Tierra caliente
Por: Iván Rodríguez, Skariote.
Capítulo I. Prehistoria.
Es domingo, hace frío y llueve. No es una lluvia normal, cae a cántaros y viene acompañada de grandes vientos que todo lo levantan. El piso se llena de pequeños ríos y charcos de lodo, la basura flota como victoriosos navíos. Los tianguistas que aún quedan, se apresuran a levantar los puestos, a desenredar las cuerdas y quitar lonas, no quieren salir volando. Mientras, unos pocos han decidido quedarse, cubren con las lonas primero a la mercancía y después a ellos. La gente que estaba comprando ahora corre, se quiere tapar de la lluvia y se llenan de lodo los zapatos.
No es tan tarde, pero la lluvia metió a todo el mundo en sus improvisadas casas. La calle, si esto se puede llamar calle, muere y esto sólo es un espectáculo de las últimas convulsiones de vida.
Esta colonia recién parida está conociendo los males de los lugares olvidados de la ciudad…
Sus venas principales, esas mal trazadas callejas, que lo único que las delimita son las casas que aún continúan siendo construidas, calles que tienen por material principal la tierra, que se vuelve lodo en época de lluvias. Es un mundo que está luchando por ser parido, un lugar que no termina de ser el viejo terreno invadido para poder llamarse colonia. Las contracciones convulsas que dan los primeros destellos de luz a este lugar quizá son la única toma de agua potable, el teléfono público que está recién instalado (que la gente cuida con su vida para que no lo destruyan) y unos primeros postes de luz eléctrica instaladas por los invasores, los cuales chupan la electricidad de los lugares vecinos.
De las casas no se puede decir mucho. Se asemejan a campamentos recién levantados para refugiar damnificados de un huracán, construidas con destajos de madera o tablarocas compradas (o robadas sí se corría con suerte) a las construcciones cercanas. Los techos son de lámina de fibra de vidrio, los cuales se remiendan con trozos de cartón para evitar el paso de la lluvia a las chozas. ¿Habitaciones? Si se corría con suerte habría por lo menos dos: una destinada a los padres y su intimidad, mientras que los chiquillos, la sala, el comedor y la cocina, comparten el mismo espacio. Pero por las prisas, por lo recién de la invasión, mucha gente no pensaba todavía en los inconvenientes de tener en un solo lugar toda la vida familiar. Y ahí estaban todos metidos, durmiendo sobre lo que se podía y cocinando a la leña, viviendo al día y construyendo un poco más, mientras dejaban algunos varillas en el suelo como promesa de tocar pronto el cielo con sus casas soñadas.
Este lugar era caótico en el principio, llegaron primero 300 personas con el líder aquel, todas decididas a conseguir lo que pensaban era el mejor cacho de tierra. Después llegaron 200 más, procurando escarbar de los restos el mejor solar con el que poder quedarse. Nadie tenía seguridad de nada, a muchos los habían corrido antes de invasiones así, pero, ahora y con el paso del tiempo, habían logrado construir no sólo sus chozas que se caían a pedazos sino también el trazado de las que serían en un futuro sus calles pavimentadas. Una estructura rectangular bien planificada, sólo a la espera de la brea.
Hay una multitud de personas en este lugar, todas tan iguales y distintas a la vez. Producto disperso de lo que soltaban los demás estados. En su gran mayoría todas eran campesinas en su tierra natal; sin embargo, las condiciones los llevaban a otros oficios para completar los gastos. Los había quienes eran albañiles, plomeros, electricistas, vendedores de cosas varias, amas de casa, fritangueras, vendedoras de comida, tlachiqueros. El segundo trabajo les ayudaba más en esta nueva penuria: dejar su tierra natal para encontrarse ante la inmensa ciudad. En esta realidad no tenían nada más que sus brazos y fuerzas de existir, así como habían llegado al mundo.
No todo fueron pérdidas, llegado el momento preciso sus viejos conocimientos salieron a flote. Cuando se necesitaron brazos expertos para romper la tierra y en ella encajar las proto–paredes de sus nuevas cuevas, estos seres humanos rebajados a la prehistoria, no tuvieron más remedio que golpear el suelo con palas y picos. Recordando algunos la niñez, esperando a que pasara el padre o la madre para dejar en el hoyo la semilla de maíz, chile o frijol. Pero en su lugar, estaba la esposa o el marido clavando los postes, la tablaroca o las tablas carcomidas de madera vieja.
Todo su pasado los igualaba, a lo mismo que el presente que los había encontrado en aquel instante a todos juntos en aquel terreno, ahora los unía un futuro incierto, tan incierto como las lluvias que caían sobre sus chozas inundando todo.
El trazado rectangular no deja lugar a dudas para nadie: esto es una colonia. Alguien, quien fuera, podría pasar por aquí caminando y sentirse en un lugar conocido. Aunque falta nombrar estas calles, nadie en la desesperación había pensado en eso, aún seguía sin nombre el conjunto de calles y casitas pérdidas, al igual que todo el conjunto continúa sin bautizar. Aunque los vecinos de las colonias cercanas le llaman la tierra caliente, porque aquí existen una mayoría descomunal de michoacanos y michoacanas, aunque también se puede encontrar gente de Oaxaca, Hidalgo, Zacatecas, Monterrey, entre otras.
Nadie de adentro usa ese nombre de tierra caliente, les hacía recordar de donde no pensaban regresar pronto. Algo así como, a la par de Cortés, quemar sus recuerdos para nunca volver.
Las calles, sin embargo, tienen denominaciones no oficiales. Les dicen por lo más característico. “Ahí, donde viven los heladeros”, una familia pobre que gastó sus últimos centavos en una barrica y un bote de aluminio para hacer nieves, contra todo pronóstico el negocio prosperó y ahora andan los cinco miembros de esa familia en friega, desde temprano, removiendo los botes entre el hielo picado, con sus triciclos y tres barricas cada uno.
“A la vuelta, esa la del panadero”, señalan a modo de burla porque en esa calle vive un viejo que de niño aprendió a hacer pan. Aunque aprender es una palabra muy grande para lo que en realidad hace. Lo único que vende son donas preparadas por él, le quedan duras como piedras. Una roca espolvoreada de azúcar y canela. “Aquí mero es vale, esta es la del vocero, para referirse a la en que residía un sonidero frustrado. El que de vez en cuando sacaba algún baile, pero en su mayoría sólo se dedica a dar anuncios por medio de una corneta instalada en un poste.
Así otras calles, pero la más importante es en la que está la cantina: EL DOLLAR D’ ORO. Es un lugar arreglado entre todo lo rascuacho. Pero, aunque intentara, no podía escapar de la realidad que le rodeaba.
Es una choza compuesta de tablaroca y tablas de madera con techo de lámina metálica. Es el único lugar con luz eléctrica instalada por la compañía Luz y Fuerza. Contaba con línea telefónica, ya que el dueño del tugurio debía telefonear a las empresas de cerveza para que le hicieran llegar los pedidos entre los tierrazales sin pavimentar. No tenía tiempo para esperar el único otro teléfono de la colonia, el de carácter popular en el que se desviven las comadres, los noviecitos y los chalanes. Las botellas de tequila, mezcal y ron (para uno que otro exótico) las iba a conseguir él directamente al centro.
La música habitual eran las norteñas: Carlos y José, Ramón Ayala, Los Cardenales. Todos sonando desde un tocadiscos de tipo comunitario e instalado en la orilla. Sólo eran los muchachos quienes llegaban con un disco del Acapulco Tropical o Rigo Tovar.
El letrero que anuncia EL DOLLAR D’ ORO, es lo más impactante. Una tabla de 4 m x 2 m, con focos en cada esquina, que alumbran al centro las grandes letras verdes con sombreado dorado.
Esta es la pocilga de los desvergonzados, de los alcohólicos, de los que no daban gasto, de los matones…
Porque es aquí, en esta calle y en esta cantina, donde comienza la historia, el infortunio y la violencia. Todos los habitantes de este lugar, aunque llevaban vidas tranquilas, viven con el miedo continúo de perderlo todo, que los desalojen, les roben o los mate la suerte. Por eso, buscaban una excusa y la encontraron.
AQUÍ SE BUSCA Y SE HALLA LA MUERTE.
Es domingo a las 4 de la tarde, mientras todos se escondían en sus casas por la lluvia, que los borrachos hicieron exasperar al dueño.
Don Miguel está atendiendo detrás de la barra, una mesa de comedor disfrazada con el uso de clavos y tablas a modo de que no se pudieran ver las piernas y tener donde colocar los alcoholes finos (como también ahí se guardaba la única pistola de todo el lugar, la cual no se había necesitado jamás). Servía gustoso de lo lindo los caballitos de tequila barato. Siempre sin consumir, porque ya era suficiente embrutecer a los demás como para quedar igual que ellos. Mientras él estaba ahí con sus risadotas, su hija Ignacia funcionaba como mesera atendiendo las cuatro cajas de coca–cola que funcionaban como mesas.
Todo pasa sin novedad, es un domingo cualquiera. Señores tomando alcohol, contándose chistes, alguno que otro ya dispuesto a pelearse a golpes pero calmándose al regaño de Don Miguel. Excepto por algo sencillo, hay un nuevo señor entre todos. Tan nuevo que nadie lo conoce, bebe solo al fondo muy cerca del refrigerador.
Bebe como si estuviera en pleno sol, pedía tragos y cervezas por igual. Canta una que otra canción que comenzaba a sonar y hacía ademanes de bailar. Y, de un momento a otro, alguien puso en el tocadiscos un vinilo de Antonio Aguilar y comenzó a sonar al golpe de la tambora: Qué milagro chaparrita, Ya hace días que no nos vemos…
– Uy, uy, uuuuuuy, ¿qué son todos jotos?, ¿por qué chingados no hay viejas pa´ bailar en este cochino lugar? – gritó el hombre con voz aguardientosa y raspada –vengase pa´ cá chulada prietota, ¡Vamos a bailar! – Mientras que se abrazaba a Ignacia con fuerza al cuerpo.
Dentro de poquito tiempo, por aquí nos miraremos… y si no nos escribemos…
El hombre borracho se abraza a la pobre muchacha al cuerpo con fuerza. Ella no puede hacer nada, éste le saca una cabeza de estatura y tenía los brazos tan fuertes como vigas. Lo único que le queda es dejarse arrastrar por el animal aquel y reírse nerviosa por ser el espectáculo de todos esos borrachos. Y la jala, se la pega y sigue cantando: Cada que la veo pasar, parece que voy con ella.
Don miguel al principio no se lo está tomando a mal, hasta se está riendo, pero, conforme pasan los segundo, mientras escuchaba las risas de los demás (que ya no eran hacia su hija sino a su persona) combinado con el canto borracho de aquel extraño, solo agarra la pistola debajo de la mesa y sin parar la música:
– ¿Qué fregados está haciendo amigo? ¡Ya suelte a mi muchacha, no sea cabrón! ¡Y tú pendeja, ya deja de estarte riendo o es que lo disfrutas!
Mientras que algunos borrachos alcanzaron a salir, los demás sin esa suerte se hacían a los lados e imploraban a cientos de voces “no sea pendejo Don Miguel, baje esa madre”. El extraño sólo se abrazaba más a la pobre chica y continuaba cantando a manera de reto: Soy de las peñas más altas, donde da temprano el sol…
El cantinero no aguantaba más la humillación y dio un balazo al aire a modo de advertencia, el agua que llevaba ahí juntándose desde que empezó la lluvia le cayó encima. Encabronado y mojado todo, da un grito de rabia contenida porque un disparo que soltó del susto le dio en la pierna. Entonces dispara sin apuntar siquiera, sin importar si le daba a su hija.
El tiro no erra, pero, en lugar de dar a muerte, le pega al extraño en el pie derecho. Se tambalea, se queja y, por la fuerza misma del baile que traía, se lleva a la muchacha con él al suelo enlodado. Don miguel sale detrás de la barra como alma que ha visto al mismo diablo y comienza a gritarle a su hija, olvidándose del ebrio patán que hizo todo el espectáculo. Éste sale arrastrándose como puede hacía la calle, para no hacer del problema algo más grande, aunque el lío ya era enorme. Había desatado algo que no se podía contener y su sangre era la firma del contrato.
Desde ese día los hombres andan armados, con lo que pueden, para defenderse de otros. Los que traen más dinero cargan con pistola. Cosa rara, porque ni siquiera en la invasión se soltó un solo balazo, ni de la policía. Los más pobres se protegen con machetes, con palos o con sus puños desnudos. Pareciera que tras ese domingo alguien hubiera dado comienzo en ese lugar a la vida cruda y real, como era en todos lados.
A partir de entonces, la calle ya no fue la del DOLLAR D´ORO, sino la calle del baleado. Lo cual podría confundir a muchos en un futuro, por todos los balazos que se llegaron a tronar. Asimismo, a este lugar las personas sí comenzaron a llamarle tierra caliente, pero por lo bravo que se había vuelto. Porque ahí, y sólo ahí, todo se cocía a fuego vivo.
Ya de eso pasan más de tres años.
Este no es ningún fin, sino apenas el comienzo del mismo.