernizada? La Cámara prusiana de los señores, mejor dicho, la Cámara de los junkers, comenzó por rechazar el proyecto, al que se estuvo dando largas durante casi un año, y no lo aceptó hasta que no sobrevino una «hornada» de 24 «señores» nuevos. Los junkers prusianos volvieron amostrar que eran unos reaccionarios mezquinos, empedernidos, incurables, incapaces de formar el núcleo de un gran partido independiente que asumiese un papel histórico en la vida de la nación, como lo hacen en realidad los grandes propietarios de tierras ingleses. Con eso han confirmado la ausencia completa de juicio; a Bismarck no le quedaba más que hacer patente ante el mundo entero que tampoco tenían carácter, y una pequeña presión ejercida con habilidad los trasformó en partido de Bismarck sans phrase. Y para eso debía servir el Kulturkampf.
La ejecución del plan imperial prusiano-alemán debía producir, como contragolpe, la agrupación en un partido de todos los elementos antiprusianos que se basaban en el anterior desarrollo aparte. Estos elementos de todo pelaje hallaron una bandera común en el ultramontanismo. La rebelión del sentido común humano, hasta entre los numerosos católicos ortodoxos, contra el nuevo dogma de la infalibilidad del papa, por una parte, y, por otra, la supresión de los Estados de la Iglesia y el pretendido cautiverio del papa en Roma (107) obligaron a todas las fuerzas militantes del catolicismo a unirse más estrechamente. Así, ya durante la guerra, en otoño de 1870, en el Landtag prusiano se constituyó el partido específicamente católico del centro; ese partido entró en el primer Reichstag alemán (1871) nada más que con 57 representantes, aumentando ese número con cada nueva elección hasta pasar de 100. Constaba delos elementos más diversos. En Prusia, formaban su fuerza principal los pequeños campesinos renanos, que se consideraban todavía como «prusianos por la fuerza»; luego estaban los terratenientes y los campesinos de los obispados westfalianos de Münster y Paderborn y de la Silesia católica. El otro contingente importante procedía de entre los católicos del Sur, sobre todo de entre los bávaros. Sin embargo, la fuerza del centro no consistía tanto en la religión católica cuanto en que expresaba las antipatías de las masas populares hacia todo lo específicamente prusiano, que pretendía ahora a la dominación en Alemania. Esta antipatía era particularmente sensible en las zonas católicas; al propio tiempo se advertía la simpatía respecto de Austria, que había sido expulsada de Alemania. De acuerdo con estas dos corrientes populares, el centro ocupó una posición resueltamente particularista y federalista.
Este carácter esencialmente antiprusiano del centro fue advertido inmediatamente por las otras fracciones pequeñas del Reichstag que estaban en contra de Prusia por razones locales, y no de carácter nacional y general, como los socialdemócratas. No sólo los católicos –polacos y alsacianos–, sino hasta los protestantes welfos (108) se aliaron estrechamente al partido del centro. Y, aunque las minorías burguesas liberales jamás habían comprendido el auténtico carácter de los llamados ultramontanos, mostraron que, no obstante, tenían cierta idea del estado real de las cosas al dar al centro el título de «sin patria» y «enemigo del Imperio»… (109).
Escrito a fines de diciembre de 1887-marzo de 1888. Publicado por vez primera en la revista Die Neue Zeit, Bd. I, Nº 22-26, 1895-1896. Se publica de acuerdo con el manuscrito. Traducido del alemán.
NOTAS:
(1) La presente obra constituye el cuarto capítulo del folleto ideado, pero no terminado por Engels El papel de la violencia en la historia. Los tres primeros capítulos del trabajo debían constituir, en forma revisada, los capítulos de la sección segunda de Anti-Dühring, unidos por el título común La teoría de la violencia. Engels tenía intención de someter en el folleto a un análisis crítico toda la política de Bismarck y mostrar en el ejemplo de la historia de Alemania después de 1848 la justedad de las conclusiones teóricas sacadas en Anti-Dühring acerca de la relación mutua entre la economía y la política. El capítulo no fue terminado. Engels analiza en él el desarrollo de Alemania hasta 1888.
En la obra El papel de la violencia en la historia Engels da una clara definición de las posibles vías de la unificación de Alemania, explicando las causas que condicionaron su unión «desde arriba», bajo la hegemonía de Prusia. Al señalar el carácter progresivo del propio hecho de la unificación, a pesar de haberse operado por esta vía, Engels pone al desnudo, al mismo tiempo, la limitación histórica y el carácter bonapartista de la política de Bismarck, que condujo, en última instancia, a la formación en Alemania de un Estado policíaco, a la prepotencia de los junkers, al crecimiento del militarismo. Engels desenmascara la ambigüedad y la cobardía de la burguesía prusiana, incapaz de defender hasta el fin sus propios intereses y conseguir la liquidación completa de las supervivencias feudales. Engels critica acerbamente la política militar belicosa de las clases dominantes de Alemania, que encontró su expresión más nítida en el saqueo de Francia en 1871 y en la anexión de la Alsacia y Lorena. Al analizar el estado interior del Imperio alemán y la distribución de las fuerzas de clase en él, poniendo de manifiesto las contradicciones interiores que le eran inherentes desde el momento mismo de la fundación, sus aspiraciones militaristas y agresivas, Engels llega a la conclusión de la inevitabilidad de su bancarrota. Del trabajo de Engels se deduce con toda evidencia que en Alemania una sola clase, el proletariado, puede pretender al papel de portavoz de los intereses realmente de todo el pueblo.
(2) En el Congreso de Viena (1814-1815), Austria, Inglaterra y Rusia, tras la derrota de Francia, rehicieron el mapa de Europa con el fin de restaurar las monarquías «legítimas» en contra de los intereses de la reunificación nacional e independencia de los pueblos.
(3) Nota de la Editorial (Progreso).
(4) Dieta federal: órgano central de la Confederación Germánica (creada a base de la decisión del Congreso de Viena del 8 de junio de 1815; era una unión de Estados feudales absolutistas alemanes); se reunía en Francfort del Meno y era un instrumento de la política reaccionaria de los gobiernos alemanes. En 1848-1849 suspendió su actividad debido al desmoronamiento de la Confederación, reanudándola en 1850, cuando la Confederación Germánica fue restaurada. Esta dejó de existir definitivamente durante la guerra austro-prusiana de 1866.
(5) «Año loco» («das tolle Jahr»): así denominaban algunos literatos e historiadores reaccionarios alemanes el año 1848. La expresión pertenece al escritor Ludwig Bechstein, quien publicó en 1833 una novela de este título dedicada a los disturbios en Erfurt en 1509.
(6) Se trata de la influencia que ejerció en el desarrollo del comercio internacional el descubrimiento de nuevos placeres de oro en California en 1848 y en Australia en 1851.
(7) Glosa marginal de Engels, a lápiz: «Weert» (Nota de la Editorial, Progreso).
(8) Los festejos de Wartburg fueron organizados por las organizaciones estudiantiles alemanas (los burschenschafts) el 18 de octubre de 1817 en relación con el 300 aniversario de la Reforma y el 4 aniversario de la batalla de Leipzig. La fiesta se transformó en una manifestación de los estudiantes de tendencias oposicionistas contra el régimen reaccionario de Metternich y por la unidad de Alemania.
(9) Ambas citas han sido tomadas de la poesía de C. Hinkel La canción de la Unión. (Nota de la Editorial, Progreso).
(10) La fiesta de Hambach: manifestación política del 27 de mayo de 1832 cerca del castillo de Hambach en el Palatinado bávaro, organizada por los representantes de la burguesía liberal y radical alemana. Los participantes de la fiesta llamaban a la unidad de todos los alemanes contra los príncipes alemanes en nombre de la lucha por las libertades burguesas y transformaciones constitucionales.
(11) De la poesía de E. M. Arndt Des Deutschen Vaterland. (Nota de la Editorial, Progreso).
(12) Hoffman von Fallersleben, Lied der Deutschen, («Desde el Mosa hasta Memel, desde el Adigio hasta el Belt, Alemania, Alemania por encima de todo, por encima de todo en el mundo»). (Nota de la Editorial, Progreso).
(13) Véase la poesía de E. M. Arndt Des Deutschen Vaterland. (N. de la Editorial, Progreso).
(14) La guerra de los Treinta años (1618-1648): guerra europea provocada por la lucha entre los protestantes y católicos. Alemania fue el teatro principal de esta lucha, objeto de saqueo militar y de pretensiones anexionistas de los participantes en la guerra. Esta se acabó en 1648 con la paz de Westfalia que refrendó el fraccionamiento político de Alemania.
(15) Glosa marginal de Engels, a lápiz: «Paz de Westfalia y paz de Teschen». (Nota de la Editorial, Progreso.)
La paz de Teschen: tratado de paz entre Austria, por una parte, y Prusia y Sajonia, por otra, firmado en Teschen el 24 de mayo de 1779, que concluyó la Guerra de la Herencia bávara (1778-1779). De acuerdo con ese tratado, Prusia y Austria recibieron porciones del territorio bávaro, y Sajonia, una compensación en metálico. Rusia intervino como intermediario en la conclusión del tratado, siendo, junto con Francia, garante del mismo.
(16) La llamada diputación imperial era una comisión de representantes del Imperio alemán, elegida por la Dieta imperial en octubre de 1801. Después de prolongadas discusiones y bajo la presión de los representantes de Francia y Rusia (que concertaron en octubre de 1801 un convenio secreto sobre la regulación de las cuestiones territoriales en las regiones renanas de Alemania en favor de la Francia napoleónica), adoptó el 25 de febrero de 1803 la decisión de suprimir 112 Estados alemanes y entregar una parte considerable de sus posesiones a Baviera, Wurtemberg, Baden y Prusia.
(17) En el manuscrito se lee la siguiente glosa de Engels hecha a mano: «Alemania-Polonia». (Nota de la Editorial, Progreso).
(18) Se alude a la discusión y aprobación por la Dieta imperial, órgano supremo del Sacro Imperio Romano Germánico, que constaba de representantes de los Estados alemanes, de la decisión impuesta por Francia y Rusia acerca de la regulación de las cuestiones territoriales en la Alemania renana. Desde 1663, la Dieta imperial se reunía en Ratisbona.
(19) La guerra de Crimea fue una comedia colosal única de errores, en la que uno se preguntaba ante cada escena nueva: ¿quién será ahora el engañado? Pero la comedia costó inestimables recursos y más de un millón de vidas humanas. Apenas comenzó la lucha, Austria entró en los principados danubianos; los rusos se replegaron frente a ella y, por tanto, mientras Austria permanecía neutral, una guerra contra Turquía en la frontera terrestre de Rusia era imposible. Pero se podía tener a Austria como aliada en una guerra en las fronteras rusas sólo en el caso de que la guerra se librase en serio con el fin de restaurar Polonia y de hacer retroceder para mucho tiempo la frontera occidental de Rusia. Entonces, Prusia, a través de la cual Rusia recibía aún todas las mercancías importadas, se vería obligada a adherirse; Rusia se encontraría bloqueada tanto por tierra como por mar y habría de sucumbir rápidamente. Pero no era ésa la intención de los aliados. Al contrario, ellos se sentían felices de haber descartado todo peligro de una guerra seria. Palmerston aconsejó trasladar el teatro de operaciones a Crimea, lo que deseaba la propia Rusia, y Luis Napoleón lo consintió de muy buen grado.
En Crimea, la guerra sólo podía ser una apariencia de guerra, y en tal caso todos los participantes principales quedarían satisfechos. Pero, el emperador Nicolás se metió en la cabeza la idea de que era necesario librar en ese teatro una guerra seria, habiendo olvidado que, si bien era un terreno propicio para una apariencia de guerra, no lo era para una guerra de verdad. Lo que constituía la fuerza de Rusia en la defensa -la enorme extensión de su territorio poco poblado, impracticable y pobre en recursos de abastecimiento- se volvía en contra de ella en una guerra ofensiva, y eso no se manifestaba en ninguna parte con más fuerza que precisamente en la dirección de Crimea. Las estepas de la Rusia meridional, que debían ser la sepultura de los agresores, se convirtieron en sepultura de los ejércitos rusos que Nicolás lanzaba unos tras otros con estúpida brutalidad contra Sebastopol hasta la mitad del invierno. Y cuando la última columna, formada de prisa y corriendo, pertrechada a duras penas, miserablemente abastecida, perdió en el camino dos tercios de sus efectivos (batallones enteros sucumbían en las tempestades de nieve), cuando el resto del ejército no era ya capaz de expulsar al enemigo del suelo ruso, el cabeza de chorlito de Nicolás perdió miserablemente el ánimo y se envenenó. Desde este momento, la guerra volvió a ser una guerra ficticia y se marchó hacia la conclusión de la paz.
(20) Engels emplea aquí la expresión: «Mehrer des Reiches», que era parte del título de los emperadores del Sacro Imperio Romano en la Edad Media (Nota de la Editorial, Progreso).
(21) Engels alude a la conclusión en París, el 3 de marzo (19 de febrero) de 1859, de un tratado secreto entre Rusia y Francia, en virtud del cual Rusia prometía ocupar la posición de favorable neutralidad en caso de guerra entre Francia y Cerdeña, por una parte, y Austria, por otra. De su parte, Francia prometió plantear la cuestión de la revisión de los artículos del tratado de paz de París de 1856 que limitaban la soberanía de Rusia en el Mar Negro.
(22) Trátase del golpe de Estado organizado por Luis Bonaparte el 2 de diciembre de 1851, que dio comienzo al régimen bonapartista del Segundo Imperio.
(23) Engels alude a los hechos siguientes de la biografía de Luis Bonaparte: deseando ganarse popularidad, éste trataba de granjearse la confianza de distintos partidos de oposición, en particular de los carbonarios italianos; en 1832 tomó la ciudadanía suiza en el cantón Thurgau; el 30 de octubre de 1836, con ayuda de dos regimientos de artillería intentó levantar un motín en Estrasburgo; en 1848, durante la estancia en Inglaterra, se alistó como voluntario al cuerpo de constables especiales (en Inglaterra, reserva de la policía constituida por civiles), que tomaron parte en la disolución de la manifestación de los cartistas el 10 de abril de 1848.
(24) Trátase de las fronteras de Francia, establecidas por la paz de Lunéville, concertada entre Francia y Austria el 9 de febrero de 1801. El tratado de paz refrendó la ampliación de las fronteras de Francia como resultado de las guerras contra la primera y la segunda coaliciones y, en particular, la anexión de la orilla izquierda del Rin, de Bélgica y de Luxemburgo.
(25) Glosa marginal de Engels, a lápiz: «Orsini». (Nota de la Editorial, Progreso)
(26) Trátase del Congreso de representantes de Francia, Inglaterra, Austria, Rusia, Cerdeña, Prusia y Turquía en París, que tuvo como resultado la firma, el 30 de marzo de 1856, del Tratado de paz de París, poniendo fin a la guerra de Crimea de 1853-1856.
(27) La guerra italiana: guerra de Francia y Piamonte contra Austria, desencadenada por Napoleón III so falso pretexto de liberación de Italia. Lo que quería Napoleón III, en realidad, era conquistar nuevos territorios y consolidar el régimen bonapartista en Francia. Sin embargo, asustado por la gran envergadura del movimiento de liberación nacional en Italia y empeñado en mantener el fraccionamiento político de ésta, Napoleón III concertó una paz separada con Austria. Francia se quedó con Saboya y Niza. Lombardia pasó a pertenecer a Cerdeña, y Venecia siguió bajo fa dominación de Austria.
(28) La paz de Basilea de 1795 fue concertada con la República Francesa por separado el 5 de abril por Prusia, que traicionó de este modo a sus aliados de la primera coalición antifrancesa.
(29) Con estas palabras, von Schleinitz, ministro de Negocios Extranjeros de Prusia, caracterizó en 1859 la política exterior de Prusia en el período de la guerra de Francia y Piamonte contra Austria. Esta política consistía en no unirse a ninguna de las partes beligerantes, pero tampoco se declaraba la neutralidad.
(30) Trátase de la Société Générale du Crédit Mobilier, gran banco anónimo francés creado en 1852. La fuente principal de los ingresos del banco fue la especulación en títulos de valor. El Crédit Mobilier estaba ligado estrechamente con los círculos gubernamentales del Segundo Imperio. En 1867 quebró y en 1871 fue liquidado.
(31) Marx y yo hemos tenido más de una ocasión para convencernos sobre el terreno de que ese era el estado de ánimo a la sazón en Renania. Los industriales de la orilla izquierda me preguntaban, entre otras cosas, cómo repercutiría en sus empresas el paso a las tarifas aduaneras francesas.
(32) La Confederación del Rin: unión de los Estados de Alemania del Sur y del Oeste, fundada bajo el protectorado de Napoleón en julio de 1806. La Unión agrupaba más de 20 Estados que se hicieron, de hecho, vasallos de Francia. La Unión se disgregó en 1813 como consecuencia de la derrota del ejército de Napoleón.
(33) Trátase de las fortalezas de la Confederación Germánica, situadas principalmente a lo largo de la frontera francesa; las guarniciones de estas fortalezas se reclutaban entre las fuerzas armadas de los Estados más grandes de la Confederación, más que nada las tropas austriacas y prusianas.
(34) Se alude al gobierno reaccionario del príncipe de Schwarzenberg, que se formó en noviembre de 1848 después de la derrota de la revolución democrática burguesa, que comenzó con la sublevación popular del 13 de marzo de 1848 en Viena.
(35) Guillermo I. (Nota de la Editorial, Progreso).
(36) La expresión «la política realista» se empleaba para designar la política de Bismarck, que los contemporáneos consideraban basada en el cálculo.
(37) Beauvau (N. de la Editorial).
(38) Se tiene en cuenta el ataque de Federico II a Silesia, que pertenecía a Austria, en diciembre de 1740.
(39) El 14 de octubre de 1806 en dos batallas simultáneas, Jena y Auerstädt, el ejército prusiano fue aniquilado por las tropas francesas, y el Estado prusiano se vio completamente derrotado.
(40) Rhetnische Zeitung discutió en 1842, desde este punto de vista, la cuestión de la hegemonía prusiana. Gervinus me dijo ya en verano de 1843 en Ostende: Prusia debe ponerse al frente de Alemania; pero eso requiere tres condiciones: Prusia debe dar una Constitución, debe dar la libertad de prensa y aplicar una política exterior más definida.
Rheinische Zeitung für Politik, Handel und Gewerbe («Periódico del Rin para cuestiones de política, comercio e industria»): diario que se publicó en Colonia del 1 de enero de 1842 al 31 de marzo de 1843. En abril de 1842, Marx comenzó a colaborar en él, y en octubre del mismo año pasó a ser uno de sus redactores; Engels colaboraba también en el periódico.
(41) Landwehr: parte integrante de las fuerzas militares prusianas de tierra; surgido en Prusia en 1813 como milicia popular en la lucha contra las tropas napoleónicas, se empleaba, según la edad de los componentes, para engrosar el ejército activo o para cumplir servicio de guarnición.
(42) Hasta en los tiempos de Kulturkampf, los industriales renanos se me quejaban de que no podían promover a contramaestres a excelentes obreros debido a que éstos carecían de conocimientos escolares suficientes. Eso se refería más que nada a las comarcas católicas.
Kulturkampf («Lucha por la cultura»): denominación dada por los liberales burgueses al sistema de medidas legislativas del Gobierno de Bismarck en los años 70 del siglo XIX llevadas a la práctica bajo la bandera de la lucha por la cultura laica. En los años 80, Bismarck abolió la mayor parte de estas medidas, con el fin de unir las fuerzas reaccionarias.
(43) Glosa marginal de Engels: «Escuelas medias para la burguesía» (Nota de la Editorial).
(44) Engels llama irónicamente liberales cantonalistas a los liberales, partidarios de la transformación de Alemania en Estado federal, a semejanza de Suiza dividida en cantones autónomos.
(45) ¿Se habrá visto cosa pareja A la de lo ocurrido con el alcalde Tschech? ¡No acertó en ese gordinflón A dos pasos de distancia! (Nota de la Editorial)
(46) Trátase del golpe de Estado en Prusia en noviembre-diciembre de 1848 y del período de reacción que le siguió.
(47) Al príncipe Guillermo, posteriormente, emperador Guillermo I. (Nota de la Editorial)
(48) Der Sozialdemokrat («El socialdemócrata»): semanario alemán, órgano central del Partido Socialdemócrata Alemán; se publicó de septiembre de 1879 a septiembre de 1888 en Zúrich y de octubre de 1888 al 27 de septiembre de 1890 en Londres. Marx, lo mismo que Engels, que colaboraba en el semanario durante todo el período de su publicación, ayudaban activamente a la redacción del periódico a aplicar la línea proletaria del partido, criticaban y corregían los distintos errores y vacilaciones de la publicación.
(49) En 1858, el príncipe regente Guillermo destituyó el ministerio de Manteuffel y llamó al poder a los liberales moderados; en la prensa burguesa este rumbo recibió el pomposo título de «era nueva»; pero, en realidad, la política de Guillermo se planteaba exclusivamente el fortalecimiento de las posiciones de la monarquía prusiana y de los junkers. La «nueva era» preparó, de hecho, la dictadura de Bismarck, que llegó al poder en septiembre de 1862.
(50) El llamado conflicto constitucional entre el gobierno prusiano y la mayoría liberal burguesa del landtag surgió en febrero de 1860, cuando ésta se negó a aprobar el proyecto de reorganización del ejército, presentado por el ministro de la guerra von Roon. En marzo de 1862, la mayoría liberal se negó otra vez a aprobar los gastos de guerra, después de lo cual el gobierno disolvió el landtag y convocó nuevas elecciones. A fines de septiembre de 1862 se formó el ministerio contrarrevolucionario de Bismarck, que en octubre del mismo año volvió a disolver el landtag y comenzó a aplicar la reforma militar, gastando medios sin la ratificación del landtag. El conflicto sólo se resolvió en 1866, cuando, después de la victoria de Prusia sobre Austria, la burguesía prusiana capituló ante Bismarck.
(51) Como respuesta a la entrada de las tropas austro-bávaras en Kurhessen, el gobierno prusiano declaró a comienzos de noviembre de 1850 la movilización y mandó allí sus tropas. El 8 de noviembre tuvo lugar una escaramuza insignificante entre los destacamentos de vanguardia austro-bávaros y prusianos en Bronzell, que mostró serias deficiencias del sistema militar y el armamento envejecido del ejército prusiano. Ello hizo que Prusia renunciase a las operaciones militares y capitulase ante Austria.
(52) La Liga nacional fue fundada el 15 y 16 de septiembre de 1859 en el Congreso de los liberales burgueses en Francfort del Meno. Los organizadores de la Liga se planteaban unificar toda Alemania, excepción hecha de Austria, bajo la soberanía de Prusia. Después de la formación de la Confederación Germánica del Norte, la Liga nacional declaró su propia disolución.
(53) Se alude al libro de Luis Bonaparte Ideas napoleónicas, publicado en París en 1839 (Napoleón-Louis Bonaparte, Des idées napoléoniennes).
(54) Federico Guillermo (Nota de la Editorial).
(55) Alejandro II (Nota de la Editorial).
(56) El 8 de febrero de 1863, durante la sublevación nacional liberadora de Polonia, Rusia y Prusia firmaron un convenio previendo acciones conjuntas de las tropas de los dos Estados contra los rebeldes. Aún antes de la firma del convenio, las tropas prusianas reforzaron la protección de las fronteras con el fin de evitar el paso de los sublevados al territorio de Prusia.
(57) Después de la muerte del rey dinamarqués Federico VII, Austria y Prusia presentaron, el 16 de enero de 1864, un ultimátum al gobierno de Dinamarca exigiendo la abolición de la Constitución de 1863, que proclamaba la completa incorporación de Schleswig a Dinamarca. Dinamarca se negó a aceptar el ultimátum, por cuya razón Austria y Prusia comenzaron las hostilidades. En julio de 1864, las tropas danesas fueron derrotadas. Durante toda la guerra, Francia y Rusia conservaban una neutralidad amistosa hacia Austria y Prusia. De acuerdo con el tratado de paz firmado en Viena el 30 de octubre de 1864, el territorio de los ducados Schleswig y Holstein, incluidas las comarcas de preponderancia de la población no alemana, fue declarado condominio de Austria y Prusia, pasando a pertenecer por entero a Prusia después de la guerra austro-prusiana de 1866.
(58) De acuerdo con el protocolo de Varsovia del 5 de junio (24 de mayo) de 1851, firmado por los representantes de Rusia y Dinamarca, así como con el protocolo de Londres, del 8 de mayo de 1852, firmado por Rusia, Austria, Francia, Prusia y Suecia junto con los representantes de Dinamarca, se establecía el principio de indivisibilidad de los dominios de la Corona dinamarquesa, incluidos los ducados Schleswig y Holstein.
(59) Expedición a México: intervención militar de Francia emprendida en 1862-1867, inicialmente junto con Gran Bretaña y España; perseguía el fin de aplastar la revolución mexicana y transformar México en una colonia de Estados europeos. Como resultado de la lucha heroica liberadora del pueblo mexicano, los invasores franceses fueron derrotados y se vieron forzados a evacuar de México sus tropas en 1867.
(60) Confederación Germánica: creada el 8 de junio de 1815 por el Congreso de Viena, era una agrupación de Estados absolutistas feudales alemanes y refrendaba la división política y económica de Alemania. La Confederación dejó definitivamente de existir durante la guerra austro-prusiana de 1866 y fue sustituida por la Confederación Germánica del Norte.
(61) La expresión «una guerra fresca y alegre» fue empleada por primera vez por el historiador y publicista reaccionario G. Leo en 1853 y se utilizaba también en los años posteriores con espíritu militarista y chovinista.
(62) La Confederación Germánica del Norte, que comprendía 19 Estados y 3 ciudades libres de Alemania del Norte y del Centro, fue formada en 1867 a propuesta de Bismarck. La formación de la Confederación fue una de las etapas decisivas de la reunificación de Alemania bajo la hegemonía de Prusia. En enero de 1871 la Confederación dejó de existir debido a la formación del Imperio alemán.
(63) Glosa marginal de Engels, a lápiz: «Línea de reparto: el Meno» (Nota de la Editorial).
(64) En la guerra, como en la guerra (Nota de la Editorial).
(65) Se alude a la guerra austro-prusiana de 1866, en la que al lado de Austria lucharon Sajonia, Hannover, Baviera, Baden, Württemberg, el electorado Hesse, Hesse-Darmstadt y otros miembros de la Confederación Germánica, al lado de Prusia, Mecklemburgo, Oldenburgo y otros Estados del Norte de Alemania, así como tres ciudades libres.
(66) En primavera de 1866, Austria se dirigió a la Dieta federal quejándose de que Prusia habla violado el convenio sobre la administración conjunta de los ducados Schleswig y Holstein; Bismarck se negó a acatar la decisión de la Dieta, la cual, a proposición de Austria, declaró la guerra a Prusia. En el curso de la guerra, en vista de los éxitos de las tropas prusianas, la Dieta federal se vio obligada a trasladarse de Francfort del Meno a Augsburgo, donde el 24 de agosto de 1866 declaró el cese de su actividad.
(67) Glosa marginal de Engels, a lápiz: «¡Juramento a la bandera!» (Nota de la Editorial).
(68) El reino de Hannover, el gran electorado de Hesse-Cassel, el ducado de Nassau y la ciudad libre de Francfort del Meno (Nota de la Editorial).
(69) En septiembre de 1866, la Cámara de representantes de Prusia aprobó el proyecto de ley presentado por Bismarck eximiendo al gobierno de la responsabilidad por el gasto de los recursos que no había sido ratificado legislativamente en el período del conflicto constitucional.
(70) Trátase del combate decisivo de la guerra austro-prusiana en las inmediaciones de la ciudad de Königgrätz(actualmente Hradec-Králové, Bohemia), cerca de la aldea Sadowa, el 3 de julio de 1866. La batalla de Sadowa terminó con una gran derrota de las tropas austriacas.
(71) La Constitución de la Confederación Germánica del Norte fue ratificada el 17 de abril de 1867 por el Reichstag (Parlamento) Constituyente de la Confederación y refrendaba el dominio efectivo de Prusia en la Confederación. El rey de Prusia fue declarado presidente de la Confederación y comandante en jefe de las fuerzas armadas federales, se le delegaba la dirección de la política exterior. Los poderes legislativos del Reichstag de la Confederación, que se elegía a base del sufragio universal, eran muy limitados; las leyes aprobadas por él entraban en vigor después de ser ratificadas por el Consejo federal, reaccionario por su composición, y refrendadas por el presidente. La Constitución de la Confederación se hizo después base de la Constitución del Imperio alemán.
Según la Constitución de 1850, en Prusia se conservaba la cámara alta, compuesta preferentemente de representantes de la nobleza feudal («cámara de los señores»), los poderes del landtag (parlamento) eran muy limitados, viéndose este privado de la iniciativa legislativa. Los ministros los nombraba el rey y eran responsables sólo ante él, el gobierno tenía derecho de crear tribunales especiales para ver las causas de alta traición. La Constitución de 1850 quedó en vigor en Prusia incluso después de la formación del Imperio alemán en 1871.
(72) A. Bebel y G. Liebknecht (Nota de la Editorial).
(73) Ya antes de la guerra con Austria, interpelado por un ministro de un Estado medio acerca de su política alemana demagógica, Bismarck le respondió que, a despecho de todos los discursos, arrojaría a Austria de Alemania y rompería la Confederación: -«¿Y usted cree que los Estados medios se quedarán tranquilos ante todo eso?» -«Ustedes, los Estados medios, no harán absolutamente nada». -«Y ¿qué harán los alemanes?» -«Los llevaré en seguida a París y los unificaré allí». (Contado en París la víspera de la guerra con Austria por el mencionado ministro y publicado durante la contienda en Manchester Guardian por su corresponsal parisiense Sra. Crawford). Manchester Guardian («El guardia de Manchester»): periódico burgués inglés, órgano de los partidarios del librecambio (free-trade), más tarde partido liberal; fundado en Manchester en 1821.
(74) Parlamento aduanero: órgano dirigente de la Unión aduanera reorganizada después de la guerra de 1866 y de concertarse, el 8 de julio de 1867, el tratado de Prusia con los Estados alemanes meridionales, de acuerdo con el cual se estipulaba la creación de este órgano. El Parlamento se componía de miembros del Reichstag de la Confederación Germánica del Norte y diputados especialmente elegidos de los Estados alemanes meridionales (Baviera, Baden, Württemberg y Hesse). Tenía que dedicarse exclusivamente a las cuestiones de comercio y política aduanera; la aspiración de Bismarck de ir ampliando poco a poco su competencia, extendiéndola a cuestiones de otra índole, las políticas, chocó con una resistencia encarnizada de los representantes de Alemania del Sur.
(75) El río Meno formaba la frontera entre la Confederación Germánica del Norte y los Estados del Sur de Alemania.
(76) Guillermo III (Nota de la Editorial).
(77) De acuerdo con el tratado con Austria concertado el 3 de octubre de 1866 en Viena, a Italia, que había participado en la guerra austro-prusiana al lado de Prusia, se le devolvió Venecia, pero sus pretensiones en cuanto a Tirol Meridional y Trieste no fueron satisfechas.
(78) Trátase de la expresión del canciller austriaco Metternich «Italia es un concepto geográfico» empleada en un despacho al conde de Apponyi, embajador en París, del 6 de agosto de 1847. La empleaba posteriormente refiriéndose también a Alemania.
(79) La Conferencia de Londres en torno a la cuestión de Luxemburgo, en la que participaban representantes diplomáticos de Austria, Rusia, Prusia, Francia, Italia, Países Bajos y Luxemburgo, se celebró desde el 7 hasta el 11 de mayo de 1867. Según el tratado firmado el 11 de mayo, el ducado de Luxemburgo (el título de duque lo conservaba, como antes, el rey de los Países Bajos) fue declarado Estado neutral. Prusia se comprometía a retirar inmediatamente su guarnición de la fortaleza de Luxemburgo, y Napoleón debía renunciar a sus pretensiones de anexión de Luxemburgo a Francia.
(80) De 1869 (Nota de la Editorial).
(81) «Pandilla de azufre»: nombre primitivo de una agrupación de estudiantes de la Universidad de Jena en la década del 70 del siglo XVIII, que gozaba de mala fama debido a los escándalos armados por sus miembros; más tarde la expresión «pandilla de azufre» se hizo sinónimo de toda compañía compuesta de delincuentes y elementos sospechosos.
(82) En los combates de Spickeren (Lorena) y Woerth (Alsacia) las tropas prusianas asestaron el 6 de agosto de 1870 la derrota a las unidades francesas. En la zona de Sedán tuvo lugar uno de los más grandes combates de la guerra franco-prusiana, que trajo como resultado la capitulación del ejército francés el 2 de septiembre de 1870.
(83) El 4 de septiembre de 1870 se produjo un alzamiento revolucionario de las masas populares que condujo al derrocamiento del régimen del Segundo Imperio, a la proclamación de la República y a la formación del Gobierno Provisional, en el que entraron monárquicos, además de republicanos moderados. Este Gobierno, encabezado por Trochu, gobernador militar de París, y Thiers, su auténtico inspirador, tomó el camino de la traición nacional y la componenda alevosa con el enemigo exterior.
(84) Francotiradores (franctireurs): guerrilleros franceses que participaban activamente en la lucha contra los prusianos durante la guerra franco-prusiana de 1870-1871.
(85) Decreto sobre el landsturm: ley aprobada en Prusia el 21 de abril de 1813 que estipulaba la creación de guerrillas de voluntarios (francotiradores) en la retaguardia y en los flancos del ejército de Napoleón.
(86) Kölnisthe Zeitung («Periódico de Colonia»): diario alemán que se publicó con ese nombre desde 1802 en Colonia; en el período de la revolución de 1848-1849 y la reacción que le sucedió reflejaba la política de traición y cobardía de la burguesía liberal prusiana; en el último tercio del siglo XIX estuvo ligado al partido nacional-liberal.
(87) Precisamente estos cañones, pertenecientes a la Guardia Nacional, y no al Estado y, por tanto no entregados a los prusianos, fueron los que Thiers ordenó el 18 de marzo de 1871 que se losrobaran a los parisinos, lo que provocó la insurrección que dio lugar a la Comuna.
(88) Guillermo I (Nota de la Editorial).
(89) Federico Guillermo IV (Nota de la Editorial).
(90) El 19 de marzo, el pueblo sublevado de Berlín obligó al rey prusiano Federico Guillermo IV a salir al balcón del palacio y a descubrirse ante los cadáveres de los perecidos durante la rebelión popular del 18 de marzo de 1848.
(91) El 28 de enero de 1871, el Gobierno francés de «defensa nacional» formado como resultado de la revolución el 4 de septiembre de 1870 firmó con Bismarck el convenio sobre el armisticio y la capitulación de París. El tratado de paz fue suscrito definitivamente el 10 de mayo de 1871 en Francfort.
(92) El texto que sigue hasta las palabras «Bismarck había logrado su objetivo», en virtud de la ausencia de las correspondientes páginas del manuscrito, se reproduce con arreglo al texto de la revista Neue Zeit, Bd. I, Nº 25, 1895-1896, S. 772-776. (Nota de la Editorial).
(93) Por orden de Luis XIV, el 30 de septiembre de 1681, la ciudad de Estrasburgo, que formaba parte del Imperio alemán, fue ocupada por las tropas francesas. El partido católico de la ciudad encabezado por el obispo Fürstenberg saludó la incorporación a Francia y contribuyó a que no se ofreciera resistencia a los franceses.
(94) Se reprocha a Luis XIV el haber lanzado en plena paz a sus cámaras se reunificación (Las cámaras de reunificación, creadas por Luis XIV en 1679-1680 tenían la misión de argumentar y justificar con razones jurídicas e históricas las pretensiones respecto de unas u otras partes de los Estados vecinos, que luego eran ocupadas por las tropas francesas) sobre regiones alemanas que no le pertenecían. Ni la envidia más malévola podría reprochar lo mismo a los prusianos. Al contrario. Tras de concluir la paz separada con Francia en 1795, violando directamente la Constitución del Imperio, tras de reunir en torno suyo a sus vecinos pequeños, igualmente pérfidos, del otro lado de la línea de demarcación en la primera Confederación Germánica del Norte, se aprovecharon para llevar a cabo sus tentativas anexionistas en Franconia, de la difícil situación en que se encontraban los Estados del Sur de Alemania, que tuvieron que proseguir solos la guerra aliados a Austria. Formaron en Ansbach y en Bayreuth, a la sazón prusianas, cámaras de reunificación al estilo de las de Luis XIV; pretendían a una serie de territorios vecinos so pretextos tan absurdos que, comparados con ellos, los argumentos jurídicos de Luis parecían claros y convincentes al máximo. Y cuando los alemanes fueron derrotados y se replegaron, cuando los franceses entraron en Franconia, los salvadores prusianos ocuparon todo el territorio alrededor de Nuremberg, incluidos los arrabales hasta los muros de la ciudad y consiguieron que los burgueses de Nuremberg, muertos de miedo, firmaran un tratado (el 2 de septiembre de 1796), según el cual la ciudad se sometía a la soberanía prusiana a condición de que los judíos jamás fuesen admitidos en la ciudad. Pero, acto seguido, el archiduque Carlos pasó a la ofensiva y volvió a destrozar a los franceses en Wurzburg el 3 y el 4 de septiembre de 1796, con lo cual se desvaneció como el humo azul esta tentativa de lograr por la fuerza que los vecinos de Nuremberg comprendiesen la misión alemana de Prusia.
(95) Las fortalezas del Norte de Italia: Verona, Legnago, Mantua y Peschiera (Nota de la Editorial).
(96) C. Marx, Segundo manifiesto del Consejo General de la Asociación Internacional de los Trabajadores sobre la guerra franco-prusiana (Nota de la Editorial).
(97) El cartel: el bloque de los dos partidos conservadores («conservadores» y «libres conservadores») y liberales nacionales, bloque que apoyaba el Gobierno de Bismarck. Se formó después de la disolución del Reichstag por Bismarck en enero de 1887. El cartel consiguió la victoria en las elecciones en febrero de 1887, logrando una situación dominante en el Reichstag (220 escaños). Apoyándose en este bloque, Bismarck hizo que se aceptara una serie de leyes reaccionarias en beneficio de los junkers y de la gran burguesía. La agudización de las contradicciones entre los partidos del cartel y su derrota en las elecciones de 1890 (recibió sólo 132 mandatos) condujeron a su descomposición.
(98) Engels se refiere a la proclamación del rey de Prusia Guillermo I emperador de Alemania, que tuvo lugar el 18 de enero de 1871 en el palacio de Versalles.
(99) Ultramontanismo: corriente extremamente reaccionaria del catolicismo que reclama la influencia ilimitada del papa en los asuntos religiosos y laicos de cualquier Estado. Como resultado de la victoria del ultramontanismo, el Concilio del Vaticano aprobó en 1870 el dogma de «impecabilidad» del papa
(100) Trátase de la crisis económica mundial de 1873. En Alemania, la crisis comenzó con una «grandiosa bancarrota» en mayo de 1873, preludio de la crisis que duró hasta fines de los años 70.
(101) Progresistas: representantes del partido burgués prusiano formado en junio de 1861. El partido progresista exigía la unificación de Alemania bajo la hegemonía de Prusia, la convocación del Parlamento de toda Alemania y la creación de un ministerio liberal responsable ante la Cámara de diputados.
(102) En el Congreso de Gotha, celebrado del 22 al 25 de mayo de 1875, se unieron las dos corrientes del movimiento obrero alemán: el Partido Obrero Socialdemócrata (los eisenachianos), dirigido por A. Bebel y W. Liebknecht, y la lassalleana Asociación General de Obreros Alemanes. El partido unificado adoptó la denominación de Partido Obrero Socialista de Alemania. Así se logró superar la escisión en las filas de la clase obrera alemana. El proyecto de programa del partido unificado, propuesto al Congreso de Gotha, pese a la dura crítica que habían hecho Marx y Engels, fue aprobado en el Congreso con insignificantes modificaciones.
(103) Se trata de los derechos especiales de Baviera y Wurtemberg refrendados en los tratados de su entrada (noviembre de 1870) en la Confederación Germánica del Norte y en la Constitución del Imperio alemán. Baviera y Wurtemberg conservaron, en particular, un impuesto especial sobre el aguardiente y la cerveza, la administración propia de los correos y telégrafos. Los representantes de Baviera y Wurtemberg, así como de Sajonia, formaron en el Consejo federal una comisión especial de política exterior, dotada del derecho de veto.
(104) Tribunales de schäffens (regidores): tribunales de primera instancia en el Imperio alemán instaurados en una serie de Estados alemanes después de la revolución de 1848, y en toda Alemania, a partir de 1871. Constaban entonces de un juez de la corona y de dos asesores (schäffens) que, a diferencia de los jurados, no sólo establecían la culpa del acusado, sino que, junto con el juez, determinaban la medida del castigo; para el cumplimiento de las funciones de schäffens regía el requisito de residencia continua, como también el de situación acomodada.
(105) Se refiere a la reforma administrativa de 1872 en Prusia, de acuerdo con la cual se abolía el poder feudal hereditario de los terratenientes en la aldea y se introducían elementos de administración autónoma; prácticamente, los terratenientes junkers conservaron el poder local, ya que ocupaban personalmente o por medio de sus testaferros la mayoría de cargos electivos y nombrados.
(106) Trátase de la reforma de administración local en Inglaterra aprobada en 1888. De acuerdo con esta forma las funciones de los sheriffs fueron transmitidas a los consejos electos de los condados que se ocupaban de la recaudación de impuestos, del presupuesto local, etc. Participaban en la elección de los consejos de los condados todos los que tenían derecho de elegir al parlamento, así como las mujeres mayores de 30 años.
(107) En 1870, como resultado del plebiscito del 2 de octubre en la Región Papal, ésta fue incorporada al Reino de Italia. Con ello quedó terminada la unificación política del país. El poder laico del papa fue anulado; sólo se conservó en los palacios del Vaticano y Laterano y la residencia suburbana. Como respuesta, el papa se declaró «prisionero del Vaticano». El conflicto, que duró muchos años, entre el papa y el gobierno italiano sólo quedó resuelto oficialmente en 1929.
(108) Welfos: partido en Hannover que se formó en 1866 después de la incorporación de éste a Prusia (el nombre procede del de un linaje antiguo principesco de los Welfos). El partido se proponía restablecer los derechos de la casa real de Hannover y la autonomía de Hannover en el Imperio alemán. Se adhería al centro principalmente por motivos particularistas y antiprusianos.
(109) Aquí se interrumpe el manuscrito (Nota de la Editorial).