El Paro Nacional Agropecuario 2025: la voz del campesinado frente al abandono del Estado capitalista
Por: Luna Grajales
Desde la madrugada del 14 de octubre, el país entero despertó con el rugido de un México que rara vez es escuchado: el México campesino. Miles de productores agroalimentarios salieron a las carreteras bloquearon casetas, tomaron oficinas y alzaron la voz frente a instituciones como la SADER y el SAT. Fue un digno acto de rebeldía y de insumisión popular, no de “desorden” como los medios burgueses intentaron pintar, sino una respuesta legítima ante décadas de abandono, explotación y desprecio hacia quienes alimentan a esta nación. El Paro Nacional Agropecuario 2025 no surge de la nada: es el resultado de un sistema económico que pone los intereses del capital por encima de la vida campesina, de un modelo agroalimentario hecho a la medida de la burguesía y los monopolios agroindustriales.
La consigna que retumba en los campos y carreteras, “sin agricultores no hay comida”, resume con claridad el sentido de la lucha. El campo mexicano lleva años siendo devorado por las políticas de choque del llamado periodo “neoliberal” disfrazadas de modernización. Los tratados comerciales como el T-MEC terminaron por arrasar a la soberanía alimentaria y condenando a los pequeños productores a la ruina. La competencia no es justa cuando los campesinos mexicanos producen con sus manos y su sudor, mientras los monopolios, tanto nacionales como extranjeros, operan con subsidios, maquinaria y respaldo financiero. Esa es la esencia del capitalismo que padecemos: los de arriba cosechan ganancias; los de abajo, deudas.
Las causas del paro son múltiples, pero todas confluyen en una misma raíz: explotación de los campesinos y el abandono del campo por parte del Estado burgués. Los productores exigen precios de garantía justos que realmente cubran los costos de producción —por ejemplo, $7,200 por tonelada de maíz—, así como el cumplimiento de apoyos prometidos y una verdadera reforma agraria que devuelva al campo su dignidad. También reclaman la exclusión de ciertos productos del T-MEC, el acceso a créditos reales y seguros agrícolas, y un diálogo auténtico con las autoridades. Pero detrás de cada demanda hay una historia de sobrevivencia. No se protesta solo por pesos y centavos, sino por la posibilidad de seguir sembrando, de seguir existiendo como productores en un país cuyos gobernantes han olvidado quién los alimenta.
El impacto de este paro no solo se mide en carreteras bloqueadas o pérdidas económicas temporales. Se mide en la conciencia que despierta. Cuando los campesinos interrumpen el flujo del maíz, del frijol, del jitomate o de los cítricos, exponen algo más profundo: la dependencia del país hacia un sistema que se sostiene en su trabajo, pero los margina de sus beneficios. Los productos perecederos, las exportaciones, los intermediarios y las grandes cadenas comerciales revelan su fragilidad cuando la clase trabajadora del campo decide parar. Es una lección política y económica: el agro no puede seguir siendo una fuente de explotación; debe ser el corazón de un modelo justo y soberano.
Este paro también cuestiona la hipocresía de los gobiernos burgueses que en los discursos exaltan “el valor del campesino”, pero en la práctica lo condenan a sobrevivir sin apoyo, sin precios justos y sin voz en las decisiones que determinan su futuro. No basta con programas asistenciales ni con plataformas comerciales que prometen “transparencia”. Lo que se necesita es una transformación de fondo: una política agraria construida por los propios campesinos y trabajadores agrícolas, pues son éstos quienes entienden el campo no como negocio, sino como parte vital de la producción.
El Paro Nacional Agropecuario 2025 ha marcado un punto de inflexión, pues el campesinado está recuperando sus formas históricas de lucha, poco a poco perdiendo la confianza en un Estado burgués que constantemente le ha hecho promesas pero que, sin embargo, jamás las ha cumplido. Además, hay una creciente tendencia a la disposición de lucha de los campesinos en diferentes estados, pues éstos se movilizaron en Tamaulipas, Chihuahua, Zacatecas, Sinaloa, Guanajuato, Jalisco, Hidalgo, Michoacán, Querétaro, Guerrero y Morelos, en esta última entidad organizados en el Movimiento Campesino Siglo XXI. Cada vez son más los campesinos que se unen a la lucha.
Lo que se juega no es solo una negociación de precios o apoyos, sino el destino del agro mexicano. Si el Estado continúa subordinado a los intereses de los monopolios y al mercado internacional, el abandono del campo se volverá irreversible. Pero si el pueblo campesino logra consolidar su organización, su voz y su unidad, podría sembrar algo más grande que granos: la esperanza de un nuevo modelo de país y de sociedad.
Porque el campo no pide limosna, exige justicia. Y cuando la tierra tiembla bajo los pasos del campesino en lucha, no es la protesta lo que amenaza al país, sino el silencio que la precede.